Las personas que nos quieren tienen derecho a odiarnos de vez en cuando. Como si llevarme por delante la hubiera alegrado, comentó:
– No ganamos gran cosa ¿no te parece?
Aunque sabía que lo prudente era callar, pregunté:
– ¿Qué te hace decir eso?
– En esta casa me tuvieron siempre para hacer la cama a desvergonzadas.
La voz le silbaba con la rabia. Le dije:
– Me voy a mis relojes.
Al pasar frente al baño creo que vi en el espejo a Adriana María medio despechugada. Menos mal que no la sorprendió Ceferina, porque hubiéramos tenido tema para rato.
XVI
Me volqué en los relojes empujado por una comezón misteriosa, a lo mejor por la esperanza de que el trabajo me tapara los pensamientos. Cuando faltaba poco para la cena, calculé que si mantenía el ritmo de actividad, para el fin de semana estarían listas las composturas prometidas para fin de mes.
Le tocó el turno al Systeme Roskopf del farmacéutico. Hablemos de lo que hablemos, don Francisco suelta siempre, como si respondiera a un mecanismo de relojería, sentencias del tipo: "Es mi crédito" o "Ya no se fabrican máquinas como éstas" o, si no, la que para él resume todas las ponderaciones: "Lo heredé del finado mi padre". Mientras desarmaba el reloj, yo pensaba: "Para no contrariar a Standle, permití que la encerraran en el Frenopático. Por algo dice Diana que los maridos, en el afán de quedar bien con el primer llegado, sacrifican a la mujer". No me pregunte qué le pasaba al Systeme Roskopf: trabajé en esa máquina con la mente muy lejos.
Al rato mis pensamientos y los mismos relojes se me volvieron insufribles. Creo que nuevamente le di la razón a Diana y aun sentí un rechazo por el oficio de relojero. ¿Por qué mirar de cerca detalles tan chicos? Me levanté del banco, anduve por el cuarto como un animal enjaulado, hasta que los carillones empezaron a sonar. Entonces apagué la luz y me fui.
Entré en el comedor, que estaba en la penumbra, con el televisor encendido. Créame, por un instante casi no aguanto la felicidad: de espaldas, frente a la pantalla ¿a quién veo? Usted acertó: a Diana. Yo corrí a abrazarla, cuando debió de oírme, o adivinó mi presencia, porque se volvió. Era Adriana María. Debo reconocer que se parece a mi señora; en morena, como le dije, y con notables diferencias de carácter. Al ver que no era Diana sentí contra la mujer tanto despecho que sin proponérmelo comenté a media voz: "No cualquiera toma su lugar". Tranquilamente Adriana María me dio la espalda y siguió mirando la televisión. Entonces pasó algo muy extraño. El despecho desapareció y me invadió de nuevo el bienestar. Ni uno mismo se entiende. Sabía que esa mujer no era mi señora, pero mientras no le viera la cara, me dejaba engañar por las apariencias. Probablemente usted pueda sacar de todo esto consecuencias bastante amargas acerca de lo que Diana es para mí. ¿No es más que su cabello, o menos todavía, la onda de su cabello sobre los hombros, y la forma del cuerpo y la manera de sentarse? Quisiera asegurarle que no es así, pero da trabajo poner en palabras un pensamiento confuso.
Usted dirá que Diana tiene razón, que la relojería es mi segunda naturaleza, que propendo a mirar de cerca los pormenores. Creo, sin embargo que la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de los sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos.
XVII
Por una hora larga me refugié de nuevo en los relojes. Cuando volví a la casa, Adriana María mostraba a Ceferina el árbol genealógico de los Irala. Se lo había preparado, a precio de oro, el mismo pelafustán de la Rural, que les contó que descendían de un Irala, del tiempo de la colonia. Como dice Aldini, solamente a mí pudo tocarme una familia tan enteramente distinta de cuanto se ve en esta época. Miré por encima del hombro de mi cuñada y al descubrir en uno de los últimos retoños el nombre Diana -figuro a su lado, unido por un guión- me conmoví. Pobre, está lucida, con un flojo como éste. De pronto levanté la vista y vi que Ceferina se reía. Probablemente se reía de la vanidad de mi cuñada, aunque tal vez me sorprendió cuando yo me pasaba la mano por los ojos. Para sorprender las ridiculeces ajenas la vieja es corno luz.
Un hecho parecía evidente: en mis tribulaciones más me valía no pedir comprensión a las mujeres que tengo cerca. Ceferina tomó un aire de suficiencia, de preguntar "¿No te lo decía?" A mí me gustaría saber qué me echaba en cara la vieja. Yo no me casé con mi cuñada, sino con mi señora. Usted me dirá: "Es bien sabido, uno supone que se casa con una mujer y se casa con una familia". Le aclaro que si fuera necesario yo me casaría de nuevo con Diana, aunque debiera llevar a babuchas a Adriana María, a don Martín y a Martincito. Por cierto, en aquellos días lamenté de veras que la cuñada fuera tan igual a mi señora.
A cada rato la confundía, lo que me sobresaltaba con la ilusión de tenerla de regreso a Diana. Me decía: "Voy a poner mi voluntad en que no me engañe otra vez". Créame, en mi situación, no conviene una persona parecida en la casa, porque todo el tiempo le recuerda a usted la ausencia de la verdadera.
A lo mejor ya le conté que soy un poco maniático; no aguanto, por ejemplo, el olor a comida en la ropa ni en el pelo. Diana siempre me embroma, me dice que tal vez no me interesen los antepasados, pero que tengo delicadezas de niño bien. Vaya uno a saber qué guisaba esa tarde Ceferina; lo cierto es que usted hacía de cuenta que tomaba su baño turco en el vapor del ajo. Debí de quejarme, porque Adriana María me preguntó:
– ¿Te molesta el olorcito? ¡A mí me da un hambre! Si querés, venite a mi pieza.
Antes de salir miré para atrás. Ceferina me guiñaba un ojo, aunque sabe perfectamente que a mí no me gusta que la gente piense disparates. La contrariedad se me habrá visto en la cara, porque Adriana María me preguntó con la mayor preocupación:
– ¿Qué le sucede al pobrecito? -apoyó las manos en mis hombros, me miró fijamente, sin titubear cerró la puerta de una patada e insistió con una voz muy cariñosa -¿Qué le sucede?
Yo quería librarme de sus brazos y salir de la pieza, porque no sabía qué decirle. No podía mencionar el guiño de Ceferina sin reavivar el encono entre las dos mujeres y a lo mejor sin dar a entender que desaprobaba, como una falta de tino, el hecho tan inocente de cerrar la puerta. De modo que no alegué el motivo del momento, sino el de toda hora. Obré así en la inteligencia de asegurarme la simpatía de mi cuñada.
– Me pregunto si no es una barbaridad -murmuré.
Debí de estar pálido, porque se puso a fregarme como si tratara de excitar, en todo mi cuerpo, la circulación de la sangre.
– ¿Dónde está la barbaridad? -exclamó, de lo más contenta. -¿Vos creés que fue indispensable?
– ¿Que fue indispensable qué?
Pronunció por separado cada palabra. Parecía una boba.
– Encerrarla en el Frenopático -aclaré.
No entiendo a las mujeres. Sin causa aparente, Adriana María pasó de la animación al cansancio. Un doctor que la veía a mi señora me dijo que eso ocurre cuando baja de golpe la presión de la sangre. Ahora mi cuñada parecía postrada, aburrida, sin ánimo para hablar ni para vivir. Yo estaba por aconsejarle que se vigilara la presión, cuando murmuró, tras visible esfuerzo:
– Es por su bien.
– No estoy seguro -contesté-. Quién sabe lo que sufre la pobrecita, mientras nosotros hacemos lo que se nos da la gana.