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Al ponerse en marcha, los músculos del chico se contraen por el esfuerzo. Al poco alcanza un trote cómodo, y el impulso del rickshaw relaja la tensión de sus hombros y su espalda. El chico tira como una bestia de carga, pero lo único que yo siento es libertad. De día, utilizo una sombrilla cuando voy de compras, de visita o a clase de inglés. Pero de noche no tengo que preocuparme por mi piel. Voy con la espalda erguida y respiro hondo. Miro a May. Está tan relajada que, en un gesto de imprudencia, deja que la brisa agite su cheongsam y se lo abra hasta más arriba de las rodillas. Es muy coqueta, y en ninguna otra ciudad como en Shanghai podría exhibir sus habilidades, su risa, su hermosa piel y su agradable conversación.

Pasamos un puente sobre el canal Soochow y luego torcemos a la derecha, alejándonos del río Whangpoo y su tufo a petróleo, algas, carbón y aguas residuales. Me encanta Shanghai. No es como otras ciudades de China. En lugar de tejados con aleros ahorquillados y tejas vidriadas, nosotros tenemos mo t'ien talou -grandes edificios mágicos- que llegan hasta el cielo. En lugar de puertas de luna, mamparas de los espíritus, ventanas con intrincadas celosías y columnas rojas lacadas, nosotros tenemos edificios neoclásicos de granito decorados con obra de hierro art déco, dibujos geométricos y cristales grabados. En lugar de bosquecillos de bambú como adorno en riachuelos o sauces con las ramas sumergidas en los estanques, nosotros tenemos villas europeas con fachadas limpias, elegantes balcones, hileras de cipreses y césped bien cortado y bordeado de pulcros arriates de flores. En la ciudad vieja todavía hay templos y jardines, pero el resto de Shanghai se arrodilla ante los dioses del comercio, la riqueza, la industria y el pecado. En la ciudad hay almacenes donde se cargan y descargan mercancías, hipódromos y canódromos, innumerables cines, y clubs donde bailar, beber y practicar sexo. En Shanghai habitan millonarios y mendigos, gángsters y jugadores, patriotas y revolucionarios, artistas y caudillos, y la familia Chin.

El conductor del rickshaw nos lleva por callejones estrechos por donde sólo pueden pasar peatones, rickshaws y carretillas con bancos acoplados para transportar clientes; luego llega a Bubbling Well Road. Entra al trote en el elegante bulevar; no le dan ningún miedo los Chevrolet, los Daimler y los Isotta-Franchini que pasan a su lado a toda velocidad. En un semáforo, unos niños mendigos se meten entre los coches, rodean nuestro rickshaw y nos tiran de la ropa. En todas las manzanas huele a muerte y descomposición, a jengibre y pato asado, a perfume francés e incienso. Las voces estridentes de los lugareños, el constante clic-clic-clic de los ábacos y el traqueteo de los rickshaws que recorren las calles conforman el sonido de fondo que me indica que estoy en casa.

El conductor se detiene en el límite entre la Colonia Internacional y la Concesión Francesa. Le pagamos, cruzamos la calle, rodeamos a un bebé muerto que han dejado en la acera, buscamos a otro conductor de rickshaw con licencia para entrar en la Concesión Francesa y le damos la dirección de Z.G., en una bocacalle de la avenida Lafayette.

Este conductor está aún más sucio y sudado que el anterior. La camisa, hecha jirones, apenas le cubre la masa de protuberancias óseas en que se ha convertido su cuerpo. Titubea un momento antes de adentrarse en la avenida Joffre; la calle lleva un nombre francés, pero es el centro vital de los rusos blancos. Por todas partes hay letreros en cirílico. Aspiramos el aroma a pan y dulces recién hechos que sale de las panaderías rusas. En los clubs ya se oye música y baile. A medida que nos acercamos al apartamento de Z.G., el ambiente del barrio va cambiando de nuevo. Pasamos por delante del callejón de la Felicidad, donde hay más de ciento cincuenta burdeles. De esta calle salen muchas de las Flores Famosas de Shanghai -las prostitutas más renombradas de la ciudad- que cada año son elegidas para aparecer en las portadas de las revistas.

El conductor se detiene; nos apeamos y le pagamos. Mientras subimos por la desvencijada escalera hasta el tercer piso del edificio de apartamentos de Z.G., me arreglo los rizos alrededor de las orejas con las puntas de los dedos, me froto los labios uno contra otro para corregir el carmín y me coloco bien el cheongsam para que la seda, cortada al bies, caiga perfectamente sobre mis caderas. Cuando Z.G. nos abre la puerta, vuelve a sorprenderme lo atractivo que es: delgado, con una tupida mata de rebelde cabello negro, gafas grandes y redondas, de montura metálica; y un porte y una mirada intensos que evocan noches largas, temperamento artístico y fervor político. Yo soy alta, pero él aún más. Ésa es una de las cosas que me encantan de él.

– Estáis perfectas con esos vestidos -dice, entusiasmado-. ¡Pasad! ¡Pasad!

Nunca sabemos qué nos tiene preparado para la sesión. Últimamente están de moda las jóvenes a punto de zambullirse en una piscina, jugando al minigolf o tensando un arco para lanzar una flecha hacia el cielo. Las mujeres sanas y en buena forma son un ideal. ¿Quién mejor para criar a los hijos de China? La respuesta: una mujer que sepa jugar al tenis, conducir un coche, que fume cigarrillos y que, sin embargo, siga pareciendo lo más accesible, sofisticada y conquistable posible. Nos pedirá Z.G. que simulemos estar a punto de pasar la tarde bailando y tomando té? ¿O compondrá una escena completamente ficticia y nos pedirá que luzcamos unos trajes alquilados? ¿Tendrá que interpretar May a Mulan, la gran guerrera, devuelta a la vida para anunciar el vino Parrot? ¿Me maquillará como a Du Liniang, la doncella de El pabellón de las peonías, para ensalzar las virtudes del jabóux?

Nos conduce hasta el escenario que ha preparado: un acogedor rincón con una butaca muy mullida, un biombo chino intrincadamente tallado y tiesto de cerámica decorado con una cenefa de nudos interconectados, del que salen unas ramitas de ciruelo en flor que aportan una a de naturaleza.

– Hoy vamos a vender cigarrillos My Dear -anuncia-. Tú siéntate en la butaca, May -indica, y cuando ella lo hace, él se retira unos pasos y la mira con fijeza.

Me encanta Z.G. por la galantería y la sensibilidad que demuestra con mi hermana. Al fin y al cabo, May es muy joven, y lo que nosotras hacemos no es precisamente algo que haga la mayoría de las muchachas bien educadas.

– Más relajada -le pide-, como si hubieras pasado la noche fuera y quisieras confiarle un secreto a tu amiga.

Después colocar a May, me pide que me acerque. Me sujeta por las caderas y gira mi cuerpo hasta que quedo sentada en el borde del respaldo de la butaca de May.

– Me encanta vuestra esbeltez y la longitud de vuestras extremidades -dice, mientras me mueve el brazo hacia delante para que apoye el peso del cuerpo sobre la mano y quede suspendida sobre May.

Me extiende los dedos, separando el meñique del resto. Su mano reposa un momento sobre la mía; luego vuelve a retirarse para contemplar su composición. Satisfecho, nos da unos cigarrillos-. Ahora, Pearl, inclínate hacia May como si acabaras de encender tu cigarrillo con el suyo.

Lo hago. Él se adelanta por última vez para apartar un rizo de la mejilla de May y ladearle la cabeza, sujetándola por la barbilla, hasta que la luz ilumina correctamente sus pómulos. Tal vez Z.G. prefiera pintarme y tocarme a mí -algo que siento como prohibido-, pero es el rostro de May el que vende de todo, desde cerillas hasta carburadores.

Se sitúa detrás del caballete. No le gusta que hablemos ni que nos movamos mientras pinta, pero nos entretiene poniendo música en el fonógrafo y charlando.

– ¿Para qué estamos aquí, Pearl?, ¿para ganar dinero o para divertirnos? -No espera a que le conteste. No quiere una respuesta-. ¿Para empañar o para bruñir nuestra reputación? Yo digo que ni para lo uno ni para lo otro. Lo que hacemos es otra cosa. Shanghai es el centro de la belleza y la modernidad. Un chino adinerado puede comprar cualquier cosa que vea en uno de nuestros calendarios. Los que tienen menos dinero pueden aspirar a poseer esas cosas. ¿Y los pobres? Los pobres sólo pueden soñar.