May no se encuentra en la misma situación que nosotros. Ella está casada con un ciudadano americano de verdad, y lleva cinco años viviendo en el país. Se convierte en la primera persona de nuestro edificio que consigue la nacionalidad.
Transcurren los meses y la guerra continúa. Procuramos llevar una vida lo más normal posible pensando en Joy, y nuestros esfuerzos obtienen su compensación. A Joy le va tan bien en la escuela que sus maestras de parvulario y de primer curso la recomiendan para un programa especial de segundo curso. Trabajo con Joy todo el verano para prepararla, y hasta la señorita Gordon -que ha mostrado un gran interés por sus progresos- viene al apartamento una vez a la semana para ayudarla con sus ejercicios de matemáticas y de comprensión de textos.
Quizá le esté exigiendo demasiado, porque la niña sufre un fuerte resfriado de verano. Luego, dos días después del bombardeo de Hiroshima, su resfriado se agrava. Tiene fiebre alta, se le inflama mucho la garganta y tose tanto que vomita. Yen-yen va al herborista, que le prepara una infusión amarga. Al día siguiente, mientras estoy trabajando, Yen-yen vuelve a llevar a Joy al herborista, que le insufla unas hierbas pulverizadas en la garganta. Sam y yo oímos por la radio que han lanzado otra bomba, esta vez sobre Nagasaki. El locutor dice que la destrucción causada por la bomba es terrible y muy extensa. Las autoridades de Washington son optimistas respecto al fin de la guerra.
Sam y yo cerramos el restaurante y vamos a toda prisa al apartamento, deseosos de compartir la noticia con el resto de la familia. Cuando llegamos, vemos que a Joy se le ha inflamado tanto la garganta que está empezando a ponerse morada. En otros sitios, la gente está contenta -muchos hijos, hermanos y maridos volverán pronto a casa-, pero Sam y yo estamos muy asustados y sólo podemos pensar en Joy. Queremos llevarla a que la vea un médico occidental, pero no conocemos a ninguno, y no tenemos coche. Estamos hablando de cómo encontrar un taxi cuando llega la señorita Gordon. En medio del alboroto por la noticia de las bombas, y angustiados por el estado de Joy, hemos olvidado que hoy nuestra hija tenía clase. En cuanto la señorita Gordon ve a Joy, me ayuda a envolverla en una manta, y luego la lleva en su coche al Hospital General, donde, según dice, «atienden a personas como ustedes». Pocos minutos después de llegar al hospital, un médico le practica una incisión en el cuello para que pueda respirar.
Menos de una semana después del encuentro de Joy con la muerte, termina la guerra, y Sam -conmocionado por haber estado tan cerca de perder a su hija- aparta trescientos dólares de nuestros ahorros y compra un Chrysler de segunda mano. Es un coche viejo y abollado, pero es nuestro. En la última fotografía de los años de la guerra, Sam está al volante del Chrysler; Joy, sentada en el parachoques; y yo, de pie junto a la puerta del pasajero. Nos disponemos a dar nuestro primer paseo dominical en coche.
Diez mil felicidades
– Una gardenia por quince centavos -recita una melodiosa voz-. Dos por veinticinco centavos.
La niña situada detrás de la mesa es adorable. Su negro cabello reluce bajo las luces de colores, su sonrisa te cautiva, sus dedos parecen mariposas. Mi hija, mi Joy, tiene su propio «lugar de negocio», como ella lo llama, y lo lleva estupendamente para ser una niña de diez años. Los fines de semana, desde las seis de la tarde hasta medianoche, vende gardenias delante del restaurante, donde puedo vigilarla; pero ella no necesita que la protejan. Es un Tigre: valiente. Es mi hija: tenaz. Es la sobrina de su tía: hermosa. Tengo una buena noticia. Quiero hablar a solas con May para contársela, pero al ver a Joy vendiendo gardenias, ambas nos quedamos extasiadas y paralizadas.
– Mira qué preciosa es -susurra May-. Y qué bien lo hace. Estoy contenta de que le guste y de que gane algo de dinero. Al final todo ha salido bien, ¿verdad?
May está muy guapa esta noche: parece la esposa de un millonario con su vestido de seda roja. Viste muy bien, porque puede permitirse el lujo de gastar a su antojo el dinero que gana. Hace poco cumplió veintinueve años. ¡Cómo lloraba! Parecía que cumpliera ciento veintinueve. Pero para mí sigue siendo la misma que cuando éramos chicas bonitas. Sin embargo, ella está muy preocupada por los kilos de más y las arrugas. Últimamente, llena su almohada de hojas de crisantemo para despertar con los ojos limpios e hidratados.
– China City es una atracción turística, de modo que ¿quién puede vender más? Pues el más pequeño y el más mono -coincido-. Y Joy es muy lista. Está muy atenta para que no le roben nada.
– Por un centavo más, canto God Bless America -le dice Joy a una pareja que se ha parado junto a su mesa.
Sin esperar respuesta, se pone muy seria y empieza a cantar con voz alta y clara. En la escuela americana ha aprendido todas las canciones patrióticas -My Country, 'Tis of Thee y You're a Grand Old Flag-, además de temas como My Darling Clementine y She'll Be Comin' Round the Mountain-. En la Misión Metodista China de Los Ángeles Street ha aprendido a cantar Jesus Is All the World to Me y Jesus Loves Even Me en cantonés. Entre el trabajo, la escuela americana y la escuela china -a la que asiste de lunes a viernes de cuatro y media a siete y media, y los sábados de nueve a doce-, es una niñita atareada pero feliz.
Joy me mira y sonríe mientras le tiende una mano a la pareja. Este truco -hacer pagar al cliente por cosas que quizá no quiera- lo ha aprendido de su abuelo. El marido le pone unas monedas en la palma y ella cierra la mano, rápida como un mono. Mete las monedas en una lata y le da una gardenia a la mujer. Una vez que ha terminado con un cliente, Joy lo despide rápidamente; eso también lo ha aprendido de su abuelo. Todas las noches cuenta el dinero y se lo entrega a Sam, que cambia las monedas por billetes; luego él me da esos billetes para que los guarde con el dinero para la universidad de la niña.
– Quince centavos por una gardenia -canturrea con expresión solemne pero encantadora-. Dos por veinticinco centavos.
Entrelazo un brazo con el de mi hermana.
– Vamos a tomar una taza de té. Joy no nos necesita.
– Pero no en el restaurante, ¿de acuerdo? -A May no le gusta que la vean en el restaurante, porque ya no tiene suficiente categoría para ella.
– De acuerdo.
Le hago una seña a Sam, que está detrás de la barra cocinando algo en un wok. Sam ha ascendido a segundo cocinero, pero puede vigilar a nuestra hija mientras yo tomo un té con May.
Recorremos las callejuelas de China City hacia la tienda de trajes y piezas de atrezo que ella heredó de Tom Gubbins. Hace diez años que llegamos a Los Ángeles; hace diez años que pisamos China City. La primera vez que entré por la puerta de la Gran Muralla en miniatura no tenía ninguna conexión con este sitio. Ahora nos sentimos como en casa: es un lugar conocido, cómodo y muy querido. Esta no es la China de mi pasado -las bulliciosas calles de Shanghai, los mendigos, la diversión, el champán, el dinero-, pero aquí encuentro cosas que me la recuerdan: los risueños turistas, los tenderos ataviados con trajes tradicionales, los olores provenientes de los bares y restaurantes, y la despampanante mujer que va a mi lado y que resulta que es mi hermana. Mientras caminamos, veo mi imagen reflejada en los escaparates y me transporto a nuestra infancia: recuerdo cómo nos vestíamos en nuestra habitación y nos mirábamos en el espejo, cómo contemplábamos nuestros retratos de chicas bonitas colgados en las paredes, cómo íbamos juntas por la calle Nanjing y nos sonreíamos en los escaparates, y cómo Z.G. capturaba y pintaba nuestra belleza perfecta.
Ahora hemos cambiado. Yo tengo treinta y dos años y ya no soy una madre inexperta, sino una mujer satisfecha consigo misma. Mi hermana está en la flor de la vida. En su interior todavía arde el deseo de que la miren y admiren. Cuanto más lo alimenta, más necesita. Nunca está satisfecha. Lleva esa enfermedad en los huesos desde que nació; es una Oveja y necesita que la cuiden, la acaricien y admiren. No es Anna May Wong y nunca lo será, pero sigue trabajando en películas y consigue papeles más variados -de cajera antojadiza, doncella risueña pero inepta, estoica esposa de un empleado de lavandería- que cualquier otro habitante de Chinatown. Eso la convierte en una estrella del vecindario, y en una estrella para mí.