– No nos quieren aquí -digo en voz baja, con la vista clavada en las llamas-. Nunca nos han querido. Van a intentar engañarnos, pero tenemos que engañarlos a ellos.
– Quizá Sam debería confesar y acabar con todo esto -propone May-. Así conseguiría la nacionalidad, y no tendríamos que preocuparnos más.
– Sabes perfectamente que no basta con que Sam confiese su situación. Tendría que acusar a otros: a tío Wilburt, tío Charley, a mí…
– Deberíais confesar todos a la vez. Así conseguiríais la ciudadanía legal. ¿Acaso no la quieres?
– Claro que la quiero. Pero ¿y si el gobierno miente?
– ¿Por qué iba a mentir?
– ¿Cuándo no ha mentido? -espeto. Y añado-: ¿Y si deciden deportarnos? Si demuestran que Sam es un inmigrante ilegal, podrían deportarlo.
Mi hermana reflexiona un momento y replica:
– No quiero perderos. Le prometí a padre Louie que no permitiría que os mandaran a China. Sam debe confesar por el bien de Joy, por tu bien, por el bien de todos. Esto es una posibilidad de amnistía, de reunir a la familia y de librarnos por fin de nuestros secretos.
No entiendo por qué no ve o no quiere ver los problemas a que nos exponemos, pero ella está casada con un verdadero ciudadano, entró en el país como su esposa legal, y no se enfrenta a la misma amenaza que Sam y yo.
Me pasa un brazo por los hombros y me estrecha.
– No te preocupes, Pearl -dice para tranquilizarme, como si yo fuera la moy moy y ella la jie jie-. Contrataremos a un abogado para que se encargue de todo.
– ¡No! Ya pasamos por esto una vez, en Angel Island. Vamos a trabajar juntos para dar la vuelta a sus acusaciones, como hicimos en Angel Island. Debemos desconcertarlos. Lo importante es que nos mantengamos firmes en nuestra versión.
– Sí, tienes razón -aprueba Sam, que aparece en la oscuridad y echa otro montón de periódicos y recuerdos al fuego-. Pero ante todo debemos demostrar que somos los americanos más leales que jamás han existido.
A May no le gusta la idea, pero es mi moy moy y la cuñada de Sam, y tiene que obedecer.
A Joy -a quien hemos contado lo menos posible, convencidos de que su ignorancia contribuye a dar solidez a nuestra historia- y a May no las llaman para interrogarlas, y nadie viene a casa a entrevistar a Vern. Pero en las cuatro semanas siguientes, a Sam y a mí -muchas veces juntos, para que yo pueda traducir cuando nos pasan del agente especial Sanders al agente Mike Billings, que trabaja para Inmigración, no entiende ni una sola palabra de chino y es igual de simpático que el comisario Plumb de Angel Island- nos someten a numerosos interrogatorios. A mí me preguntan sobre mi pueblo natal, un sitio donde no he estado nunca. A Sam le preguntan por qué sus presuntos padres lo dejaron en China cuando tenía siete años. Nos preguntan la fecha de nacimiento de padre Louie. Nos preguntan -con una sonrisa de condescendencia- si conocemos a alguien que ganara dinero vendiendo plazas de hijo de papel.
– Alguien debía de beneficiarse de eso -insinúa Billings con fingida complicidad-. Sólo tienen que decirnos quién.
Nuestras respuestas no lo ayudan en su investigación. Le decimos que durante la guerra recogíamos papel de aluminio y vendíamos bonos de guerra. Le decimos que le estreché la mano a madame Chiang Kai-shek.
– ¿Tiene una fotografía que lo demuestre? -inquiere Billings, pero ésa es la única fotografía que no tomamos ese día.
A principios de agosto, Billings cambia de táctica.
– Si es verdad que su presunto padre nació aquí, ¿por qué siguió enviando dinero a China cuando debería haber dejado de hacerlo?
– El dinero iba dirigido al pueblo de sus antepasados -contesto-. Su familia lleva cinco generaciones allí.
– ¿Y por eso su marido continúa mandando dinero a China?
– Hacemos lo que podemos por nuestros parientes, que han quedado atrapados allí en una situación tremendamente adversa -respondo.
Entonces Billings rodea la mesa, levanta a Sam agarrándolo por las solapas y le grita en la cara:
– ¡Reconózcalo! ¡Envía dinero porque es comunista!
No hace falta que lo traduzca para que Sam comprenda lo que ha dicho el agente, pero lo hago, con el mismo tono pausado que he utilizado desde el principio, para demostrarle a Billings que nada de lo que diga nos apartará de nuestra historia, nuestra seguridad y nuestra verdad. Pero de pronto Sam -que no ha vuelto a ser el mismo desde la noche en que Joy se burló de él por cómo cocinaba y por su inglés, y que no ha dormido bien desde que el agente Sanders fue a nuestro restaurante- se levanta de un brinco, apunta a Billings con un dedo y lo llama comunista. Ambos se ponen a gritar («¡No, el comunista es usted!» «¡No, es usted!»), y yo me quedo sentada, repitiendo la frase en ambos idiomas. Billings está cada vez más furioso, pero Sam sigue firme y tranquilo. Al final Billings cierra la boca, se deja caer en la silla y se queda mirándonos con odio. No tiene ninguna prueba contra Sam, del mismo modo que Sam no tiene ninguna prueba contra él.
– Si no quiere confesar, señor Louie, ni revelarnos quién ha vendido documentos falsos en Chinatown, quizá pueda contarnos algo sobre sus vecinos.
Sam recita serenamente un aforismo, y yo lo traduzco:
– «Barre la nieve acumulada delante de tu puerta, y no te preocupes por la escarcha acumulada en el tejado de la casa contigua.»
Parece que vamos ganando, pero en el forcejeo y la lucha, los brazos delgados no pueden vencer a las piernas gruesas. El FBI e Inmigración interrogan a tío Wilburt y tío Charley, que se niegan a confesar, hablar de nosotros o admitir que padre Louie les vendió los papeles. «Quienes no hunden a los perros que se están ahogando pueden considerarse personas decentes», reza otro aforismo chino.
El domingo, cuando tío Fred viene a cenar con su familia, le pedimos a Joy que salga afuera con las niñas, para que él pueda explicarnos cómo fue la visita del agente Billings a su casa de Silver Lake. El período que Fred pasó en el ejército, sus años en la universidad y su consultorio de odontología le han borrado el acento casi por completo. Vive muy bien con Mariko y sus hijas mestizas. Tiene la cara redonda y llena, y ahora también un poco de barriga.
– Le dije que soy veterano, que serví en el ejército y luché por Estados Unidos -nos cuenta-. Y él me miró y dijo: «Y consiguió la ciudadanía.» ¡Pues claro que conseguí la ciudadanía! Eso es lo que prometió el gobierno. Entonces sacó unos documentos y me invitó a echarles un vistazo. ¡Era mi expediente de inmigración de Angel Island! ¿Os acordáis de los manuales? Bueno, pues está todo en el expediente. Hay información sobre el viejo y sobre Yen-yen. Contiene nuestras fechas de nacimiento y resume toda nuestra historia, porque todos estamos conectados. Me preguntó por qué no conté la verdad sobre mis presuntos hermanos cuando me alisté en el ejército. No contesté.
Le da la mano a Mariko. Ella está pálida de miedo, el mismo miedo que nos atenaza a todos.
– No me importa que se metan con nosotros -continúa Fred-. Pero cuando la toman con nuestras hijas, que nacieron aquí… -Niega con la cabeza haciendo una mueca de disgusto-. La semana pasada, Bess llegó a casa llorando. Su maestra de quinto grado les había puesto una película sobre la amenaza comunista. Salían rusos con gorro de piel, y chinos… bueno, como nosotros. Al final de la película, el narrador pedía a los alumnos que llamaran al FBI o la CIA si veían a alguien que les pareciera sospechoso. ¿Quién parecía sospechoso en la clase? Mi Bess. Ahora sus amigas no quieren jugar con ella. Y también me preocupa lo que pueda pasarles a Eleanor y la pequeña Mamie. Siempre les recuerdo a las niñas que se llaman como las primeras damas, y les digo que no han de temer nada.