Nos sentamos hombro con hombro, entrechocamos las copas y damos un sorbo de champán. Betsy es americana. Su padre trabaja para el Departamento de Estado. Me gustan sus padres porque les caigo bien y porque no impiden que Betsy se relacione con chinos, como hacen muchos padres extranjeros. Nos conocimos en la misión metodista, adonde a ella la enviaron a ayudar a los infieles y a mí a aprender las costumbres occidentales. ¿Es mi mejor amiga? No exactamente. Mi mejor amiga es May. Betsy ocupa el segundo lugar, pero a mucha distancia.
– Estás muy guapa -le digo-. Me encanta tu vestido.
– ¡Faltaría más! Me ayudaste a comprarlo. De no ser por ti, parecería una vaca.
Betsy es tirando a fornida y, por desgracia, su madre es una de esas americanas pragmáticas que no tienen ni idea de moda; por eso acompañé a mi amiga a una modista para que le hiciera algunos trajes decentes. Esta noche está muy guapa con un vestido tubo de raso bermellón, con un broche de diamantes y zafiros sobre el pecho izquierdo. Sus rizos rubios, sueltos, le acarician los hombros pecosos.
– Mira qué tiernos -dice, apuntando con la barbilla a Z.G. y May.
Los vemos bailar mientras cotilleamos sobre nuestras amigas del colegio. Cuando acaba la canción, Z.G. y May vuelven a la mesa. Esta noche el pintor tiene la suerte de gozar de la compañía de tres mujeres, y, cumpliendo con su obligación, baila con las tres.
Hacia la una llega Tommy Hu. May se ruboriza al verlo. Mama juega al majong con su madre desde hace muchos años, y ambas mujeres siempre han confiado en unir nuestras familias. Mama se alegrará mucho cuando se entere de este encuentro.
A las dos de la madrugada salimos del Casanova. Estamos en julio y hace un calor muy húmedo. Todo el mundo sigue despierto, incluso los niños y los ancianos. Ha llegado el momento de comer algo.
– ¿Vienes con nosotros? -le pregunto a Betsy.
– No lo sé. ¿Adónde vais?
Todos miramos a Z.G. Él menciona una cafetería de la Concesión Francesa, un sitio muy frecuentado por intelectuales, artistas y comunistas.
Betsy no lo duda ni un instante.
– Pues vamos. Podemos ir en el coche de mi padre.
El Shanghai que adoro es un lugar fluido, donde se mezclan gentes muy interesantes. A veces Betsy me lleva a tomar café americano y tostadas con mantequilla; a veces yo la llevo a los callejones a comer hsiao ch'ih, pequeñas bolas de arroz apelmazado envueltas en hojas de junco, o pastelillos hechos con pétalos de casia y azúcar. Cuando está conmigo, Betsy se vuelve aventurera; en una ocasión me acompañó a la ciudad vieja a comprar unos regalos. En ocasiones me da miedo entrar en los parques de la Colonia Internacional, adonde, hasta que cumplí diez años, los chinos tenían prohibido el acceso, salvo las niñeras a cargo de niños extranjeros y los jardineros. Pero cuando estoy con Betsy nunca tengo miedo ni me pongo nerviosa, porque ella siempre ha entrado en esos parques.
La cafetería está poco iluminada y llena de humo, pero no nos sentimos fuera de lugar con nuestra ropa elegante. Nos unimos a un grupo de amigos de Z.G. Tommy y May apartan sus sillas de la mesa para hablar tranquilamente y para evitar una acalorada discusión sobre a quién pertenece nuestra ciudad: a los británicos, a los americanos, a los franceses o a los japoneses. Los chinos superamos en número a los extranjeros, incluso en la Colonia Internacional, y sin embargo no tenemos derechos. A May y a mí no nos preocupa si podemos testificar en un tribunal contra un extranjero o si nos dejarán entrar en uno de sus clubs, pero Betsy proviene de otro mundo.
– Cada año -dice, abriendo mucho sus ojos claros y vehementes- se recogen más de veinte mil cadáveres de las calles de la Colonia Internacional. Todos los días pasamos por encima de esos cadáveres, pero no veo que vosotros hagáis nada al respecto.
Betsy cree en la necesidad del cambio. Supongo que la pregunta es por qué nos tolera a May y a mí, ya que no prestamos atención a lo que sucede alrededor.
– ¿Nos estás preguntando si amamos a nuestro país? -inquiere Z.G.-. Hay dos clases de amor, ¿no te parece? Ai kuo es el amor que sentimos por nuestro país y nuestro pueblo. Ai jen es lo que podría sentir por mi amante. Uno es patriótico; el otro, romántico. -Me mira y yo me sonrojo-. ¿Por qué no podemos tener ambos?
Salimos de la cafetería cerca de las cinco de la mañana. Betsy se despide agitando la mano y sube al coche de su padre, donde la espera el chófer. Les decimos buenas noches -o buenos días- a Z.G. y Tommy y paramos un rickshaw. Una vez más, cambiamos de rickshaw al llegar a la frontera de la Concesión Francesa, y luego continuamos hasta casa traqueteando por la calzada adoquinada.
La ciudad, como un mar inmenso, no ha dormido. La noche se consume, y empiezan a fluir los ciclos y los ritmos matutinos. Los orinaleros empujan sus carretillas por los callejones, gritando: «¡El orinalero! ¡Vacíen sus orinales!» Shanghai ha sido una de las primeras ciudades en tener electricidad, gas, teléfono y agua corriente, pero estamos muy atrasados en el tratamiento de las aguas residuales. Sin embargo, los campesinos de la región pagan precios muy elevados por nuestros residuos, muy ricos debido a nuestra dieta. Después de los orinaleros vienen los vendedores ambulantes matutinos, con sus gachas hechas de semillas de lágrimas de Job, hueso de albaricoque y semillas de loto, sus pastelillos de arroz cocidos con rosa rugosa y azúcar blanco, y sus huevos estofados en hojas de té con cinco especias.
Llegamos a casa y pagamos al conductor del rickshaw. Levantamos el pestillo de la verja y recorremos el sendero hasta la puerta principal. La humedad de la noche acentúa el aroma de las flores, los matorrales y los árboles, y nos embriaga el olor a jazmín, magnolia y pino enano que desprende nuestro jardín. Subimos los escalones de piedra y pasamos bajo la mampara de madera tallada que impide que los malos espíritus entren en la casa, una deferencia a las supersticiones de mama. Nuestros tacones resuenan sobre el parquet del recibidor. En el salón, situado a la izquierda, hay una luz encendida. Baba está despierto, esperándonos.
– Sentaos y no digáis nada -ordena, señalando el sofá que tiene justo enfrente.
Obedezco; luego entrelazo las manos sobre el regazo y cruzo los tobillos. Si lo hemos enfurecido, es mejor adoptar una actitud recatada. La expresión de angustia que tiene mi padre desde hace semanas se ha convertido en una máscara dura e inmóvil. Las palabras que pronuncia a continuación cambian mi vida para siempre:
– Os he concertado un matrimonio a las dos. La ceremonia se celebrará pasado mañana.
Los hombres de la Montaña Dorada
– ¡No tiene gracia! -exclama May con una risita.
– No es ninguna broma -contesta baba-. He concertado vuestros matrimonios.
Me cuesta asimilar sus palabras.
– ¿Qué pasa? -pregunto-. ¿Está enferma mama?
– Ya os lo he dicho, Pearl. Tenéis que escucharme y hacer lo que yo diga. Soy vuestro padre. Las cosas funcionan así.
Me gustaría poder expresar lo absurdo que suena.
– ¡No pienso casarme! -exclama May, indignada.
– Ya no vivimos en la época feudal -intento razonar-. No es como cuando os casasteis mama y tú.
– Tu madre y yo nos casamos en el segundo año de la República -refunfuña él, aunque ésa no es la cuestión.
– Pero fue un matrimonio concertado -replico-. ¿Ha venido una casamentera a preguntarte sobre nuestras habilidades para tejer, coser o bordar? -Mi voz refleja lo ridículo de la situación-. ¿Has comprado para mi dote un inodoro decorado con dibujos de dragones y aves fénix que simbolicen mi perfecta unión? ¿Vas a darle a May un inodoro lleno de huevos rojos que transmita a sus suegros el mensaje de que tendrá muchos hijos varones?