– ¿Qué crees que va a pasar? -insiste Joy-. Sólo vamos a poner discos y bailar un poco.
May y yo también decíamos esas cosas cuando vivíamos en Shanghai, y no salimos muy bien paradas.
– Eres demasiado pequeña para salir con chicos -razono.
– ¿Demasiado pequeña? Pero ¡si tengo dieciocho años! Tía May se casó con tío Vern cuando tenía mi edad.
«Y ya estaba embarazada», pienso.
Sam intenta tranquilizarme y me reprocha ser demasiado estricta.
– Te preocupas demasiado -dice-. A Joy todavía no le interesan los chicos.
Pero ¿a qué chica de su edad no le interesan los chicos? A mí me interesaban. A May también. Ahora, cuando Joy me replica, desdeña lo que le digo o se marcha de la habitación cuando le pido que se quede, hasta mi hermana se ríe de mí por enfadarme, y dice: «Nosotras a su edad hacíamos exactamente lo mismo.»
«¡Y mira cómo hemos acabado!», me gustaría contestarle.
– Nunca he ido a un partido de fútbol ni a un baile -sigue protestando Joy-. Las otras chicas han ido al Palladium y al Biltmore. Yo nunca puedo hacer nada.
– Te necesitamos en el restaurante y la tienda. Tu tía también necesita que la ayudes.
– ¿Para qué quiero trabajar si no me pagáis?
– Todo el dinero…
– Va a la hucha familiar. Ahorráis para pagarme la universidad. Ya lo sé. ¡Ya lo sé! Pero sólo faltan dos meses para que me marche a Chicago. ¿No queréis que me divierta? Es mi última oportunidad de ver a mis amigos. -Se cruza de brazos y suspira como si fuera la persona más agobiada del mundo.
– Puedes hacer lo que quieras, pero has de sacar buenas notas. Si no deseas estudiar…
– …tendré que apañármelas sola -termina ella, recitando la cantinela con gesto de hastío.
Soy la madre de Joy y la veo con ojos de madre. Su negro y largo cabello encierra el azul de montañas lejanas. Sus ojos son negros como un lago en otoño. No se alimentó bien en el útero, y es más menuda que May y que yo. Por eso parece una doncella de tiempos lejanos -ágil como las ramas de un sauce agitadas por la brisa, delicada como el vuelo de las golondrinas-, pero por dentro sigue siendo un Tigre. Puedo intentar domarla, pero mi hija no puede eludir su naturaleza esencial, como yo no puedo eludir la mía. Desde que se graduó, no para de quejarse de la ropa que le hago. «Es ridícula», dice. Yo se la coso con amor, y lo hago porque en Los Ángeles no hay ningún sitio como el Madame Garnet's de Shanghai, donde te hacían vestidos que se adaptaban perfectamente a tu silueta. Lo que más le molesta es su sensación de falta de libertad, pero sé muy bien las cosas que hacíamos May y yo -sobre todo May; en realidad, sólo May- cuando éramos jóvenes.
Todo esto no pasaría si padre Louie siguiera vivo. Ya hace cuatro años que murió. Sam, Joy y yo podríamos haber aprovechado su muerte para vivir solos, pero no lo hicimos. Sam hizo una promesa cuando padre lo acogió como algo más que un hijo de papel. Quizá yo ya no crea en los antepasados, pero Sam enciende incienso para padre Louie y le hace ofrendas de comida y ropa de papel por Año Nuevo y en otras fiestas. ¿Cómo íbamos a abandonar a Vern, que ha vivido más años de los que esperábamos? Cuando preguntara por sus padres, como hace todos los días, ¿quién le explicaría que han muerto? ¿Cómo íbamos a dejar que May se encargase de su marido, dirigiera la Golden Prop and Extras y la tienda de curiosidades, y llevase la casa? Pero no se trata sólo de la lealtad a la familia y las promesas hechas. También seguimos teniendo mucho miedo.
Todos los días oímos malas noticias. El cónsul americano en Hong Kong ha acusado a la comunidad china de tendencia a cometer fraude y perjurio, porque los chinos «no tienen un equivalente al concepto occidental del juramento». Dice que todos los que pasan por su despacho con intención de viajar a Estados Unidos utilizan documentos falsos. El Centro de Inmigración de Angel Island lleva mucho tiempo cerrado, pero el cónsul ha concebido nuevos procedimientos que requieren contestar cientos de preguntas, rellenar docenas de formularios y realizar declaraciones juradas, análisis de sangre, radiografías y huellas dactilares, y todo eso para evitar que los chinos entren en América. Afirma que casi todos los que ya viven aquí -incluidos los que vinieron a buscar oro hace más de cien años y los que ayudaron a construir el ferrocarril transcontinental hace unos ochenta años- entraron ilegalmente, y que no se puede confiar en ellos. Nos acusa de traficar con drogas, utilizar pasaportes y otros documentos falsos, falsificar dólares y cobrar ilegalmente de la Seguridad Social y las ayudas a los veteranos. Peor aún: asegura que durante décadas los comunistas enviaron a América hijos de papel -como Sam, Wilburt, Fred y tantos otros- como espías. Insiste en que hay que investigar a todos los chinos afincados aquí.
Joy lleva años hablándonos de los simulacros de ataque nuclear que realizan en la escuela. Ahora parece que vivamos siempre en posición fetal, encerrados en casa con la familia, confiando en que las ventanas, las paredes y las puertas no se hagan añicos, ardan y queden reducidas a cenizas. Ésas son las razones de seguir juntos: el amor que sentimos unos por otros y el miedo a que le pase algo a alguien; nos hemos esforzado por encontrar un equilibrio y un orden, pero, ahora que no está padre Louie, todos vamos un poco a la deriva, en especial mi hija.
– Tú no tendrás que lavarles la ropa a los lo fan, prepararles la comida, limpiar su casa ni abrir sus puertas -le digo-. Tampoco tendrás que ser oficinista ni empleada de una tienda. Cuando tu padre y yo llegamos aquí, nuestro único objetivo era abrir nuestro propio restaurante y, quizá algún día, vivir en una casa.
– Papá y tú lo habéis conseguido.
– Sí, pero tú puedes conseguir mucho más. Cuando tu tía y yo llegamos aquí, sólo unos pocos afortunados podían ejercer una profesión. Puedo contarlos con los dedos de una mano. -Y lo hago-: Y.C. Hong, el primer abogado chino-americano de California; Eugene Choy, el primer arquitecto chino-americano de Los Ángeles; Margaret Chung, la primera doctora chino-americana del país…
– Eso ya me lo has contado mil veces.
– Porque quiero que entiendas que tú puedes ser doctora, abogada, científica o contable. Puedes hacer lo que quieras.
– ¿Hasta trepar a un poste de teléfonos? -pregunta con ironía.
– Sólo deseamos que llegues a lo más alto -replico con calma.
– Por eso voy a ir a la universidad. No quiero trabajar en el restaurante ni en la tienda.
Yo tampoco quiero, y eso es precisamente lo que procuro que entienda. Sin embargo, una parte de mí lamenta profundamente que Joy se avergüence tanto de nuestras empresas familiares, que son lo que le ha proporcionado un techo, ropa y comida. Intento explicárselo, y no por primera vez.
– Los hijos de la familia Fong son médicos y abogados, pero siguen ayudando en el Fong's Buffet -le recuerdo-. Uno de los chicos trabaja en los tribunales por la mañana. Por la noche, los jueces van a cenar a su restaurante y le preguntan: «¿No nos conocemos de algo?» ¿Y el hijo de los Wong? Estudió en la Universidad del Sur de California, pero no le avergüenza ayudar a su padre en la gasolinera los fines de semana.
– No puedo creer que me pongas como ejemplo a Henry Fong. Siempre te lamentas de que se ha vuelto demasiado europeo porque se casó con esa chica de familia escocesa. Y Gary Wong sólo pretende compensar a su familia porque les dio un disgusto casándose con una lo fan y trasladándose a Long Beach para vivir como un eurasiático. Me alegro de que te hayas vuelto tan tolerante.