Oí las voces de los hombres. Uno, que daba órdenes, era Samaniego. El otro, Campolongo, casi no hablaba.
Porque la postura contraída resultaba insostenible, con mucha cautela, como si de nuevo estuviera en la cornisa, me enderecé, medio escudado por un armario metálico. Suceda lo que suceda no voy a olvidar ese momento. Ante todo vi manchas coloradas en el blanco de las vestiduras de los doctores, que al apartarse revelaron un cuadro de sueño: la pobre muchacha, bastante linda, que en la ventana del piso de arriba perseguía moscas imaginarias, yacía en una camilla, boca abajo, pálida como una muerta, sin ninguna sábana que la cubriera, con un agujero redondo en la nuca -si no me equivoco, a la altura del cerebelo que manaba sangre. A lo mejor usted piensa que soy un flojo: cerré los ojos, porque temí descomponerme y me apoyé en el armarito. Un poco más lo descuelgo.
Usted hacía de cuenta que esos dos hablaban de cosas, no de personas. Recordé historias, que circulaban en los años del bachillerato, de herejías cometidas por practicantes en los hospitales.
Traté de comprender la situación. La sangre que manaba por la nuca significaba que la muchacha estaba viva ¿Para qué habían traído la otra camilla? ¿Iban a trasplantar a la muchacha algún órgano del muerto?
No pude creer lo que oía. Con toda naturalidad, Samaniego dijo a Campolongo:
– No le toques la cola.
Me contuve porque a tiempo comprendí que si en plena operación los interpelaba, la única víctima de mi desplante sería esa pobrecita. Atiné a pensar: "Mi señora estuvo en manos de esta gente".
Me hundí en una perturbación tan profunda que el rumor de las ruedas y los pasos que se alejaban me sobresaltó. Tardé un rato en asomarme. "Dejaron la camilla con el chico muerto" me dije. "Van a venir a buscarlo".
Había que tomar una decisión: intentar la fuga, aunque las cosas no hubieran salido como las previó Paula, o emprender el camino de vuelta por la cornisa. Me bastó recordar la cornisa para decidirme por la fuga. Me puse el pantalón y el saco del hermano de Paula; para no hacer ruido, llevaría los zapatos en la mano, hasta alcanzar la calle. Pasaban los minutos y no volvían los médicos. "Como está muerto, lo dejan en cualquier parte" pensé. Mi confusión era grande. Seguí aferrado a la idea de aprovechar para la fuga el brindis de medianoche, aunque a medianoche los médicos habían estado operando ante mis propios ojos. Agregue, si eso no le basta, que ya era mucho más de la una.
Me jugué el todo por el todo, intenté la salida. Avanzaba un paso y me detenía a escuchar: no fueran los cohetes, ahora menos frecuentes, a ocultarme algún ruido peligroso. Cuando pasé junto a la camilla, la simple curiosidad me llevó a levantar la sábana. En el acto recibí el mordisco. Con el desconcierto que es de imaginar, vi en la camilla un perro de caza, que se debatía para librarse de sus ataduras. Cuando ladró, salí precipitadamente, por temor de que alguien viniera.
LXI
Después de un cautiverio como el que pasé, usted no sabe lo que es andar suelto, de noche, por las calles del barrio. Me paré a mirar el cielo, busqué las estrellas que mi madre y Ceferina me mostraban cuando era chico, las Siete Cabritas, las Tres Marías, la Cruz del Sur y me dije que si no fuera por Paula y por mi buena suerte, la libertad no estaría menos lejos. Me volví, para mirar hacia atrás. No me seguían. En la esquina de Lugones y el pasaje, me volví por última vez y alguien me sujetó. Cuando vi que era Picardo, quise abrazarlo y por poco lo derribo.
– Viejo -le dije.
No retribuyó mi cordialidad. Preguntó:
– ¿Te largaron o te largaste? Si te meten de nuevo, no esperes que te saque el doctor. Se disgustó y me dijo que no le importa que te pudras adentro.
Yo debía estar medio vencido, porque en lugar de contestarle como corresponde, me quejé:
– Lindo saludo de Año Nuevo. Proseguí mi camino.
– Tampoco te lo van a dar en tu casa. Paré en seco, porque la frase me alarmó.
– ¿Se puede saber por qué?
– Porque no hay nadie. Todo el mundo salió. De parranda. ¿Comprendés o no comprendés?
Comprendí. Encontraría cerrada la puerta de casa y no tenía llave, porque la incautaron en el Frenopático, junto con la cédula. Era muy tarde. No sabía si presentarme en lo de Aldini y a usted no quería molestarlo. No iba a cargosear a los amigos, a esas horas, para preguntarles el paradero de mi mujer. Una inquietud legítima que más vale no ventilar. Me acordé, al rato, de la ventana de la cocina, que no cierra bien.
Por ahí entré sin dificultad. Con la perra nos abrazamos como dos cristianos. No sé cómo explicarme: faltaba poco para que me sintiera feliz, pero ese poco encerraba la enorme congoja de no saber dónde estaba mi señora. Me pregunté seriamente si no habría vuelto a su vieja costumbre de salir de noche y comenté con amargura: "Entonces no podrás quejarte. La tendrás de nuevo como fue siempre".
Miraba la cama, a la que tanto quise volver y me asusté de las cavilaciones que empezarían no bien me acostara. Llegué a preguntarme si lo mejor no sería emborracharse. Por cierto que no: yo tenía que mantener la mente despejada, por si venían a buscarme los del Frenopático.
En cuanto me acosté y cerré los ojos, vislumbré el pensamiento salvador. Si no fuera por la confusión en que me dejó Picardo -para mí que la palabra parranda me cayó mal- se me ocurre enseguida, porque era evidente. Pensé: "Ha de estar en casa de don Martín". Me levanté, corrí hacia el teléfono y temblando de esperanzas marqué el número. No contestaban. Cuando estaba por abandonar el intento, atendió Diana. Le juro que no podía creer que fuera yo.
– ¿Dónde estás? -preguntó.
– En casa -contesté.
Como si la emoción la estorbara, tardó en hablar.
– ¿Te escapaste?
– Sí.
Hubo un silencio. Después dijo:
– Qué suerte.
Pregunté:
– ¿Voy allá?
– Todos duermen -contestó-. Sabés cómo son: hacen un mundo por cualquier cosa. Me visto y voy.
– ¿Sola? Ni loca. ¿Dónde está Ceferina?
– En la pieza de Martincito. Antes de las doce estaba dormida. No quise que se quedara sola en casa. ¿Te cuento? Desde que te fuiste nos hemos hecho de lo más compañeras.
– ¿Cómo estás?
– Bien. Algo cansada, porque tuve un día interminable.
Me faltó coraje para decirle que iba a buscarla. Si estaba cansada, no la tendría esperando, para después traerla de vuelta.
– No falta mucho para mañana -le dije-. Ya estaremos juntos. Pensé que era un malcriado y que no había justificación para mi desencanto.
El otro día llegó pronto, con repetidos timbrazos que me despertaron. Sin pensar que Diana y Ceferina tienen llave, me dije: "Son ellas".
Era Samaniego.
LXII
De puro atropellado abrí la puerta y me encontré con el doctor en el jardín. Por un tiempo que me pareció largo estuvimos uno frente a otro, Samaniego muy tranquilo, yo decidido a cualquier cosa, a darle un empujón o a pedir socorro. La perra le mostraba los dientes. Para qué le voy a negar, el pasaje no es el Frenopático y yo me siento seguro. Como si hablara con un tercero, el doctor dijo: