– Mira a esa recién llegada -dice May, ajustándose las gafas de sol y el sombrero.
Ladea disimuladamente la cabeza hacia Violet Lee, que hace visera con sus largos y afilados dedos y escudriña el océano, donde Joy y sus amigas, cogidas de la mano, saltan por encima de las olas. Aquí hay muchas mujeres que, como Violet, acaban de bajar del barco. Ahora, casi el cuarenta por ciento de la población china de Los Ángeles la componen mujeres, pero Violet no es una esposa ni una novia de guerra. Su marido y ella vinieron a estudiar a la Universidad de Los Ángeles: ella, Bioingeniería, y Rowland, Ingeniería. Cuando China cerró las fronteras, se quedaron atrapados aquí con su hijo pequeño. No son hijos de papel, socios de papel ni empleados, pero aun así son wang k'uo nu, esclavos de la tierra perdida.
Violet y yo nos llevamos bien. Ella tiene las caderas estrechas, y eso, según mi madre, revela que una mujer tiene talento para la conversación. ¿Es mi mejor amiga? Miro a mi hermana de soslayo. No, nunca. Violet es una buena amiga, como en su día lo fue Betsy. Pero May no sabe de qué habla. Es cierto que algunas mujeres que hemos conocido últimamente parecen recién llegadas -igual que nosotras en su momento-, pero muchas son como Violet: tienen estudios, han llegado a este país con su propio dinero, no han tenido que pasar ni una sola noche en Chinatown, y se han comprado bungalows y casas en Silver Lake, Echo Park o Highland Park, donde los chinos son bien recibidos. No sólo no viven en Chinatown, sino que tampoco trabajan allí. No son empleados de lavandería, sirvientes, empleados de restaurante ni dependientes de tiendas de curiosidades. Son la flor y nata de China, los que pudieron permitirse el lujo de salir del país. Y ya han llegado mucho más lejos de lo que nosotros llegaremos. Ahora Violet da clases en la Universidad del Sur de California, y Rowland trabaja en la industria aeroespacial. Sólo acuden a Chinatown para ir a la iglesia y comprar comida. Se han unido a nuestro grupo para que su hijo conozca a otros niños chinos.
May se fija en un muchacho.
– ¿Crees que a ese recién llegado le interesa nuestra NA? -pregunta con recelo. El recién llegado al que se refiere es el hijo de Violet; NA es mi hija nacida en América.
– Leon es un chico muy agradable y muy buen estudiante contesto mientras lo veo zambullirse ágilmente en el mar-. Es el mejor de su clase en la escuela, igual que Joy en la suya.
– Me recuerdas a mama hablando de Tommy y de mí -bromea May.
– No veo nada malo en que Leon y Joy se conozcan -replico, y por una vez no me ofende que me haya comparado con mama. Al fin y al cabo, la razón por la que existe esta asociación es que queremos que los niños y niñas se conozcan y que, algún día, puedan casarse entre sí. La expectativa implícita es que se casen con alguien de origen chino.
– Joy tiene suerte de que no vayan a concertarle una boda. -May suelta un suspiro-. Pero incluso cuando se trata de animales, siempre es preferible un pura raza a un chucho.
Cuando pierdes tu patria, ¿qué conservas y qué abandonas? Nosotros sólo hemos conservado lo que se podía salvar: la comida china, el idioma chino, la costumbre de enviar dinero a la familia Louie que sigue en el pueblo. Pero ¿y el matrimonio concertado para mi hija? Sam no es Z.G., pero es un hombre bueno. Y Vern, pese a haber sido siempre imperfecto, nunca ha pegado a May ni ha perdido dinero en las apuestas.
– No le des prisa para que se case -continúa mi hermana-. Deja que estudie -agrega, cuando eso es algo por lo que llevo trabajando prácticamente desde el día en que nació Joy-. En Shanghai no tuve las mismas oportunidades que tú -se lamenta-, pero Joy debería ir a la universidad, como hiciste tú. -Hace una pausa para que asimile sus palabras, como si fuera la primera vez que las oigo-. Pero me encanta que tenga tan buenos amigos -añade, mientras las niñas vuelven a cogerse de las manos al acercarse una gran ola-. ¿Te acuerdas de cuando podíamos reír así? No concebíamos que pudiera pasarnos nada malo.
– La felicidad no tiene nada que ver con el dinero -digo con convencimiento. Pero May se muerde el labio inferior, y comprendo que mi comentario no ha sido nada acertado-. Cuando baba lo perdió todo, pensamos que era el fin del mundo…
– Lo era. Nuestras vidas habrían sido muy diferentes si baba hubiera ahorrado nuestro dinero en lugar de perderlo jugando; por eso ahora trabajo tanto para ganarlo.
«Para ganarlo y para gastártelo en ropa y joyas», pienso, pero no lo menciono. Nuestras diferentes actitudes respecto al dinero son una de las cosas que la sacan de quicio.
– Lo que quiero decir -insisto, con la esperanza de no irritarla más- es que Joy tiene la suerte de tener amigos, como yo tengo la suerte de tenerte a ti. Cuando se casó, mama no volvió a ver a sus hermanas, pero tú y yo nos tendremos siempre. -Le paso un brazo por los hombros y la sacudo cariñosamente-. A veces pienso que algún día acabaremos compartiendo una habitación, como cuando éramos pequeñas, sólo que estaremos en una residencia para ancianos. Comeremos juntas. Venderemos números de rifa juntas. Haremos manualidades juntas…
– Iremos a la primera sesión juntas -añade May sonriendo.
– Y cantaremos salmos juntas.
May frunce el entrecejo. He cometido otro error, y me apresuro a arreglarlo:
– ¡Y jugaremos al majong! Seremos dos mujeres rollizas retiradas que juegan al majong y se quejan por todo.
May asiente con la cabeza mientras mira con añoranza hacia el oeste, más allá del mar y el horizonte.
Cuando llegamos a casa, encontramos a padre Louie dormido en su sillón. Les doy sombreros de paja a Joy, Hazel y Rose y las envío al patio trasero, donde recogen granos de pimienta del suelo, llenan sus sombreros y se lanzan las inofensivas bolitas rosa, riendo, chillando y correteando entre las plantas. Sam y yo vamos a la habitación de Vern a cambiarle el pañal. La ventana abierta no ayuda mucho a eliminar el olor a enfermedad, pus y excrementos. May prepara el té. Nos sentamos unos minutos para contarle a Vern lo que hemos hecho hoy, y luego vuelvo a la cocina para preparar la cena.
Lavo el arroz, corto jengibre y ajo, troceo carne de ternera. Antes de empezar a cocinar, envío a las hijas de los Yee a su casa. Mientras preparo la ternera lo mein con curry y tomate, Joy pone la mesa, una tarea que en Shanghai siempre realizaban nuestros sirvientes bajo la atenta mirada de mama. Joy coloca los palillos y se asegura de que ninguno quede torcido, porque eso significaría que quien los utilice perderá un barco, un avión o un tren (aunque nadie tiene previsto ir a ninguna parte). Mientras sirvo la comida en la mesa, Joy va a buscar a su tía, su padre y su abuelo. He tratado de inculcarle las cosas que mama intentó enseñarme a mí. La diferencia es que mi hija presta atención y ha aprendido. Nunca habla durante la cena, algo en lo que May y yo siempre fallábamos. Nunca se le caen los palillos, porque trae mala suerte, ni los deja dentro del cuenco de arroz, porque eso sólo se hace en los funerales y sería descortés hacia su abuelo, que últimamente piensa a menudo en su propia muerte.
Después de cenar, Sam ayuda a padre a volver a su sillón. Yo limpio la cocina mientras May le lleva un plato de comida a Vern. Estoy con las manos metidas en el agua jabonosa, contemplando el jardín, que brilla a la última luz de la tarde estival, cuando oigo llegar a mi hermana por el pasillo. Luego oigo un grito ahogado, un respingo tan fuerte y brusco que de pronto me entra un miedo terrible. ¿Será Vern? ¿Padre? ¿Joy? ¿Sam?
Corro hasta la puerta de la cocina y asomo la cabeza. May está plantada en medio del salón, con el plato vacío de Vern en la mano, las mejillas coloradas y una expresión que no logro descifrar. Mira fijamente hacia el sillón de padre, así que pienso que mi suegro ha fallecido. Me digo que la muerte no ha escogido un mal día para presentarse. Padre tiene más de ochenta años, ha pasado un día tranquilo con su hijo, ha cenado con su familia y ninguno de nosotros puede estar descontento con las relaciones familiares.