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Así es como transcurre el último verano de Joy en casa: con una discusión tras otra. En una de las reuniones de la iglesia, Violet me confía que a ella le pasa lo mismo con Leon, que en otoño se marchará a estudiar a Yale.

– A veces es tan desagradable como un pescado arrumbado detrás de un sofá. Aquí hablan del pájaro que abandona el nido. Leon está impaciente por echar a volar. Es mi hijo, sangre de mi sangre, pero no sabe que una parte de mí también quiere verlo marchar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Y llévate tu hedor contigo!

– Es culpa nuestra -le digo por teléfono otra noche, cuando me llama llorando: Leon se ha quejado de que a ella, por su acento, siempre la llamarán extranjera, y cree que si le preguntan de dónde es debería contestar que de Taipei, en Taiwán, y no de Pekín, en la República Popular China, porque si no J. Edgar Hoover y sus agentes del FBI podrían acusarla de espía comunista-. Educamos a nuestros hijos para que fueran americanos, pero también queríamos que fueran hijos chinos bien educados.

May, consciente de la discordia que reina en la casa, le ofrece a Joy un trabajo de extra. Mi hija se muestra entusiasmada.

– ¡Mamá! ¡Por favor! Tía May dice que si voy a trabajar con ella, tendré mi propio dinero para libros, comida y ropa de abrigo.

– Ya hemos ahorrado para eso -respondo, aunque no es del todo cierto. Ese dinero adicional nos vendría muy bien; pero lo último que quiero es que Joy se vaya con May.

– Nunca me dejas hacer nada -protesta mi hija.

May no interviene; se limita a mirarnos, consciente de que, al final, el pícaro Tigre se saldrá con la suya. Así que Joy se va a trabajar con su tía varias semanas. Todas las noches, cuando vuelve a casa, entretiene a su padre y a su tío con relatos de sus andanzas en el plató, pero aun así, siempre encuentra alguna forma de criticarme. May me aconseja que no tenga en cuenta su rebeldía; me dice que eso forma parte de la cultura actual, y que Joy sólo intenta integrarse con los chicos americanos de su edad. Mi hermana no entiende lo confundida que estoy. Todos los días libro una batalla interior: quiero que Joy sea patriótica y tenga todas las oportunidades que le brinda el hecho de ser americana. Y al mismo tiempo, me lamento por no haber sabido enseñarle a ser una buena hija, bien educada y fiel a las tradiciones chinas.

Dos semanas antes de que Joy se marche a la Universidad de Chicago, voy al porche cerrado a darle las buenas noches. Mi hermana está en su cama, en un extremo del porche, hojeando una revista. Joy está sentada en su propia cama, cepillándose el cabello y escuchando a Elvis Presley en el tocadiscos. La pared de su cama está cubierta de fotografías de Elvis y James Dean, que murió el año pasado.

– Mamá -dice cuando voy a darle un beso-, he estado pensando una cosa.

A estas alturas, ya sé que ese preámbulo no augura nada bueno.

– Siempre dices que tía May era la más hermosa de las chicas bonitas de Shanghai.

– Sí -respondo mirando a mi hermana, que aparta los ojos de la revista-. Todos los pintores la adoraban.

– Pues si es así, ¿por qué tu cara siempre es la figura principal en esas revistas que compra papá, ya sabes, las que vienen de China?

– Eso no es verdad -replico, pero sí que lo es.

En estos cuatro años, desde que padre Louie trajo a casa aquel ejemplar de China Reconstructs, Z.G. ha diseñado otras seis portadas donde la cara de May y la mía son perfectamente reconocibles. En los viejos tiempos, los artistas como Z.G. utilizaban a chicas bonitas para anunciar una vida de lujos. Ahora utilizan los carteles, los calendarios y los anuncios para transmitir las convicciones del Partido Comunista a las masas de analfabetos y al mundo exterior. Las escenas en tocadores, salones y cuartos de baño han sido sustituidas por temas patrióticos: May y yo con los brazos estirados como si quisiéramos alcanzar el brillante futuro; las dos con pañuelo en la cabeza, empujando carretillas llenas de piedras para ayudar a construir una presa; o en un arrozal, plantando brotes de arroz. En todas las portadas, mi rostro -de rosadas mejillas- y mi cuerpo -de esbeltas líneas- es la figura central, mientras que mi hermana ocupa una posición secundaria detrás de mí, sosteniendo un cesto en que yo pongo hortalizas, sujetándome la bicicleta, o con la cabeza gacha, cargando algo a la espalda mientras yo miro al cielo. Siempre aparece algún detalle de Shanghai en la ilustración: el río Whangpoo visto desde la ventana de una fábrica; el jardín Yu Yuan de la ciudad vieja, donde unos soldados uniformados entrenan con sus fusiles; el espléndido Bund, convertido en un escenario gris y soso por el que desfilan obreros. Los tonos sutiles, las posturas románticas y los bordes difuminados que tanto le gustaban a Z.G. han sido sustituidos por figuras bordeadas de negro y pintadas de un solo color plano, casi siempre rojo, rojo, rojo.

Joy se levanta y recorre el porche. Examina las portadas que May ha colgado en la pared, junto a su cama.

– El pintor debía de quererte mucho -comenta mi hija.

– Qué va, eso es imposible -dice May para encubrirme.

– Deberías fijarte mejor -replica Joy-. ¿No ves lo que ha hecho el pintor? Dos jóvenes delgadas, pálidas y elegantes, como debías de ser tú entonces, tía May, han sido sustituidas por dos trabajadoras robustas, sanas y fuertes, como mamá. ¿No me has dicho que el abuelo siempre se lamentaba porque mamá tenía cara de campesina, por las mejillas coloradas? Su cara es perfecta para los comunistas.

A veces las hijas son crueles. A veces dicen cosas sin mala intención, pero eso no significa que sus palabras no hieran. Me doy la vuelta y me quedo mirando el huerto para ocultar mis sentimientos.

– Por eso creo que a la que quiere es a ti, tía May. ¿No lo ves?

Respiro hondo; una parte de mi cerebro escucha a mi hija, y la otra reinterpreta lo que ha dicho antes. Al decir: «Debía de quererte mucho», no se refería a mí, sino a May.

– Porque, mira -prosigue Joy-: aquí está mamá, la campesina perfecta para el país, pero fíjate cómo ha pintado tu rostro, tía May. Es precioso. Pareces una diosa o algo así.

Mi hermana no dice nada, pero supongo que está examinando las fotografías.

– Seguro que si el pintor os viera ahora -continúa Joy-, no os reconocería.

Con esas palabras, mi hija consigue herirnos a las dos, pinchando nuestra parte más sensible y vulnerable. Me hinco las uñas en las palmas para controlar mis emociones. Con una sonrisa, me doy la vuelta y poso las manos en los hombros de Joy.

– He venido a darte las buenas noches. Métete en la cama. -Y con tono despreocupado, añado-: Ah, May, ¿puedes ayudarme con la contabilidad del restaurante? No me cuadran los números.

Mi hermana y yo llevamos toda una vida juntas componiendo sonrisas falsas y eludiendo situaciones desagradables. Salimos del porche fingiendo que Joy no nos ha herido con sus comentarios, pero en cuanto llegamos a la cocina, nos abrazamos para darnos fuerza y consuelo. ¿Cómo pueden dolemos tanto las palabras de Joy después de tantos años? Porque todavía llevamos dentro los sueños de lo que podría haber sido, de lo que debería haber sido, de lo que desearíamos que todavía pudiera ser. Eso no significa que no estemos contentas. Lo estamos, pero los deseos románticos de nuestra infancia todavía no nos han abandonado del todo. Como dijo Yen-yen hace muchos años: «A veces me miro en el espejo y me sorprende lo que veo.» Y cuando yo me miro todavía espero ver a aquella chica de Shanghai, no a la esposa y madre en que me he convertido. ¿Y May? No ha cambiado nada. Sigue hermosa, eternamente joven.

– Joy sólo es una niña -le digo-. Nosotras también decíamos y hacíamos tonterías cuando teníamos su edad.