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– Si queréis, puedo ayudaros -les dice May a las niñas-. Si terminamos los deberes deprisa, quizá podamos salir a comprar un helado.

Joy me interroga con sus brillantes ojos.

– Podréis ir si termináis los deberes.

May apoya los codos en la mesa:

– A ver, ¿qué tenéis? ¿Matemáticas? Eso se me da bastante bien.

– Tenemos que presentar ante la clase una noticia actual… -explica Joy.

– Sobre la guerra -termina Hazel.

Presiento que tendré jaqueca. ¿No podría ser la maestra un poco más sensible respecto a ese tema?

Joy abre su bolsa, saca un Los Angeles Times doblado y lo extiende sobre la mesa. Señala una noticia y dice:

– Pensábamos hacer ésta.

May la lee en voz alta:

– «Hoy, el gobierno de Estados Unidos ha dado órdenes de impedir que los estudiantes chinos que estudian en América regresen a su país de origen, por temor a que se lleven secretos científicos y tecnológicos. -Hace una pausa, me mira y sigue leyendo-: El gobierno también ha prohibido los envíos de dinero a la China continental e incluso a la colonia británica de Hong Kong, desde donde ese dinero podría cruzar la frontera. A quienes sean descubiertos enviando dinero a sus familiares de China se les impondrá una multa de diez mil dólares y cumplirán una condena de hasta diez años de cárcel.»

Me meto una mano en el bolsillo y toco la carta de Betsy. Si la situación es peligrosa para alguien como el señor Howell, podría ser mucho peor para las personas como padre Louie, que llevan años enviando «dinero para el té» a sus parientes y pueblos de China.

– «En respuesta a estas medidas -continúa May-, las Seis Empresas, la organización chino-americana más poderosa de Estados Unidos, ha organizado una violenta campaña anticomunista con la esperanza de detener las críticas y reducir los ataques que se han producido en los barrios chinos de todo el país.» -Levanta la vista-. ¿Vosotras tenéis miedo, niñas? -pregunta. Joy y Hazel asienten con la cabeza-. Pues no tengáis miedo. Vosotras nacisteis aquí. Sois americanas. Tenéis todo el derecho a vivir en este país. No tenéis nada que temer.

Estoy de acuerdo en que tienen derecho a estar aquí, pero creo que hacen bien en estar asustadas. Procuro imitar el tono que adopté la primera vez que previne a Joy sobre los chicos: calmado pero serio.

– Pero debéis tener cuidado. Algunos os mirarán y verán a unas niñas de piel amarilla e ideología roja. -Frunzo el entrecejo y añado-: ¿Me entendéis?

– Sí -responde Joy-. En clase hemos hablado de eso con la maestra. Dice que, debido a nuestro aspecto, algunas personas podrían identificarnos con el enemigo, aunque seamos ciudadanas.

Al oírla, comprendo que debo esforzarme más para protegerla. Pero ¿cómo? Nunca nos han enseñado a defendernos de las miradas maliciosas ni de los rufianes callejeros.

– Quiero que vayáis juntas a la escuela y que volváis juntas, como os dije. Haced vuestras tareas escolares y…

– Típico de tu madre -me corta May-. Preocuparse, preocuparse, preocuparse. Nuestra madre era igual. Pero ¡miradnos ahora! -Se inclina sobre la mesa y le coge una mano a cada niña-. Todo irá bien. Nunca debéis disimular lo que sois. Guardar secretos así no conduce a nada bueno. Bueno, terminemos los deberes y vayamos a por ese helado.

Las niñas sonríen. Mientras redactan el trabajo, May sigue hablando con ellas, animándolas a profundizar en los temas abordados en el artículo del periódico. Quizá mi hermana esté tomando la actitud más correcta. Quizá las niñas sean demasiado pequeñas para tener miedo. Y quizá si redactan el trabajo sobre esa noticia, no sean tan ignorantes respecto a lo que sucede a su alrededor como lo éramos May y yo cuando vivíamos en Shanghai. Pero ¿me gusta? No, no me gusta nada.

Esa noche, después de cenar, padre Louie abre la carta que ha recibido de Wah Hong. «No necesitamos nada. No hace falta que nos envíes dinero», aseguran en ella sus parientes.

– ¿Crees que es auténtica? -le pregunta Sam.

Padre Louie le pasa la carta a mi marido, que la examina antes de pasármela a mí. La caligrafía es sencilla y clara. El papel parece gastado y maltratado, como el de las cartas que hemos recibido hasta ahora.

– La firma parece la misma -observo, y le tiendo la hoja a Yen-yen.

– Debe de ser auténtica -comenta ella-. Le ha costado llegar hasta aquí.

Una semana más tarde nos enteramos de que uno de los primos de mi suegro intentó escapar, pero fue capturado y ejecutado.

Me digo que un Dragón no debería estar tan asustado. Pero estoy asustada. Si sucede algo aquí -y se me ocurren cientos de posibilidades-, no sé qué haré. América es nuestro hogar, pero no pasa un solo día sin que tema que el gobierno encuentre la forma de echarnos del país.

Justo antes de Navidad recibimos una notificación de desalojo. Necesitamos otro sitio donde vivir. Sam y yo podríamos seguir ahorrando dinero para Joy y alquilar una vivienda para nosotros solos, pero lo único que tenemos -nuestra fuerza- proviene de la familia. Es una idea anticuada y china, pero Yen-yen, padre, Vern y Sam son las únicas personas que nos quedan a May y a mí en el mundo. Todos los miembros de la familia contribuyen en algo, excepto Vern y Joy, y a mí me corresponde la tarea de encontrar un nuevo hogar para todos.

No hace mucho, llena de optimismo por el próximo nacimiento de nuestro hijo, estuve buscando una vivienda para Sam y para mí, pero los agentes inmobiliarios me rechazaron y se negaron a enseñarme las casas pese a que las leyes habían cambiado. Hablé con gente que había adquirido una casa y se había mudado por la noche, y que por la mañana había encontrado el jardín lleno de basura. Entonces Sam dijo que se iría a vivir «a cualquier sitio donde nos acepten». Somos chinos, y somos una familia de tres generaciones que ha decidido vivir junta. Sólo conozco un sitio donde nos aceptarán sin reservas: Chinatown.

Voy a ver un pequeño bungalow cerca de Alpine Street. Me han dicho que tiene tres dormitorios pequeños, un porche cerrado que puede utilizarse como dormitorio y dos cuartos de baño. El terreno está rodeado por una valla baja de tela metálica por la que trepa un rosal Cecile Brunner sin flores. Un enorme pimentero se agita suavemente en el patio. El jardín es un rectángulo seco. Las caléndulas que quedan del verano yacen marchitas y marrones. También hay crisantemos, pero están mustios y parece que no los hayan podado nunca. Por encima de mi cabeza, un infinito cielo azul promete otro invierno soleado. No necesito entrar en la casa para saber que he encontrado nuestro hogar.

He llegado a la conclusión de que, por cada cosa buena que pasa, ha de pasar algo malo. Cuando estamos haciendo las maletas, Yen-yen comenta que está cansada. Se sienta en el sofá del salón y se muere. Un infarto, dicen los médicos, causado por el exceso de trabajo que conllevaba cuidar a Vern; pero nosotros sabemos que no es eso. Yen-yen ha muerto de tristeza: su hijo se ha derrumbado ante sus ojos; su nieto ha nacido muerto; la mayor parte de la riqueza de su familia, que les costó años acumular, ha quedado reducida a cenizas; y ahora esta mudanza. El funeral es modesto. Al fin y al cabo, Yen-yen no era una persona importante, sino sólo una esposa y una madre. Los dolientes se inclinan tres veces ante su ataúd. Luego celebramos un banquete de diez mesas, de diez comensales cada una, en el restaurante Soochow, donde nos sirven los platos indicados para la ocasión, condimentados con sencillez.

La muerte de Yen-yen supone un duro golpe para todos. Yo no puedo parar de llorar, y padre Louie guarda un silencio lastimoso. Pero ninguno tiene tiempo de pasar el duelo recluido, en silencio, jugando al dominó -como se acostumbra aquí, en Chinatown-, porque a la semana siguiente nos mudamos a la casa nueva. May anuncia que no puede dormir con Vern, y todo el mundo lo entiende. A nadie -por muy cariñoso y leal que sea- le gustaría dormir al lado de una persona que tiene sudores nocturnos y una llaga purulenta en la espalda que apesta a pus, sangre y putrefacción, como olían los pies vendados de mama. Ponemos dos camas individuales en el porche cerrado, una para mi hermana y otra para mi hija. No había previsto esta posibilidad, y me preocupa, pero no puedo hacer nada. May guarda su ropa en el armario de Vern -y un arco iris de vestidos de seda, raso y brocado sobresale por la puerta; los bolsos a juego casi se caen del estante, y sus zapatos, teñidos de todos los colores, cubren el suelo-; Joy tiene dos cajones inferiores del armario empotrado de la ropa blanca que hay en el pasillo, junto al cuarto de baño que comparte con padre Louie y May.