Me mira con resignación.
– No quiero que me deporten -dice con tristeza.
– No lo harán. -Le aprieto el brazo-. Pero en caso de que te deporten, yo iré contigo.
Él me mira.
– Eres muy buena, pero ¿y Joy?
– Iré con vosotros, papá.
Estamos los tres abrazados, y entonces recuerdo algo que dijo Z.G. hace mucho tiempo: hablaba de ai kuo, el amor por la patria, y ai jen, el sentimiento por la persona amada. Sam se enfrentó al destino y se marchó de China, y ni siquiera después de todo lo ocurrido ha dejado de creer en América, pero por encima de todo ama a Joy.
– Estoy bien -dice Sam en inglés, dándole unas palmaditas en la cabeza a Joy. Luego vuelve a hablar en sze yup-: Id con Vern. ¿No lo oís en su habitación? Necesita ayuda. Está asustado.
Las dos nos levantamos. Le seco las lágrimas a mi hija. Joy va hacia la habitación de Vern, y Sam me coge la mano. Enrosca un dedo en el brazalete de jade y me retiene para demostrarme lo mucho que me quiere.
– No te preocupes, Zhen Long -me dice.
Luego me suelta y se queda mirándose la mano un momento, frotando las lágrimas de su hija con los dedos.
Cuando entro en la habitación de Vern, lo encuentro muy agitado. Murmura frases incoherentes sobre Mao y su eslogan «Que florezcan cien flores», y dice que ahora el presidente condena a muerte a todos a los que antes animó a criticar al gobierno. Está tan confundido que no puede separar eso de lo que ha oído decir en el salón. Mientras desvaría -está tan alterado que se ha manchado el pañal, y cada vez que se retuerce o golpea la cama con los puños rezuma un olor repugnante-, lamento que mi hermana no esté en casa. Lamento por enésima vez que no se ocupe de su marido. Joy y yo tardamos bastante en tranquilizarlo y limpiarlo. Cuando por fin volvemos al salón, Sam se ha marchado.
– Tenemos que hablar sobre ese grupo al que perteneces -le digo a Joy-, pero esperaremos a que vuelva tu padre.
Ella no intenta disculparse. Con la absoluta certeza que le confieren su juventud y haberse criado en América, dice:
– Todos somos ciudadanos, y éste es un país libre. No pueden hacernos nada.
Suspiro.
– Ya lo hablaremos con tu padre.
Voy al cuarto de baño de mi habitación para limpiarme el olor de Vern. Me lavo las manos y la cara, y cuando levanto la cabeza veo el reflejo del espejo, por encima de mi hombro…
– ¡Sam! -grito.
Me vuelvo hacia el compartimento del inodoro, donde Sam cuelga de una soga. Le abrazo las oscilantes piernas y lo levanto para quitarle peso del cuello. Todo se oscurece ante mis ojos, mi corazón se desmenuza como el polvo y mis gritos de horror me ensordecen.
El infinito océano humano
No suelto a Sam hasta que Joy coge un taburete y un cuchillo y corta la soga. No me separo de él cuando vienen a llevárselo a la funeraria. Le doy todos los cuidados que puedo, tocándolo con todo el amor y el cariño que no podía demostrarle cuando estaba vivo. Luego May me recoge en la funeraria y me lleva a casa. En el coche me dice:
– Sam y tú erais un par de patos mandarines, siempre juntos. Como un par de palillos, idénticos, siempre en armonía.
Le agradezco esas palabras, pero no me ayudan.
Me quedo levantada toda la noche. Oigo a Vern dando vueltas en su cama, en la habitación de al lado, y a May consolando a mi hija en el porche, hasta que al final la casa se queda en silencio. «Hay quince cubos sacando agua del pozo, siete suben y ocho bajan»; significa que me asaltan la ansiedad y las dudas, y que no puedo dormir, porque si me duermo me acosarán los sueños. Me quedo de pie junto a la ventana, donde una suave brisa agita mi camisón. Se diría que la luna me ilumina sólo a mí. Dicen que los matrimonios se deciden en el cielo, que el destino puede juntar hasta a las personas más alejadas, que todo está determinado antes del nacimiento, y que por mucho que nos alejemos de nuestro camino, por mucho que cambie nuestra suerte -para bien o para mal-, lo único que podemos hacer es cumplir lo que nos marca el destino. Eso es, en suma, nuestra bendición y nuestro tormento.
Los reproches abrasan mi piel y hurgan en mi corazón. No tuve suficientes relaciones esposo-esposa con Sam. A menudo lo veía como un simple conductor de rickshaw. Dejaba que mi anhelo del pasado le hiciese sentir que él no era suficiente, que nuestra vida no era suficiente, que Los Ángeles no era suficiente. Peor aún: no le di suficiente apoyo en sus últimos días. Debí luchar más contra el FBI e Inmigración para solucionar nuestros problemas. ¿Por qué no vi que Sam ya no podía seguir llevando nuestra carga con su ventilador de hierro?
Por la mañana temprano, sin pasar por el porche, salgo por la puerta principal y voy a la parte trasera de la casa. En nuestra comunidad se producen muchos suicidios, pero tengo la impresión de que la muerte de Sam ha añadido otro grano de sal al infinito océano humano de desgracia y dolor. Imagino a mis vecinos, al otro lado de la alambrada de mi jardín cubierta de rosas, languideciendo y expresando una tristeza inmemorial. En ese momento de silencio y dolor sé qué tengo que hacer.
Vuelvo a mi habitación, busco una fotografía de Sam y la llevo al altar familiar del salón. La pongo junto a las de Yen-yen y padre. Miro los objetos que Sam puso en el altar para representar a otros seres queridos que hemos perdido: mis padres, sus padres y hermanos, y nuestro hijo. Espero, por el bien de Sam, que su versión del más allá exista y que ahora él esté con todos ellos, mirándonos desde el Mirador de las Almas Perdidas, y que pueda vernos a mí, a Joy, May y Vern. Enciendo incienso e inclino la cabeza tres veces. Sin importar lo que siento por mi único Dios, prometo hacer esto a diario hasta el día de mi muerte, cuando me reuniré con Sam en su cielo o en el mío.
Creo en un único Dios, pero también soy china, así que en el funeral de Sam cumplo ambas tradiciones. En el funeral chino -el rito más importante- expresamos por última vez nuestro respeto hacia la persona que nos ha dejado, le damos la última oportunidad de salvar su prestigio, y les hablamos a los jóvenes de los logros y hazañas de su antepasado más reciente. Deseo todo eso para Sam. Escojo el traje con que descansará en su ataúd. Le pongo fotografías mías y de Joy en los bolsillos, para que las tenga con él cuando vaya al cielo de los chinos. Me aseguro de que todos vamos vestidos de negro, y no de blanco como marca la tradición china. Recitamos oraciones para dar gracias por Sam, para pedir bendiciones y perdón para los vivos, y piedad para todos. No hay banda de música; sólo está Bertha Hom tocando el órgano: Amazing Grace, Nearer, My God, to Thee y America the Beautiful. Luego celebramos un banquete sencillo, modesto y solemne en el Soochow: de cinco mesas, sólo cincuenta personas; es un funeral minúsculo comparado con el de padre Louie, más reducido aún que el de Yen-yen, debido al miedo que tienen nuestros vecinos, amigos y clientes. Siempre puedes contar con la gente para que acuda a tu fiesta cuando estás en un momento de esplendor, pero no esperes que te envíen carbón cuando lleguen las nevadas.
Me siento a la mesa principal, entre mi hermana y mi hija. Se comportan debidamente, pero ambas se sienten culpables: May por no haber estado en casa cuando pasó, y Joy por considerarse la causante del suicidio de su padre. Debería decirles que no piensen en esas cosas. Nadie, absolutamente nadie, podría haber previsto que Sam cometería esa locura. Pero al hacerlo, nos ha librado a todos de futuras investigaciones. Como me dijo el agente Billings cuando vino a casa tras la muerte de Sam:
– Ahora que su esposo y su suegro están muertos, no podemos demostrar nada. Y resulta que podríamos estar equivocados sobre el grupo en que se integró su hija. Son buenas noticias para usted, pero le daré un pequeño consejo: en septiembre, cuando su hija vuelva a la universidad, dígale que se mantenga apartada de cualquier tipo de organización china, por si acaso.
Lo miré y repliqué: