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May echa a los demás de la habitación para que Sam y yo podamos quedarnos a solas. Pero mi marido -ese hombre con pecho de ventilador de hierro, que parece tan fuerte, capaz de levantar cualquier peso, capaz de asumir una humillación tras otra- no puede ensanchar su pecho para soportar mi dolor.

– Mientras esperábamos… -empieza, pero no acaba la frase. Entrelaza las manos a la espalda y empieza a pasearse por la habitación, tratando de dominarse. Al final vuelve a intentarlo-: Mientras esperábamos, le he pedido a un doctor que examinara a Vernon. Le he dicho que mi hermano tiene el aliento débil y la sangre clara -explica, como si nuestros conceptos chinos significaran algo para el médico.

Me gustaría hundir la cara en su tibio y fragante pecho, absorber la fuerza de su ventilador de hierro, oír la firmeza de su corazón, pero él rehúye mi mirada.

Se para a los pies de la cama y se queda mirando un punto fijo más allá de mi cabeza.

– Tengo que volver con ellos. Quiero que los médicos le hagan pruebas a Vern. Quizá puedan hacer algo por él.

Pese a que no han podido salvar a nuestro hijo…

Sam sale de la habitación, y yo me tapo la cara con las manos. He sufrido el peor fracaso que puede sufrir una mujer, y mi marido, para enterrar su dolor, ha trasladado su preocupación al miembro más débil de la familia. Mis suegros no vuelven, e incluso Vern se queda fuera. Esa es la costumbre cuando una mujer pierde a un valioso hijo varón, pero aun así me duele.

May se ocupa de todo. Se sienta a mi lado cuando lloro. Me ayuda a ir al lavabo. Cuando se me hinchan los pechos -lo cual me produce un fuerte dolor- y viene la enfermera para sacarme la leche y tirarla, mi hermana la echa de la habitación y lo hace ella misma. Sus dedos son suaves, tiernos y cuidadosos. Añoro a mi marido; lo necesito. Pero si Sam me ha abandonado cuando más lo necesitaba, May ha abandonado a Vern. El quinto día de mi estancia en el hospital, May me cuenta por fin lo que ha pasado.

– Vern tiene el mal de los huesos blandos. Aquí lo llaman tuberculosis ósea. Por eso se está encogiendo. -Siempre ha sido una llorona, pero esta vez no llora. Sus esfuerzos para contener las lágrimas delatan lo mucho que ha acabado queriendo al niño-esposo.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Que somos sucios, que vivimos como cerdos.

Nunca la había oído hablar con tanta amargura. Nosotras crecimos creyendo que el mal de los huesos blandos y su hermano, el mal de los pulmones sangrantes, eran señales de pobreza y suciedad. Se consideraba la enfermedad más vergonzosa, más terrible que las que transmitían las prostitutas. Esto es aún peor que haber perdido a mi hijo, porque es un mensaje notorio a nuestros vecinos -y a los lo fan- de que somos pobres, impuros y sucios.

– Suele atacar a los niños, que mueren cuando se les derrumba la columna vertebral -continúa mi hermana-. Pero Vern no es ningún niño, así que los médicos no saben cuánto tiempo durará. Lo único que saben es que el dolor dará paso al entumecimiento, la debilidad y, por último, la parálisis. Pasará el resto de su vida en la cama.

– ¿Y Yen-yen? ¿Y padre?

May niega con la cabeza y las lágrimas se desbordan.

– Es su hijito.

– ¿Y Joy?

– Yo me ocupo de ella.

La tristeza se apodera de su voz. Entiendo perfectamente lo que significa para ella que yo haya perdido al bebé. Volveré a ser una madre a jornada completa para Joy. Quizá debería sentirme triunfante por eso, pero me dejo invadir por nuestras penas compartidas.

Más tarde, esa noche, Sam viene a hablar conmigo. Se queda a los pies de mi cama, como si se sintiera incómodo. Está pálido y tiene los hombros encorvados de soportar la carga de dos tragedias.

– Imaginé que el chico podía estar enfermo. Reconocí algunos de los síntomas de la enfermedad de mi padre. Mi hermano nació con un destino maldito. Nunca le ha hecho daño a nadie y se ha portado bien con todos nosotros, y sin embargo habría sido imposible cambiar su destino.

Se refiere a Vern, pero podría estar hablando de cualquiera de nosotros.

Esta doble tragedia une a la familia como nadie podría haber imaginado. May, Sam y padre vuelven al trabajo; llevan el dolor y la desesperación alrededor del cuello, como un yugo. Yen-yen se queda en el apartamento para cuidar de mí y de Vern. (El médico no lo aprueba. «Vern estaría mejor en un sanatorio u otra institución», nos dice; pero si a los chinos nos tratan mal en la calle, donde puede verlo todo el mundo, ¿cómo vamos a dejar a Vern en manos de los lo fan tras unas puertas cerradas?) Los socios de papel de padre Louie nos sustituyen en China City. Pero el destino todavía no ha terminado con nosotros.

En agosto, un segundo incendio destruye China City casi por completo. Se salvan algunos edificios, pero todas las empresas Golden quedan reducidas a ruinas calcinadas, excepto tres rickshaws y la empresa de alquiler de trajes y contratación de extras de May. Y nadie tiene póliza de seguro. China está enredada en una guerra civil, y padre Louie no puede volver a su país natal para reponer su stock de antigüedades. Podría comprar las antigüedades aquí, pero todo es demasiado caro después de la guerra mundial, y además, gran parte de los ahorros que escondía en China City se han convertido en cenizas.

De todas formas, aunque tuviéramos los recursos para reabastecer las tiendas, a Christine Sterling ya no le interesa reconstruir China City. Convencida de que el incendio fue provocado, decide que no quiere recrear sus ideas de romanticismo oriental en Los Ángeles.

Es más, ya no desea relacionarse con los chinos, ni que éstos mancillen su mercado mexicano de Olvera Street. Convence al ayuntamiento para que declare ruinosa la manzana de Chinatown entre Los Ángeles Street y Alameda, y así dejar espacio para una vía de acceso a la autopista. Por ahora, lo único que quedará del Chinatown original es la hilera de edificios entre Los Ángeles Street y Sanchez Alley donde vivimos nosotros. Los vecinos se oponen al proyecto, pero nadie tiene muchas esperanzas.

Nuestro hogar está en peligro, pero todavía no podemos preocuparnos por eso, porque hemos de trabajar duro para reabrir el negocio familiar. Mientras algunos deciden seguir renqueando y quedarse en los restos de China City, padre Louie abre otra Golden Lantern en el Nuevo Chinatown, y la surte con los artículos más baratos que puede comprar a los mayoristas de la ciudad, que reciben sus mercancías de Hong Kong y Taiwán. Ahora Joy tiene que pasar más tiempo allí, vendiendo lo que ella llama «cachivaches» a turistas que no saben distinguir lo bueno de lo malo, para que su abuelo pueda descansar un poco. En la tienda nueva hay poco movimiento, pero Joy se entretiene con cualquier cosa. Y cuando no hay nadie en la tienda, que es lo más habitual, lee.

Sam y yo decidimos montar nuestro propio restaurante con parte de nuestros ahorros. Sam busca un local y lo encuentra en Ord Street, media manzana al oeste de China City, pero tío Wilburt no quiere venir con nosotros. Decide aprovechar que, desde que terminó la guerra, los lo fan tienen un creciente interés por la comida china, y abre su propio restaurante chino en Lakewood. Nos entristece ver marchar al último de los tíos, pese a que eso significa que por fin Sam será el cocinero jefe.

Nos preparamos para la Gran Inauguración: renovamos el local, creamos menús y pensamos cómo anunciarnos. En la parte trasera del restaurante hay un pequeño despacho, separado por un cristal, desde donde May dirigirá su negocio. Mi hermana guarda las piezas de atrezo y los trajes en un pequeño almacén de Bernard Street; dice que no necesita estar sentada en medio de tantos trastos todos los días y que, además, conseguir empleo para ella y otros extras es más provechoso que el negocio de alquiler. Le pide a un fotógrafo del barrio que venga a tomar fotografías. El restaurante lleva mi nombre, pero en la imagen aparecen May y Joy junto a la barra, cerca del letrero que reza: PEARL'S COFFEE SHOP: COMIDA CHINA Y AMERICANA DE PRIMERA CALIDAD.