Ésa es mi manera -un tanto rebuscada, ya lo sé- de intentar sonsacarle algo más sobre ese amigo suyo. Pero mi hija es tan avispada como yo y adivina mis intenciones. Como de costumbre, espero a que estemos todos en casa antes de leer la carta, reunidos alrededor de la cama de Vern.
Joe os gustaría. Está haciendo el curso de preparación para la carrera de Medicina. Los domingos va a la iglesia conmigo. Ya sé que quieres que rece, pero en la Asociación Cristiana no rezamos. En las reuniones tampoco hablamos de Jesús. Hablamos de las injusticias cometidas contra personas como papá y tú y los abuelos. Hablamos de lo que les ha pasado a los chinos en el pasado y de lo que sigue pasándoles a los negros. El fin de semana tomamos parte en un piquete frente a Montgomery Ward porque se niegan a contratar a negros. Joe piensa que las minorías tienen que ayudarse. Joe y yo solicitamos firmas. Me gusta pensar en los problemas de los demás, para variar.
Cuando llego al final de la carta, Sam pregunta: -¿Crees que ese Joe habla sze yup? No quiero que nuestra hija se case con alguien que no conozca nuestro dialecto. -¿Quién ha dicho que es chino? -inquiere May. Nos ponemos a discutir.
– Se trata de una asociación china -razona Sam-. Tiene que ser chino.
– Y van juntos a la iglesia -añado.
– ¿Y qué? Siempre la has animado a ir a la iglesia fuera de Chinatown para que conociera a otro tipo de personas -tercia May, y tres pares de ojos acusadores me fulminan.
– Se llama Joe -digo-. Es un buen nombre. Suena chino. Mientras miro ese nombre escrito con la pulcra caligrafía de Joy e intento discernir quién será ese Joe, mi hermana -mi hermanita diabólica de siempre- nombra a otros Joes:
– Joe DiMaggio, Joseph Stalin, Joseph McCarthy…
– Escríbele -interrumpe Vern-. Dile que los comunistas no son buenos amigos. Tendrá problemas.
Pero no es eso lo que le digo a Joy. Escribo algo mucho más suticlass="underline" «¿Cuál es el apellido de Joe?»
A mediados de mayo recibo su respuesta:
Ay, mamá, qué graciosa eres. Os imagino a ti, a papá, a tía May y tío Vern sentados y preocupados por esto. El apellido de Joe es Kwok, ¿vale? A veces hablamos de ir a China a ayudar a nuestros paisanos. Según Joe, los chinos tenemos un proverbio que dice: «Miles y miles de años para China.» Ser chino y llevar esa carga a las espaldas y en el corazón puede resultar muy pesado, pero también puede ser una fuente de orgullo y felicidad. Dice: «¿No deberíamos participar en lo que está sucediendo en nuestro país natal?» Hasta me ha acompañado a sacarme el pasaporte.
Me quedé preocupada cuando Joy se marchó a Chicago. Me preocupé cuando vi que nos añoraba. Me preocupé cuando supe que salía con un chico del que no sabíamos nada. Pero esto es diferente. Esto me hace temblar de miedo.
– China no es su país natal -gruñe Sam.
– Ese Joe es comunista -dice Vern, pero él ve comunistas por todas partes.
– No es más que amor -opina May con tono despreocupado, pero detecto inquietud en su voz-. Cuando están enamoradas, las chicas dicen y hacen estupideces.
Doblo la carta y la guardo en el sobre. Desde tan lejos no podemos hacer nada, pero me pongo a salmodiar algo más que una oración, una especie de súplica desesperada: «Devuélvela a casa, devuélvela a casa, devuélvela a casa.»
Dominó
Llega el verano y Joy vuelve a casa. Nos deleitamos con su voz suave y melodiosa. Intentamos no tocarla, pero le damos palmaditas en la mano, le alisamos el cabello y le arreglamos el cuello de la blusa. Su tía le regala revistas de cine firmadas, diademas de colores y unas pantuflas moradas con plumas de avestruz. Yo le preparo sus platos preferidos: cerdo cocido al vapor con huevos de pato, ternera lo mein al curry con tomate, alitas de pollo con judías negras, y, de postre, tofu de almendras con macedonia de fruta. Sam le trae algún capricho todos los días: pato asado de la carnicería Sam Sing, pastel de nata con fresas de la pastelería Phoenix, y cerdo bao de esa tiendecita de Spring Street que tanto le gusta a ella.
Pero ¡cuánto ha cambiado Joy en estos nueve meses! Lleva pantalones pirata y blusas de algodón sin mangas y entalladas, que destacan su diminuta cintura. Se ha cortado el pelo como un chico. También ha cambiado su carácter. No me refiero a que nos plante cara o nos insulte, como hacía los últimos meses antes de irse a Chicago. No es eso, sino que ha regresado creyendo que sabe más que nosotros sobre viajes (ha ido a Chicago y ha vuelto en tren, y ninguno de nosotros ha subido a un tren desde hace años), sobre finanzas (tiene su propia cuenta bancaria y su propio talonario de cheques, mientras que Sam y yo todavía guardamos nuestro dinero en casa, donde el gobierno -o quien sea- no pueda quitárnoslo); pero sobre todo ha cambiado su idea de China. ¡Qué discursos tenemos que oír!
Joy se exhibe ante el más moderado de la familia, su tío Vern. Si el Cerdo, con su carácter inocente, tiene algún defecto, es que confía en todo el mundo y cree cualquier cosa que le digan, aunque se lo diga un extraño, un estafador o una voz por la radio. Los programas anticomunistas que lleva años escuchando por la radio han influenciado sus opiniones sobre la República Popular China. Pero ¿qué clase de objetivo es Vern? No es una buena elección. Cuando Joy proclama: «Mao ha ayudado al pueblo de China», lo único que sabe decir su tío es: «En China no hay libertad.»
– Mao quiere que los campesinos y obreros tengan las mismas oportunidades que papá y mamá quieren que tenga yo -insiste ella, inflexible-. Por primera vez, la gente del campo puede ir a la escuela y la universidad. Y no sólo los chicos. Mao dice que las mujeres deben recibir «el mismo salario por el mismo trabajo».
– Tú nunca has estado en China -le recuerda Vern-. No sabes nada de…
– Sé mucho sobre China. Participé en un montón de películas sobre China cuando era pequeña.
– China no es como la pintan en las películas -tercia su padre, que normalmente se mantiene al margen de esas discusiones.
Joy no discute con él. Y no porque Sam intente controlarla, como haría todo padre chino que se preciara, ni porque ella sea una obediente hija china. Joy es como una perla en la palma de la mano de Sam: eternamente preciosa; y para ella, él es el sólido suelo que pisa: siempre firme y seguro.
May aprovecha ese paréntesis para aclarar las cosas:
– China no es como un plató de cine. De allí no puedes marcharte cuando las cámaras dejan de rodar.
Creo que es lo más severo que le he oído decirle a Joy, pero esa leve reprimenda actúa como una aguja clavada en el corazón de mi hija. De pronto, Joy se concentra en May y en mí, dos hermanas que nunca se han separado, que son íntimas amigas y cuyo lazo es más profundo de lo que ella podría imaginar.
– En China, las chicas no se visten como a ti y tía May os gusta que me vista -me dice un par de días más tarde, mientras plancho unas camisas en el porche-. Cuando conduces un tractor, no puedes llevar vestido. Las chicas tampoco tienen que aprender a bordar. No tienen que ir a la iglesia ni a la escuela china. Y sus padres no se pasan la vida machacándolas con que deben obedecer.
– Puede ser -replico-, pero tienen que obedecer al presidente Mao. ¿Qué diferencia hay entre eso y obedecer al emperador o a tus padres?
– En China no hay carencias. Todo el mundo tiene para comer. -Su réplica no es una respuesta, sino otro eslogan que ha aprendido en sus clases o de su amigo Joe.
– Quizá tengan para comer, pero ¿y la libertad?
– Mao cree en la libertad. ¿No has oído hablar de su última campaña? Dice: «Que florezcan cien flores.» ¿Sabes qué significa? -No espera a que conteste-: Ha invitado a la gente a criticar la nueva sociedad…