– Al final todo vuelve al principio -replica May.
Me pregunto si estará pensando en el significado original de ese aforismo: que hagamos lo que hagamos en esta vida, siempre volveremos al principio, y tendremos hijos que nos desobedecerán, nos harán daño y nos decepcionarán, igual que nosotros desobedecíamos, hacíamos daño y decepcionábamos a nuestros padres. ¿O está pensando en Shanghai y en que, en cierto modo, desde que nos marchamos no hemos hecho sino prolongar los últimos días que pasamos allí, condenadas a revivir eternamente la pérdida de nuestros padres, Z.G. y nuestra casa, y a sobrellevar las consecuencias de mi violación y el embarazo de May?
– Joy nos dice esas cosas tan hirientes para que estemos unidas -declaro, repitiendo algo que me dijo Violet el otro día-. Sabe que cuando se marche, nos quedaremos muy tristes.
May desvía la mirada; tiene los ojos llorosos.
A la mañana siguiente, cuando voy al porche, veo que han desaparecido las portadas de China Reconstructs que colgaban de las paredes.
Estamos en el andén de la Union Station, despidiéndonos de Joy. May y yo llevamos faldas con mucho vuelo, ahuecadas por las enaguas y ceñidas a la cintura con estrechos cinturones de piel. La semana pasada tintamos los zapatos de tacón de aguja para que hicieran juego con los vestidos, guantes y bolsos. Fuimos al Palace Salon a rizarnos el pelo y cardarlo hasta que alcanzó una altura impresionante; ahora nos protegemos el peinado con un pañuelo de colores vivos anudado bajo la barbilla. Sam lleva su mejor traje y tiene una expresión triste. Y Joy está loca de alegría.
De su bolso, May saca la bolsita con las tres monedas, las tres semillas de sésamo y las tres habichuelas que le regaló mama. Me ha preguntado si podía regalársela a Joy. Yo le he dicho que sí, pero me habría gustado pensármelo mejor. May le cuelga la bolsita del cuello y dice:
– El día que naciste te di esto para que te protegiera. Ahora espero que lo lleves mientras estés lejos de nosotros.
– Gracias, tía -responde Joy, y aprieta la bolsita-. No pienso exprimir una naranja más, ni vender una sola gardenia más, en toda mi vida -promete al abrazar a su padre-. No volveré a llevar vestidos de tela atómica ni esos horribles jerséis de fieltro -me promete después de besarme-. No quiero ver otro rascador de espalda ni otra pieza de porcelana de Cantón.
Soportamos su frivolidad, la escuchamos y le damos nuestros mejores consejos y nuestras últimas palabras: la queremos, debe escribirnos todos los días, puede llamarnos por teléfono si tiene algún problema, ha de comerse primero las albóndigas que le ha hecho su padre y luego las galletas y la mantequilla de cacahuete que le hemos puesto en el cesto. Joy sube al tren; la ventanilla la separa de nosotros mientras se despide con la mano y dice, moviendo los labios: «¡Os quiero! ¡Os echaré de menos!» Cuando el tren se pone en marcha, caminamos por el andén diciéndole adiós con la mano y llorando hasta que la perdemos de vista.
Al regresar a casa, es como si hubieran cortado la electricidad. Ya sólo quedamos cuatro, y la tranquilidad, sobre todo durante el primer mes, es tan insoportable que May se compra un Ford Thunderbird nuevo, y Sam y yo un televisor. May viene a casa después del trabajo, cena algo deprisa, le da las buenas noches a Vern y se marcha de nuevo. Los demás nos sentamos en el salón y vemos La ley del revólver y Cheyenne, recordando cómo le gustaban las vaqueras a Joy.
– «Queridos mamá, papá, tía May y tío Vern -leo en voz alta. Estamos sentados alrededor de la cama de Vern-. En vuestra carta me preguntabais si os añoraba. ¿Cómo contestar a esa pregunta sin ofenderos? Si os digo que me estoy divirtiendo, os haré daño. Si os digo que estoy triste, os preocuparéis por mí.»
Miro a los demás. Sam y May asienten con la cabeza. Vern retuerce la sábana con los dedos. No acaba de entender que Joy se haya marchado; tampoco entiende del todo que sus padres hayan muerto.
– «Pero creo que a papá le gustaría que dijera la verdad -continúo-. Estoy muy contenta y me lo paso muy bien. Las clases son interesantes. Estoy haciendo un trabajo sobre un escritor chino llamado Lu Hsün. Supongo que no habréis oído hablar de él…»
– ¡Ja! -salta mi hermana-. Podríamos contarle muchas cosas. ¿Te acuerdas de lo que escribió sobre las chicas bonitas?
– Sigue leyendo, sigue leyendo -pide Sam.
Joy no viene a casa por Navidad. No nos molestamos en poner un gran árbol. Sam compra un arbolito de apenas medio metro, que colocamos sobre la cómoda de Vern.
Hacia finales de enero, el entusiasmo inicial de Joy deja paso, por fin, a la añoranza:
¿Cómo puede la gente vivir en Chicago? Aquí hace mucho frío. Nunca sale el sol, y el viento no para de soplar. Gracias por la ropa interior de abrigo que me comprasteis en la tienda de excedentes del Ejercito, pero ni siquiera con eso consigo calentarme. Aquí todo es blanco -el cielo, el sol, la cara de la gente-, y los días son demasiado cortos. No sé qué echo más de menos, si ir ala playa o pasearme por los platos con tía May. Hasta añoro el cerdo agridulce que prepara papá en el restaurante.
Ese último comentario es grave. El cerdo agridulce es el peor plato lo fan: demasiado dulce y demasiado empanado. En febrero, mi hija escribe:
Confiaba en que alguno de mis profesores me diera trabajo para las vacaciones de primavera. ¿Cómo es posible que ninguno tenga nada que ofrecerme? En la clase de Historia me siento en la primera fila, pero el profesor les reparte asignaciones a todos antes que a mí. Si se acaban, mala suerte.
Le contesto:
La gente siempre te dirá que no puedes hacer esto o aquello, pero no olvides que puedes hacer cualquier cosa que te propongas. No dejes de ir a la iglesia. Allí siempre te aceptarán, y podrás comentar la Biblia. Es conveniente que la gente sepa que eres cristiana.
Me responde:
Todos me preguntan por qué no vuelvo a China. Les digo que no puedo volver a un sitio donde no he estado nunca.
En marzo, de repente, Joy se anima.
– Quizá sea porque ha terminado el invierno -insinúa Sam. Pero no es eso, porque sigue quejándose del interminable invierno. Lo que pasa es que hay un chico…
Mi amigo Joe me pidió que me uniera a la Asociación de Estudiantes Chinos Democristianos. Me gustan los miembros del grupo. Hablamos de integración, matrimonios mixtos y relaciones familiares. Cocinamos y comemos juntos. Estoy aprendiendo mucho, y por suerte veo caras amigas.
Dejando aparte a ese tal Joe, quienquiera que sea, me alegro de que Joy se haya unido a un grupo cristiano. Sé que allí entablará amistades. Después de leerles la carta a todos, escribo nuestra respuesta:
Tu padre quiere que nos cuentes cómo te van los estudios este trimestre. ¿Sigues bien las clases? Tía May quiere saber cómo visten las chicas de Chicago y si puede enviarte algo. Yo no tengo mucho más que añadir. Aquí todo sigue igual, o casi igual. Hemos cerrado la tienda de curiosidades; el negocio no marchaba tan bien como para contratar a alguien que se ocupara de vender todos esos «cachivaches», como tú los llamas. El restaurante sí funciona bien, y tu padre tiene mucho trabajo. Tío Vern quiere saber algo más de Joe.
(En realidad Vern no ha hecho ningún comentario sobre Joe, pero los demás estamos muertos de curiosidad.)
Ya conoces a tu tía: siempre trabajando. ¿Qué más? Bueno, ya sabes cómo están las cosas por aquí. Todos temen que los llamen comunistas. Cuando alguien tiene problemas en el trabajo, o en las rivalidades amorosas, una solución fácil es acusar al otro de ser comunista. «¿Sabías que fulano es comunista?» Ya sabes cómo es la gente: le gusta cotillear; perseguir el viento y cazar sombras. Si alguien vende muchos artículos, debe de ser comunista. Si una chica rechaza mis atenciones, debe de ser comunista. Por suerte, tu padre no tiene enemigos, y a tu tía no la corteja nadie.