– No vales ni una moneda de cobre -me dice baba en tono severo-. No sé cómo voy a…
– Deja de chinchar a Pearl, ba. Deberías considerarte afortunado por tener una hija como ella. Yo me considero aún más afortunada por tenerla como hermana.
Todos miramos a May. Ella es así. Cuando habla, no puedes evitar escucharla. Cuando está en la habitación, no puedes evitar mirarla. Todo el mundo la quiere: nuestros padres, los conductores de rickshaw que trabajan para baba, las misioneras de la escuela, los pintores, los revolucionarios y los extranjeros que hemos conocido estos últimos años.
– ¿No vas a preguntarme qué he hecho hoy? -añade May, y su pregunta es ligera y alegre como las alas de un pájaro.
Esas palabras logran que yo desaparezca de la visión de mis padres. Aunque soy la hermana mayor, en muchos aspectos May cuida de mí.
– He ido al Metropole a ver una película, y después a la avenida Joffre a comprarme unos zapatos -cuenta May-. Como estaba cerca de la tienda de madame Garnet, en el hotel Cathay, he ido a recoger mi vestido nuevo. -En su voz aparece un deje de reproche-: Me ha dicho que no me lo entregará hasta que vayas a verla.
– Las muchachas de tu edad no necesitan un vestido nuevo cada semana -observa mama con ternura-. En ese sentido podrías parecerte más a tu hermana. Los Dragones no necesitan volantes, encajes ni lazos. Pearl es muy práctica para esas cosas.
– Baba puede permitírselo -replica May.
Él tensa las mandíbulas. ¿Es por lo que ha dicho May o se dispone a criticarme de nuevo? Abre la boca para decir algo, pero mi hermana lo interrumpe:
– Estamos en el séptimo mes y ya hace un calor insoportable. ¿Cuándo vas a enviarnos a Kuling, baba? No querrás que mama y yo nos pongamos enfermas, ¿verdad? La ciudad se vuelve insufrible en verano, y en esta época del año se está mucho mejor en las montañas.
May, con mucho tacto, me ha dejado al margen. De hecho, prefiero que sea así. Pero, en realidad, toda su cháchara es un truco para distraer a nuestros padres. Mi hermana me mira de soslayo, mueve la cabeza de un modo casi imperceptible y se pone rápidamente en pie.
– Vamos a arreglarnos, Pearl.
Retiro mi silla, contenta de librarme de la desaprobación paterna.
– ¡No! -Baba golpea la mesa con un puño.
Los platos tiemblan. Mama da un respingo. Yo me quedo inmóvil. Los vecinos de nuestra calle admiran a mi padre por su visión para los negocios. Él ha vivido el sueño de todos los nativos de Shanghai y de los extranjeros llegados de todos los rincones del planeta en busca de fortuna. Empezó sin nada, y poco a poco alcanzó una buena posición social. Antes de que yo naciera, dirigía un negocio de rickshaws en Cantón; no era el propietario, sino un subcontratista que alquilaba rickshaws a setenta centavos el día y luego se los alquilaba a noventa centavos a un subcontratista menor, quien, a su vez, se los alquilaba a los conductores de rickshaw a un dólar por día. Cuando hubo ganado suficiente dinero, nos trajo a vivir a Shanghai y montó su propia empresa de rickshaws. «Aquí hay más oportunidades», le gusta decir, como seguramente dicen todos los habitantes de esta ciudad. Baba nunca nos ha contado cómo se hizo tan rico ni cómo consiguió esas oportunidades, y yo no tengo valor para preguntárselo. Todo el mundo está de acuerdo, incluso dentro de las familias, en que es mejor no preguntar sobre el pasado, porque en Shanghai todo el mundo ha venido huyendo de algo o tiene algo que esconder.
A May no le importan esas cosas. La miro y sé perfectamente qué le gustaría decir: «No quiero oírte decir que no te gusta nuestro peinado. No quiero oír que no deseas que enseñemos los brazos ni las piernas. No, a nosotras no nos interesa conseguir "un empleo fijo de jornada completa". Quizá seas mi padre, pero, pese a todo el ruido que haces, eres un hombre débil y no quiero escucharte.» En lugar de eso, ladea la cabeza y lo mira de una forma desarmante. May aprendió ese truco cuando era muy pequeña, y ha ido perfeccionándolo con los años. Su soltura y naturalidad conmueven a cualquiera. Sus labios esbozan una sonrisa. Le da unas palmaditas a baba en el hombro, y él se fija en sus uñas, que, como las mías, están pintadas de rojo a base de aplicarles varias capas de jugo de balsamina. Tocarse -incluso entre miembros de la familia- no es del todo tabú, pero desde luego no se considera correcto. Los miembros de una familia educada no se dan besos, abrazos ni palmaditas cariñosas. De modo que May sabe muy bien qué efecto ejerce al tocar a nuestro padre. Aprovechando la distracción y la repulsión de baba, May se da la vuelta y yo corro tras ella. Ya hemos dado unos pasos cuando baba nos grita:
– ¡No os vayáis, por favor!
Pero May se limita a reír, como de costumbre:
– Esta noche trabajamos. No nos esperéis levantados.
La sigo escaleras arriba, y las voces de nuestros padres nos acompañan componiendo una canción discordante. Mama marca la melodía:
– Compadeceré a vuestros esposos: «Necesito unos zapatos», «Quiero comprarme un vestido», «¿Me comprarás entradas para la ópera?».
Baba, con su voz grave, interpreta el bajo:
– Volved aquí. Volved, por favor. Tengo que contaros una cosa.
May no les presta atención; yo intento imitarla, admirando cómo cierra los oídos a las palabras y la insistencia de nuestros padres. En eso, como en tantas otras cosas, somos polos opuestos.
Cuando hay dos hermanos -o los que sean y del sexo que sea-, siempre se establecen comparaciones. May y yo nacimos en Yin Bo, una aldea situada a menos de medio día a pie de Cantón. Sólo nos llevamos tres años, pero somos muy diferentes. Ella es graciosa; a mí me critican por ser demasiado seria. Ella es menuda y tiene una exuberancia adorable; yo soy alta y delgada. A May, que sólo ha terminado la enseñanza secundaria, no le interesa leer otra cosa que las columnas de cotilleos; yo me gradué en la universidad hace cinco semanas.
Mi primera lengua fue el sze yup, el dialecto que se habla en los Cuatro Distritos de la provincia de Kwangtung, donde se encuentra nuestro pueblo natal. He tenido maestros americanos y británicos desde los cinco años, así que mi inglés roza la perfección. Considero que hablo cuatro idiomas con fluidez: inglés británico, inglés americano, dialecto sze yup (uno de los muchos dialectos cantoneses) y dialecto wu (una versión del mandarín que sólo se habla en Shanghai). Vivo en una ciudad cosmopolita, así que empleo los términos ingleses de lugares y ciudades chinos como Cantón, Chungking y Yunnan; utilizo el cheongsam cantonés en lugar del ch'ipao mandarín para referirme a la ropa china; alterno los modismos británicos y americanos; para aludir a los extranjeros, utilizo indistintamente el mandarín fan gwaytze -diablos extranjeros- y el cantonés lo fan -fantasmas blancos-; y para hablar de May utilizo la palabra cantonesa moy moy -hermana pequeña- en lugar de la mandarina mei mei. Mi hermana no tiene facilidad para los idiomas. Vinimos a Shanghai cuando ella era un bebé y nunca aprendió sze yup, salvo algunas palabras para designar ciertos platos e ingredientes. May sólo sabe inglés y el dialecto wu. Dejando aparte las peculiaridades de los dialectos, el mandarín y el cantonés tienen en común más o menos lo mismo que el inglés y el alemán: están relacionados, pero son ininteligibles para quien no los habla. Por eso, a veces mis padres y yo nos aprovechamos de la ignorancia de May y recurrimos al sze yup para burlarnos de ella o engañarla.