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Contesté:

– Ahora mismo, si quiere.

Sonrió amistosamente, no sé por qué, y dijo:

– Yo he buscado nuevos caminos para la curación.

– ¿De los locos? ¿Pretende que mi señora está loca?

– De ninguna manera. Una simple perturbación, difícil de curar, eso sí.

– No entiendo.

– Trate de entender, porque de su respuesta dependerá lo que yo decida. Recuerde, señor Bordenave, que un médico de mi especialidad tiene algo de funcionario policial y hasta de juez.

Me pareció que amenazaba. Contesté:

– Si quiere que lo entienda, hable claro.

– Está bien. Como le decía, busqué nuevos métodos de curación. Pensé, el que se duerme, se calma, y recordé procedimientos para conciliar el sueño.

– ¿Existen?

– Cómo no. Mire lo que son las cosas, yo tenía dificultades para dormirme. Un señor me aconsejó "En cama, tome la postura que le convenga, cierre los ojos e imagine que avanza por una alameda. Cuanto más rápido avance, más rápido pasarán en sentido contrario los árboles. Con el movimiento se desdibujarán y usted se dormirá". La receta dio resultado hasta que una noche los álamos se me convirtieron en cipreses y desemboqué en un cementerio.

– ¿El cementerio lo desveló?

– Claro. Otro señor, el padre de un amigo, me aconsejó: "Imagine que entra en una ciudad. Pasa por tantas calles y tantas casas que al fin se cansa y se duerme. Para no fijar la atención, lo que sería contraproducente, convendría que no abunden los detalles y que la ciudad esté vacía". Ahora bien, una ciudad vacía trae recuerdos de películas de guerra, de ciudades conquistadas, de francotiradores que acechan desde las casas. En ese punto usted se desvela, porque teme un ataque.

– ¿Y por último dio con el procedimiento adecuado? -pregunté.

– Desde luego. Sin preguntar a nadie, casi le diré por instinto. Imagino un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega lentamente aguas abajo, por un río ancho y tranquilo.

– ¿Y entonces?

– Entonces -contestó- imagino que soy ese perro y me duermo.

– ¿Que usted es el perro?

– Claro. Le prevengo que un perrito ladrador no sirve. Tiene que ser un perro grande, preferiblemente de cabeza ancha.

Yo creo que el tema de esa conversación me tranquilizó. Era notable: si usted nos veía, nos tomaba por grandes amigos. Tratando de reaccionar, pensé: "No es cuestión de que me envuelva y me adormezca". Le dije:

– Usted iba a hablarme de sus métodos para curar a ciertos enfermos.

– Ya verá -dijo-. Mientras buscaba a la noche procedimientos para conciliar el sueño, de día buscaba procedimientos para curar el alma.

Me sentí muy inteligente, cuando observé:

– Se le ocurrió vincular una cosa y otra.

– Claro -contestó-. Buscaba una cura de reposo, y de algún modo intuí que para el hombre no había mejor cura de reposo que una inmersión en la animalidad.

– Ahora sí que no entiendo -le dije.

No se enojó. Me iba tan bien que temí que esa conversación desembocara en algo horrible.

LXV

A lo mejor el miedo me llevó a mostrarme tan razonable y amistoso. En mi aflicción me figuré que si no le daba pretextos, el doctor no iba a encerrarme. De pronto comprendí que si tenía un plan, no lo cambiaría aunque yo me hiciera el bueno. Empecé a inquietarme y cuando ya iba a interpelarlo, llamaron a la puerta. Entró un enfermero, o empleado, que estuvo hablándole de muy cerca, hasta que Samaniego contestó:

– Pásemela por el interno.

El enfermero se fue. Yo no sabía si hablar o esperar. Sonó la campanilla del teléfono y debí aguantarme. Mientras el doctor hablaba, traté de ordenar los pensamientos, para interrogarlo sobre mi señora, no bien colgara el tubo. Me sobresaltó notablemente cuando dijo: "No tema. De ninguna manera la perjudicaré". Repitió después: "Irreversible, señora, no tema. Irreversible". Tuve una corazonada por demás ingrata: la señora que hablaba con Samaniego era mi señora. El doctor le decía que para favorecerme no iba a perjudicarla. Como en una pesadilla, Diana estaba en contra de mí. Samaniego colgó el tubo, hundió la cara entre las manos, para finalmente apartarlas y preguntarme con una sonrisa:

– Dígame francamente, señor Bordenave: ¿qué es lo que usted más quiere en la señora?

Al oírle esa pregunta recordé que a veces me la había planteado yo mismo. La coincidencia, o lo que fuera, me dispuso favorablemente; dominé un poco los recelos y dije con sinceridad:

– La contestación no es fácil, doctor. A veces me pregunté si yo no quería sobre todo su físico… pero eso era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.

Sin impaciencia, pero con firmeza, replicó:

– Tiene que elegir.

– No entiendo -le aseguré.

– Por una vez lo justifico -respondió amablemente.

De nuevo se tapó la cara con las manos y guardó un silencio tan largo que me impacienté. Pregunté:

– ¿Por qué, doctor?

– ¿Recuerda lo que decía Descartes? ¿No? Cómo se va a acordar si nunca lo ha leído. Descartes pensaba que el alma estaba en una glándula del cerebro.

Dijo un nombre que sonó como pineral o mineral.

Pregunté:

– ¿El alma de mi señora?

Puso tanto fastidio en su respuesta, que me desorientó.

– El alma de cualquiera, mi buen señor. La suya, la mía.

– ¿Cómo se llama la glándula?

– Olvídela, porque no importa y ni siquiera tiene la función que le atribuyeron.

– Entonces ¿para qué la menciona?

– Descartes no se equivocó en lo principal. El alma está en el cerebro y podemos aislarla.

– ¿Cómo lo sabe? Contestó simplemente:

– Porque la hemos aislado.

– ¿Quiénes?

– Eso tampoco importa. Lo esencial es que logramos aislar el alma, sacarla si está enferma, curarla fuera del cuerpo.

Como si me interesara la explicación, pregunté:

– Mientras tanto, con el cuerpo ¿qué pasa?

– Desprovisto de alma, no sufre desgaste, se repone. Apostaría que su señora no volverá a tener esos herpes de labios, que tanto la molestaron.

"No" pensé. "No puede ser". Pregunté:

– No me diga que le sacaron el alma a mi señora.

– Lo que nos movió a intentar el experimento fue la absoluta falta de esperanzas de curarla por la terapéutica habitual.

Lo miré detenidamente, porque sospeché que se burlaba de mí. No se burlaba. Articulé como pude la pregunta.

– ¿Qué hicieron con su alma?

– Yo creo que usted adivinó, señor Bordenave. La traspasamos a una perra de caza, de pelaje picazo azulado, que elegimos por ser de índole tranquila, y mantuvimos el cuerpo a baja temperatura.

Aunque no me había compenetrado todavía del terrible sentido de su revelación, me apresuré a decir, como si quisiera probarle que entendía perfectamente.

– No me hará creer que me devolvieron a Diana.

Metió la cara entre las manos y la dejó ahí por los instantes más largos de mi vida. Por fin las apartó; su cara parecía la de un muerto.

– En cuanto al cuerpo, sí.

– ¿Y en cuánto al alma? Volvió a reanimarse.

– En cuanto al alma, señor Bordenave, ocurrió un hecho francamente imprevisible. Como usted comprenderá, en el Instituto procedemos de acuerdo a estrictas normas de prudencia.

Ponderó tanto sus normas de prudencia que me puse nervioso. Le pregunté:

– ¿Por qué no me dice de una vez qué pasó con el alma de mi señora?

– El alma de la señora -contestó- alojada en una perra de raza pointer y de temperamento tranquilo, no corría, dentro de lo que es lógico suponer, el menor riesgo.

Creí que me daba una buena noticia, hasta que algo me resultó sospechoso. Pregunté: