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– Se han abierto muchas puertas -afirma tío Fred. Ha vuelto de la guerra con una caja llena de medallas. Su inglés, que ya era bastante bueno al principio, ha mejorado durante el servicio, pero con nosotros todavía habla en sze yup. Pensábamos que volvería a trabajar en el Golden Dragon Café, pero no-. Miradme a mí: el gobierno me ayuda a pagarme la universidad y la vivienda. -Levanta su botella de cerveza-. ¡Gracias, Tío Sam, por ayudarme a ser dentista! -Da un sorbo y añade-: El Tribunal Supremo dice que podemos vivir donde queramos. A ver, ¿dónde os gustaría vivir?

Sam se pasa una mano por el cabello y luego se rasca la nuca.

– Donde nos acepten. Tampoco quiero vivir donde no nos quieran.

– Por eso no te preocupes. Ahora los lo fan son mucho más tolerantes con nosotros. Muchos han pasado por las Fuerzas Armadas. Han conocido a gente de los nuestros y han combatido a su lado. Os recibirán bien en todas partes.

Más tarde, cuando todos se marchan a sus casas y Joy ya duerme en el sofá del salón (que es donde duerme ahora), Sam y yo seguimos hablando del bebé y de la posibilidad de mudarnos.

– Si tuviéramos nuestra propia casa, podríamos hacer lo que quisiéramos -dice Sam en sze yup. Y añade en inglés-: Tendríamos intimidad. -En chino no hay ninguna palabra que exprese el concepto de intimidad, pero nos encanta la idea-. Y todas las esposas sueñan con alejarse de sus suegras.

Yo no me siento dominada por Yen-yen, pero la idea de salir de Chinatown y darles a Joy y a nuestro bebé nuevas oportunidades me anima mucho. Sin embargo, nosotros no somos como Fred. No podemos acogernos a las leyes de ayuda a los veteranos para adquirir una casa. Ningún banco le concedería un préstamo a un chino, y no confiamos en los bancos americanos porque no queremos deberles dinero a los americanos. Pero Sam y yo hemos ahorrado, y tenemos escondido nuestro dinero en un calcetín y en el forro del sombrero que yo llevaba puesto cuando salí de China. Si nuestras aspiraciones son modestas, quizá sí podamos comprar algo.

Sin embargo, no es tan fácil como ha dicho tío Fred. Busco en Crenshaw, donde, según me dicen, sólo podemos comprar al sur de Jefferson. Pruebo en Culver City, pero el agente inmobiliario ni siquiera me enseña las casas. Encuentro una que me gusta en Lakewood, pero los vecinos firman una petición para que no se instalen chinos en el barrio. Voy a Pacific Palisades, pero las normas todavía especifican que no se pueden vender casas a nadie de origen etíope o mongol. Oigo excusas de todo tipo: «No alquilamos a orientales», «No vendemos a orientales», «La casa no les gustará, porque ustedes son orientales». Y la consabida de: «Por teléfono nos pareció que eran italianos.»

Tío Fred -que combatió en la guerra y demostró su valor- nos anima a no rendirnos, pero Sam y yo no somos de los que gritan y lloran porque nos han robado, pegado o discriminado. Sólo podríamos comprar una casa fuera de Chinatown si encontráramos un vendedor tan desesperado que no le importara ofender a sus vecinos, pero ya empiezo a ponerme nerviosa con la perspectiva de mudarme. O quizá no esté nerviosa; quizá sienta añoranza por adelantado. Después de perder todo lo que tenía en Shanghai, ¿cómo voy a perder lo que hemos construido en Chinatown?

Me esfuerzo mucho para gestar a mi hijo a la manera china. Tengo las preocupaciones típicas de toda futura madre, pero no se me olvida que mi seno materno fue invadido y casi destruido. Voy al herborista, que me examina la lengua, me toma el pulso y me receta an tai yin, «fórmula del feto tranquilo». También me receta shou tai wan, «píldoras de la longevidad del feto». No estrecho la mano de desconocidos, porque una vez oí a mama decirle a una vecina que eso podía provocar que el niño naciera con seis dedos. Cuando May me compra un arcón de madera de alcanforero para guardar la ropa que le estoy cosiendo al bebé, recuerdo las creencias de mama y lo rechazo, porque parece un ataúd. Empiezo a examinar mis sueños, porque recuerdo lo que decía mama de ellos: si sueñas con zapatos, es señal de mala suerte; si sueñas que se te caen los dientes, morirá alguien de la familia; y si sueñas con excrementos, tendrás problemas graves. Todas las mañanas me froto la barriga, y me alegro de que mis sueños estén libres de esos malos augurios.

Durante las celebraciones de Año Nuevo, visito a un astrólogo, quien me dice que mi hijo nacerá en el año del Buey, igual que su padre.

– Tu hijo tendrá un corazón puro. Será inocente y fiel. Será fuerte y nunca lloriqueará ni se lamentará.

Todos los días, cuando los turistas se van de China City, acudo al templo de Kwan Yin a hacer ofrendas para que el bebé nazca sano. Cuando era una chica bonita en Shanghai, menospreciaba a las madres que iban a los templos de la ciudad vieja, pero ahora que soy mayor, comprendo que la salud de mi hijo es más importante que las aspiraciones de modernidad.

Por otra parte, no soy estúpida. Pese a todo, seré una madre americana, así que también voy a un médico americano. Sigue sin gustarme que los doctores occidentales vistan de blanco y pinten sus consultorios de blanco -el color de la muerte-, pero lo acepto porque haría cualquier cosa por mi bebé. Cualquier cosa, en este caso, significa dejar que el doctor me examine. Los únicos hombres que han visto mis genitales son mi marido, los médicos de Hangchow que me curaron y los soldados que me violaron. No me agrada la idea de que ese hombre me toque y me mire ahí. Y tampoco me gusta nada lo que dice:

– Señora Louie, si logra llevar a término este embarazo, podrá considerarse afortunada.

Sam es consciente de los peligros y, con discreción, advierte de ellos a los miembros de la familia. A partir de ese momento, Yen-yen se niega a dejarme cocinar, lavar los platos o planchar la ropa. Padre ordena que me quede en el apartamento, ponga los pies en alto y duerma. ¿Y mi hermana? Se ocupa más de Joy, la acompaña a la escuela americana y a la china. No sé muy bien cómo explicar esto. May y yo llevamos años peleándonos por Joy. Ella le regala ropa bonita que compra en los grandes almacenes -un precioso vestido de fiesta de plumeti azul cielo, otro con un nido de abeja exquisito, y una blusa con volantes-, mientras que yo le coso ropa cómoda y práctica -jerséis hechos con dos pedazos de fieltro, chaquetas chinas con mangas raglán confeccionadas con retales, y vestidos amplios de cloqué (que llamamos «tela atómica» porque nunca se arruga). May le compra zapatos de charol, mientras que yo insisto en comprarle zapatos de cordones. May es divertida, y yo soy la que impone las normas. Sé perfectamente por qué mi hermana quiere ser la tía perfecta; ambas lo sabemos. Pero ahora no me preocupo por esas cosas, y dejo que Joy se separe de mí y corra a los brazos de su tía, a sabiendas de que nunca tendré que competir con May por el amor de mi hijo.

Quizá porque es consciente de que me está robando a Joy, mi hermana me regala a Vern.

– Quiero que esté contigo todo el tiempo -me dice-, para asegurarme de que no te pasa nada. Vern puede ocuparse de tareas sencillas como preparar el té. Y si hay alguna emergencia, que no la habrá, puede venir a avisarnos.

Lo lógico sería que el ofrecimiento de May complaciera a Sam, pero a mi marido no le hace ninguna gracia. ¿Está celoso? ¿Cómo puede ser? Vern es un hombre hecho y derecho, pero, a medida que pasamos más días juntos, parece ir encogiéndose en proporción inversa al crecimiento de mi barriga. Sin embargo, Sam no deja que Vern se siente a mi lado en la cena ni en ninguna otra comida. El resto de la familia lo acepta y tiene en cuenta que Sam va a ser padre.

Pasamos horas hablando de nombres. Ahora no es como cuando May y yo tuvimos que decidir el de Joy. Padre Louie tendrá el honor y el deber de elegir el nombre de su nieto, pero eso no significa que los demás no tengan una opinión ni intenten influenciarlo.