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– Le recuperé a su Diana.

– No entiendo -le dije.

– Pero, amigo, usted nunca entiende -contestó de buen humor-. En el Instituto lo está esperando la señora, y ya no tendrá quejas. ¿Me sigue?

– ¿Con ese cuento me lleva al matadero? Le hago ver que soy menos idiota de lo que supone.

– No me interpreta -dijo-. ¿Por qué no la llama?

– Está en casa de mi suegro.

– Estaba. Ahora está en el Instituto. Llámela.

Entré; desde afuera me dijo un número, pero yo no hice caso y busqué en la guía. Llamé, pedí por Diana. Cuando oí su voz me pareció que la cabeza me daba vueltas.

– Que suerte que llamaste -dijo-. Vení a buscarme.

Le juro que era ella. Su voz expresaba ansiedad y, al mismo tiempo, alegría. Me defendí:

– ¿Por qué no te venís a casa?

Sentí el impulso de agregar: No soy tan cobarde como parezco.

Diana contestó:

– El doctor quiere hablar con nosotros. Quiere que pongamos en claro la situación, para acabar con los malentendidos que nos apartan.

– Casualmente el doctor está aquí.

– Hablá con él. A mí me convenció, pero hago lo que ustedes quieran.

Cuando me di vuelta, casi lo atropello a Samaniego. Estaba fumando, de pierna cruzada, lo más cómodo, en el sillón.

– Está en su casa -le solté irónicamente-. Una pregunta: ¿Por qué ese afán de llevarme al Frenopático?

– Para exhibirle una documentación completa, a efectos de que usted resuelva.

– ¿Cómo se las arregló para meter en la conspiración a la pobre Diana?

– Señor Bordenave, por favor, dígame con franqueza: ¿Tiene miedo de ir al Instituto? ¿Lo tratamos tan mal?

Un poco por sinceridad y otro poco porque no me gustan las quejas, le contesté:

– No, no me trataron mal.

– Lo sometimos a una cura de reposo y fortalecimiento. Entonces ¿por qué ese miedo?

No sabía si enfurecerme. Convencido del peso de mi argumento, me contuve y dije:

– A nadie le gusta que lo encierren.

– ¿Quién dijo que estaba encerrado?

– Quién no importa. El hecho es que estaba.

– No, señor, no estaba encerrado. Por lo demás, ni a mí ni al doctor Campolongo, que yo sepa, usted manifestó el menor deseo de retirarse. Si le hago una pregunta ¿se enoja?

– Depende.

– ¿Estuvo viendo en la televisión la serie sobre esos médicos de levita, que roban cadáveres?

– Borrasca al amanecer. Un amigo mío, el señor Aldini, la sigue.

– Yo también, y descubrí un hecho interesante: el temor a los médicos va siempre acompañado de incomprensión.

– No entiendo -le dije.

– Los diabólicos galerudos de la película, en realidad eran profesionales honestos, que robaban cadáveres para conocer mejor el cuerpo humano y salvar a los enfermos. ¿Me sigue?

– Lo sigo, pero eso ¿qué tiene que ver? Samaniego explicó:

– Para el común de la gente, en esa época de oscurantismo, el médico, sobre todo el investigador, era un personaje siniestro… Bueno, para los chicos todavía somos torturadores. Pero usted, señor Bordenave ¿por qué supone que tratamos de hacerle mal? Dígame ¿qué gano con encerrarlo? Por favor, si las cosas no me salen bien, no piense que soy un malvado, sino un chambón, como todo el mundo. Con esas palabras modestas me desarmó.

LXIII

No bien me tuvo en su despacho cambió de actitud.

– Quiero darle una última oportunidad -dijo.

Ya no era el amigo ansioso de ayudar, sino el doctor que habla al enfermo. Entré a maliciar que había caído en una trampa. Samaniego se entretuvo con un enfermero, al que daba órdenes. Yo miraba la guarda de cabecitas del escritorio, pero no me aguantaba de impaciencia. Cuando se fue el enfermero, Samaniego cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Sin acobardarme, le dije:

– ¿Ve? Eso no me gusta.

Volvió la llave para el otro lado.

– Si no le gusta, no cierro -dijo- Es una costumbre.

– Yo vine en la inteligencia de encontrar a mi señora.

– La encontrará -aseguró- pero antes aclaremos las cosas, para entendernos usted, la señora y yo.

– Hágame el favor. ¿Qué tiene que ver usted con nosotros? -le repliqué-: Nada.

Samaniego ocultó su cara pálida en sus manos también pálidas y muy grandes. Cuando las apartó por fin, observó:

– Usted siempre se enoja, señor Bordenave. Temo que esos desplantes impidan la comprensión. En perjuicio de todo el mundo, créame, de todo el mundo.

– No será para tanto. ¿Le digo francamente lo que pienso?

– Desde luego.

– Apostaría cualquier cosa que mi señora no está acá.

– Pero usted mismo habló con ella.

– Si hay una trampa, no me pida que se la explique -le contesté-. Apostaría cualquier cosa que usted usó a Diana como señuelo.

– ¿Me sigue, por favor? -dijo secamente.

Para no mostrarme terco, lo seguí, pero a disgusto. Al final del corredor había una puerta. La abrió Samaniego y entramos en una salita redonda, donde -me pareció increíble- estaba Diana. Hablaba por teléfono; no bien me vio, cortó la comunicación y se echó en mis brazos. Yo iba a preguntarle con quién hablaba, cuando me dijo:

– Te quiero. De eso tendrás que estar seguro. Te quiero.

Le dije que yo también la quería. Se apretó contra mí y empezó a llorar. Entonces me convencí de que las cavilaciones de esta última época no habían sido más que locuras -le di toda la razón al doctor, yo era la manzana podrida de nuestro matrimonio- y tomé la resolución de corregirme. Sin desconfianza, de ahora en adelante, aceptaría la felicidad que Diana me ofrecía a manos llenas.

– Parece cuento -le dije-. Tuve que pasar por esto para entender que no hay nadie con tanta suerte como yo.

– Gracias -me dijo.

– Nos vamos a casa. Te prometo que no voy a molestar más. Nos vamos ahora mismo.

Diana repuso: -Ahora mismo, no. -¿Por qué? -atiné a preguntar.

– Porque sé muy bien que hay cosas en mí que te gustan y cosas que no te gustan. He llegado a sospechar que a veces me mirás con recelo. Te juro que es horrible. ¡Yo te quiero tanto!

Insistí de buena fe:

– Te prometo que no voy a recaer en mis locuras. Francamente su contestación me asombró:

– Tal vez no sean locuras. Te pido que hablés con el doctor Samaniego. No sabés lo que me duele sentir que hay algo en mí que rechazás.

Me avine:

– Hablemos con el doctor.

– Los dos solos van a hablar con más libertad. Después de poner las cosas en claro,

si todavía me querés, me llamás. Yo estaré esperando.

El doctor me preguntó:

– ¿Volvemos a mi despacho?

Tomé las manos de Diana, la miré en los ojos y le dije:

– Siempre te voy a querer.

Movió la cabeza, como si dudara. Me fui con Samaniego.

LXIV

– Recapitulemos -murmuró el doctor y abrió los brazos como si dijera misa-. El alma de la señora estaba muy enferma.

– Tengo entendido que la ciencia niega el alma.

– La ciencia progresa un paso adelante y un paso atrás. Existe el alma y existe el cuerpo, exactamente como lo afirmaban los viejos libros. Hoy por hoy lo hemos comprobado. La medicina encontró el remedio para algunas enfermedades del cuerpo (poquísimas, ya lo sé); en cuanto a las enfermedades del alma…

– ¿Adónde va a llegar con todo esto?

– A la señora. Al estado actual de la señora. Permítame que retome el hilo de la explicación: a los pobres enfermos, a quienes el vulgo llama locos, prácticamente los curan a palos. Si no me cree ¿por qué no se corre hasta Vieytes y echa una ojeada?