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Ahora cada uno debe encontrar una manera de ayudar a la familia. Recuerdo una de las frases célebres de Mao, que ha sido objeto de burla en la prensa americana: «Todo el mundo trabaja, todo el mundo come.» Cada uno tiene una tarea: May sigue contratando extras para películas y los nuevos programas de televisión, Sam regenta el restaurante Pearl, padre Louie se ocupa de la tienda de curiosidades, Joy estudia en la escuela y ayuda a la familia en su tiempo libre. Yen-yen se ocupaba de su hijo enfermo, y ahora ese trabajo recae sobre mí. Me llevo bien con Vern, pero no quiero convertirme en enfermera. Cuando entro en su habitación, el olor a carne enferma me golpea en el rostro. Cuando se sienta, su columna vertebral se dobla hacia abajo y parece un crío. Tiene los músculos fofos y pesados, como cuando se te duerme un pie. Sólo aguanto un día, y luego voy a hablar con mi suegro para apelar la decisión.

– Cuando no quieres ayudar a la familia, suena como si vivieras en América -me dice.

– Es que vivo en América -contesto-. Quiero mucho a mi cuñado, ya lo sabes. Pero no es mi marido. Es el marido de May.

– Pero tú tienes buen corazón, Pearl. -Se le quiebra la voz-. Eres la única en quien puedo confiar para que se ocupe de mi hijo.

Me digo que el destino es inevitable y que lo único seguro es la muerte, pero me pregunto por qué el destino tiene que ser siempre tan trágico. Los chinos creemos que podemos hacer muchas cosas para mejorarlo: coser amuletos en la ropa de nuestros hijos, pedir ayuda a los maestros de feng shui para escoger fechas propicias, y confiar en la astrología para que nos diga si debemos casarnos con una Rata, un Gallo o un Caballo. Pero ¿dónde está mi fortuna, el bien que se supone que ha de llegar en forma de felicidad? Estoy en una casa nueva, pero en lugar de mimar a mi hijo varón, tengo que cuidar a Vern. Y estoy cansada y desmoralizada. El miedo no me abandona nunca. Necesito ayuda. Necesito que alguien me escuche.

El domingo siguiente voy a la iglesia con Joy, como suelo. Escuchando las palabras del reverendo, recuerdo la primera vez que Dios entró en mi vida, cuando yo era una cría. Un lo fan vestido de negro me abordó en la calle, delante de nuestra casa de Shanghai. Quería venderme una Biblia por dos peniques. Entré en casa y le pedí el dinero a mama. Ella me apartó diciendo: «Dile a ese hombre que venere a sus antepasados. Así las cosas le irán mejor en el más allá.»

Salí a la calle, le pedí disculpas al misionero por hacerle esperar y le transmití el mensaje de mama. Entonces él me regaló la Biblia. Era mi primer libro y yo estaba entusiasmada, pero esa noche, después de acostarme, mama la tiró a la basura. Sin embargo, el misionero no desistió y me invitó a ir a jugar en la misión metodista. Más tarde me propuso que asistiera a la escuela de la misión, también gratis. Mama y baba no podían rechazar una oferta así. Cuando May tuvo edad suficiente, empezó a ir conmigo a aquella escuela. Pero todas las ideas sobre Jesús no calaron en nosotras. Nosotras éramos «cristianas de arroz»: nos aprovechábamos de la comida y las clases de los diablos extranjeros, pero desdeñábamos sus palabras y sus creencias. Cuando nos convertimos en chicas bonitas, los pocos zarcillos de cristianismo que se nos habían adherido se secaron y murieron. Además, después de lo que le pasó a China, a Shanghai y a mi casa durante la guerra, después de lo que nos pasó a mama y a mí en aquella cabaña, me convencí de que no podía haber un Dios único, benévolo y compasivo.

Y ahora tenemos todas nuestras tribulaciones y pérdidas recientes, de las que la muerte de mi hijo ha sido la peor. Todas las hierbas chinas que tomé, todas las ofrendas que realicé, todas las preguntas sobre el significado de mis sueños… Nada pudo salvarlo, porque yo buscaba ayuda en la dirección equivocada. Sentada en el banco de madera de la iglesia, sonrío para mí mientras recuerdo al misionero que encontré en la calle hace tantos años. Siempre decía que la conversión sincera era inevitable. Ahora ha llegado, por fin. Me pongo a rezar: no por padre Louie, cuya vida dedicada al trabajo está llegando a su fin; no por mi marido, que lleva las cargas de la familia sobre su ventilador de hierro; no por mi bebé, que está en el más allá; no por Vern, cuyos huesos se derrumban ante mis ojos; sino para alcanzar la paz mental, para dar sentido a todas las desgracias de mi vida, y para creer que quizá todo este sufrimiento obtenga su recompensa en el cielo.

Eternamente hermosa

Riego las berenjenas y los tomates; luego el pepino que trepa por la espaldera, junto a la incineradora. Cuando termino, enrollo la manguera, paso por debajo del tendedero y vuelvo al porche. Es una mañana de domingo del verano de 1952; todavía es temprano, pero parece que hará un calor abrasador. Me gusta esta expresión -un calor abrasador- porque describe muy bien el clima de esta ciudad, que es como el del desierto. En Shanghai había tanta humedad que teníamos la sensación de estar cociéndonos.

Cuando nos mudamos a esta casa, le dije a Sam: «Quiero que siempre tengamos comida, y también quiero tener un trocito de China.» Él, con la ayuda de dos de los tíos, labró el jardín para que yo plantara un huerto. Resucité los crisantemos, que el otoño pasado florecieron con gran esplendor, y planté unos esquejes de geranio que han crecido hasta convertirse en matas exuberantes que adornan el porche cerrado. Estos dos últimos años he añadido tiestos con orquídeas barco, un naranjo chino y azaleas. Probé con las peonías -las flores más queridas en China-, pero aquí nunca hace suficiente frío para que crezcan adecuadamente. También fracasé con los rododendros. Sam me pidió que plantara bambú, y ahora nos pasamos la vida cortándolo y arrancando los brotes nuevos que aparecen en sitios inadecuados.

Subo los escalones del porche; dejo el delantal sobre la lavadora, hago las camas de May y Joy y luego voy a la cocina. Sam y yo somos copropietarios de la casa junto con el resto de la familia, pero como soy la mujer de mayor edad, la cocina es mi territorio, y es ahí donde guardo mi riqueza, literalmente. Ahora hay dos latas de café bajo el fregadero: una para la grasa de beicon y otra para el dinero que ahorramos para los estudios universitarios de Joy. Un hule cubre la mesa, y hay un termo de agua caliente preparado para el té. En un fogón siempre hay un wok, en otro, una olla donde hierven las hierbas para el tónico de Vern. Preparo una bandeja de desayuno y salgo al pasillo.

La habitación de Vern es la de un eterno niño. Aparte del armario donde May guarda su ropa -el único recordatorio de que Vern está casado-, está decorada con las maquetas que él ha montado y pintado. Unos aviones de combate cuelgan del techo con hilo de pescar. Barcos, submarinos y coches de carreras ocupan las estanterías.

Mi cuñado está despierto, escuchando un programa de radio sobre la guerra de Corea y la amenaza del comunismo, y trabajando en una de sus maquetas. Dejo la bandeja, enrollo las persianas de bambú y abro la ventana para que a Vern no le afecte mucho la cola que está utilizando.

– ¿Quieres algo más?

Él me sonríe con ternura. Lleva tres años con la enfermedad de los huesos blandos, pero parece un crío que haya faltado a la escuela por un resfriado.

– ¿Pintura y pinceles?