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Entro en el salón, dispuesta a enfrentarme a este triste momento, y me quedo paralizada como mi hermana: mi suegro se encuentra perfectamente. Está sentado con los pies en alto en su sillón reclinable, con su larga pipa en la boca, y con un ejemplar de China Reconstructs en las manos. Verlo leyendo esa revista ya es bastante sorprendente. Proviene de la China Roja y es una herramienta de propaganda comunista. Circulan rumores de que el gobierno tiene espías en Chinatown que se enteran de quién compra publicaciones como ésa. Padre Louie, de quien no se puede decir en absoluto que sea partidario del régimen comunista, nos ha advertido que no vayamos al estanco ni a la papelería donde venden esa revista bajo mano.

Pero lo que me sorprende no es la revista, sino la portada, que mi suegro nos muestra con orgullo. La imagen que aparece en ella nos resulta familiar, aunque nosotras no leamos esa clase de publicaciones: el esplendor de la Nueva China representado por dos jóvenes vestidas de campesinas, con las mejillas coloradas, los brazos cargados de frutas y hortalizas, ensalzando el nuevo régimen; todo plasmado con intensos tonos rojos. Y esas dos chicas bonitas somos May y yo. El pintor, que ha adoptado el estilo de los comunistas, con imágenes exuberantes y muy realzadas, resulta fácilmente identificable por la delicadeza y la precisión de sus pinceladas. Z.G. está vivo, y no se ha olvidado de mí ni de mi hermana.

– He ido al estanco mientras Vern dormía. Mirad -dice padre Louie sin disimular su orgullo por la imagen de la portada. May y yo ya no aparecemos anunciando jabón, polvos de tocador ni leche infantil en polvo, sino una cosecha espléndida frente a la pagoda Lunghua, donde Z.G. y nosotras fuimos un día a volar cometas-. Todavía sois chicas bonitas.

Padre habla en un tono casi triunfal. Se ha pasado la vida trabajando, y ¿para qué? No ha podido volver a China. Su esposa ha muerto. Su hijo es como una chinche reseca y más o menos igual de sociable. No ha tenido nietos. Sus negocios han quedado reducidos a una mediocre tienda de curiosidades. Pero hay una cosa que sí hizo bien, muy bien: consiguió dos chicas bonitas para Vern y Sam.

May y yo, vacilantes, damos unos pasos hacia él. Es difícil explicar cómo me siento: estoy conmocionada por vernos tal como éramos hace quince años, con las mejillas coloradas, los ojos brillantes y una sonrisa cautivadora; estoy un poco asustada por constatar que hay revistas como ésa en la casa; y estoy casi loca de alegría por saber que Z.G. sigue con vida.

Sam aparece a mi lado haciendo aspavientos, muy emocionado.

– ¡Sois vosotras! ¡Sois May y tú! -exclama.

Me sonrojo como si me hubieran descubierto. Y es que me han descubierto. Miro a May en busca de ayuda. Como buenas hermanas, siempre hemos sabido transmitirnos mucho con la mirada.

– Esto debe de haberlo pintado Z.G. Li -dice ella sin alterarse-. Qué bonito que nos haya recordado así. Pearl está preciosa, ¿verdad?

– Os ha pintado exactamente como yo os veo -declara Sam, demostrando ser un buen marido y un cuñado cariñoso-. Siempre hermosas. Eternamente hermosas.

– Sí, hermosas -concede May alegremente-, aunque ninguna de las dos hemos estado jamás tan guapas con ropa de campesina.

Esa noche, cuando todos se han acostado, voy a reunirme con mi hermana. Nos sentamos en su cama, cogidas de la mano, y nos quedamos contemplando la revista. Por mucho que quiera a Sam, una parte de mí se alegra de saber que, al otro lado del océano, en Shanghai -porque tengo que creer que Z.G. está allí-, en un país al que no puedo volver, el hombre que amé hace tanto tiempo todavía me ama.

Una semana más tarde, nos damos cuenta de que la debilidad y el letargo de padre son algo más que síntomas del enlentecimiento propio de la vejez. Está enfermo. El médico nos dice que es cáncer de pulmón y que no se puede hacer nada. La muerte de Yen-yen fue tan repentina y llegó en un momento tan inconveniente que no tuvimos ocasión de prepararnos para su muerte ni llorar su pérdida. Esta vez, cada uno reflexiona a su manera sobre los errores cometidos en el pasado y procura corregirlos en el tiempo que le queda.

En los meses siguientes recibimos muchas visitas. Todos hablan con respeto de mi suegro, lo consideran un Hombre de la Montaña Dorada; sin embargo, estos últimos días, cuando lo miro sólo veo a un hombre destrozado. Ha trabajado mucho, pero ha perdido sus negocios y sus propiedades en China y casi todo lo que había conseguido aquí. Ahora, al final, tiene que depender de su hijo de papel para la vivienda, la comida, la pipa de la noche y los ejemplares de China Reconstructs que Sam compra bajo mano en la tienda de la esquina.

El único consuelo de padre en estos meses finales, mientras el cáncer le come los pulmones, son las fotografías que recorto de la revista y cuelgo en la pared junto a su sillón. Lo veo muchas veces con lágrimas en sus descarnadas mejillas, contemplando el país del que se marchó de joven: las montañas sagradas, la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida. Dice que odia a los comunistas, porque es lo que ha de decir todo el mundo, pero todavía siente un amor por la tierra, el arte, la cultura y la gente de China que no tiene nada que ver con Mao, con el Telón de Bambú ni con el miedo a los rojos. Y él no es el único que siente nostalgia de su patria. Muchos de los primeros en llegar a América, como tío Wilburt y tío Charley, vienen a casa y también se quedan contemplando esas imágenes de su hogar perdido; sienten un profundo amor por China, sin importarles en qué se ha convertido. Pero las cosas se precipitan y padre no tarda en morir.

El funeral es el acontecimiento más importante de la vida de una persona, más relevante que un nacimiento, un cumpleaños o una boda. Como padre era un hombre y vivió más de ochenta años, su funeral es mucho más lujoso que el de Yen-yen. Alquilamos un Cadillac descapotable para recorrer Chinatown con un gran retrato de padre Louie, enmarcado con flores, en el asiento trasero. El chófer del coche fúnebre lanza monedas por la ventanilla para contentar a los demonios maléficos y los fantasmas que podrían intentar cerrarle el paso. Detrás va una banda de música que interpreta canciones populares chinas y marchas militares. En la sala donde se celebra la ceremonia, trescientas personas se inclinan tres veces ante el ataúd y otras tres veces ante nosotros, los miembros de la familia. Ofrecemos monedas a los dolientes para dispersar el sa hee -el aire impuro relacionado con la muerte- y caramelos para eliminar el sabor amargo de la misma. Todos visten de blanco: el color del luto, el color de la muerte. Luego vamos al restaurante Soochow, donde se celebra el gaai wai jau, el banquete tradicional «sencillo» de siete platos a base de pollo, marisco y verduras al vapor, cuya finalidad es «paliar la pena», desearle al difunto una larga vida en el más allá, ayudarnos a superar la pérdida y animarnos a dejar atrás los vapores de la muerte antes de volver a casa.

Durante tres meses, mientras dura el período de luto riguroso, las mujeres vienen a casa a jugar al dominó con May y conmigo. A veces me sorprendo contemplando las fotografías que colgué en la pared, encima del sillón de padre. No sé por qué, pero no me decido a retirarlas.

Una pizca de oro

– ¿Por qué no puedo ir? -protesta Joy-. Tía Violet y tío Rowland dejan ir a Leon.

– Leon es un chico -le recuerdo.

– Sólo cuesta veinticinco centavos. ¡Por favor!

– Tu padre y yo pensamos que no está bien que una chica de tu edad vaya sola por la ciudad y…

– No iré sola. Van todos mis amigos.

– Tú no eres todos tus amigos. ¿Quieres que la gente te mire y vea porcelana resquebrajada? Tienes que proteger tu cuerpo como si fuera una pieza de jade.

– Mamá, lo único que quiero es ir a la disco-fiesta del International Hall.

A veces Yen-yen decía que una pizca de oro no podía comprar una pizca de tiempo, pero hasta hace poco no he empezado a entender lo valioso que es el tiempo y lo deprisa que pasa. Estamos en el verano de 1956, el verano posterior a la graduación de Joy en el instituto. En otoño irá a la Universidad de Chicago, donde estudiará Historia. Chicago está muy lejos, pero hemos decidido dejarla ir. La matrícula es más cara de lo previsto, pero Joy ha conseguido una beca parcial, y May también contribuirá. No pasa un día sin que Joy pida que la dejemos ir a algún sitio. Si decimos que sí a lo de la disco-fiesta -sea eso lo que sea-, luego tendremos que dejarla ir a otra cosa: un baile con orquesta, una fiesta de cumpleaños en MacArthur Park, o una celebración que implique coger un autobús.