Pero si Joy no puede escapar de su naturaleza esencial, yo tampoco puedo escapar de la mía. El instinto maternal es muy fuerte. Pienso en mi madre y en todo lo que hizo para salvarnos del Clan Verde y protegernos de los japoneses. Quizá a mama le resultara muy difícil tomar la decisión de dejar atrás a baba, pero lo hizo. Seguro que la aterraba entrar en la habitación donde estaban aquellos soldados, pero tampoco vaciló. Ahora mi hija me necesita. Por muy peligroso que sea el viaje y por muy graves que sean los riesgos, tengo que encontrarla. Joy debe saber que estaré a su lado y que la apoyaré incondicionalmente en cualquier situación.
Mis labios esbozan una débil sonrisa cuando comprendo que, por una vez, me va a ayudar no ser ciudadana de Estados Unidos. No tengo pasaporte norteamericano, sino sólo un Certificado de Identidad que me permitirá salir de este país que nunca me ha querido. Me queda un poco de dinero guardado en el forro del sombrero, pero no basta para llegar a China. Vender el restaurante me llevaría demasiado tiempo. Podría ir al FBI y confesarlo todo o más, decirles que soy una comunista rabiosa de la peor calaña, para que me deportaran…
May sirve la sopa en tres cuencos y vamos a la habitación de Vern. Lo encontramos pálido y aturdido. No muestra interés por la comida y retuerce las sábanas con nerviosismo.
– ¿Dónde está Sam? ¿Dónde está Joy?
– Lo siento, Vern. Sam ha muerto -le dice May, supongo que por enésima vez este día-. Y Joy se ha escapado de casa. ¿Entiendes, Vern? Joy no está aquí. Se ha marchado a China.
– China es un sitio muy malo.
– Ya lo sé.
– Quiero que venga Sam. Quiero que venga Joy.
– Intenta tomarte la sopa.
– Iré a buscar a Joy -anuncio-. Quizá pueda encontrarla en Hong Kong, pero si es necesario entraré en China.
– China es un sitio muy malo -repite Vern-. Allí te mueres.
Dejo mi cuenco en el suelo.
– ¿Puedes prestarme dinero, May?
Mi hermana no vacila:
– Claro que sí, pero no sé si tengo suficiente.
¿Cómo va a tenerlo si se lo ha gastado todo en ropa, joyas, distracciones y en su flamante automóvil? Rechazo esos reproches y me recuerdo que May también ha ayudado a pagar esta casa y los estudios de Joy.
– Yo sí -dice Vern-. Tráeme barcos. Muchos barcos.
May y yo nos miramos sin comprender.
– ¡Necesito barcos!
Le doy el que encuentro más cerca. Vern lo coge y lo tira al suelo. La maqueta se rompe, y de su interior sale un rollo de billetes sujetos con una goma.
– Mi dinero de la hucha familiar -explica él-. ¡Más barcos! ¡Dame más!
Entre los tres, destrozamos su colección de barcos, aviones y coches de carreras. El viejo era tacaño, pero también justo. Y claro, le dio a su hijo su parte de la hucha familiar, incluso después de que se quedara inválido. Pero Vern, a diferencia del resto, no se gastó su parte. Sólo lo he visto utilizar dinero en una ocasión: el día que nos llevó a la playa en tranvía, la primera Navidad que pasamos en Los Ángeles.
Juntamos los billetes y los contamos sobre la cama de Vern. Hay más que suficiente para un billete de avión, y hasta para sobornos, si fuera necesario.
– Iré contigo -dice May-. Estando juntas la cosas siempre nos han ido mejor.
– No; debes quedarte aquí. Tienes que cuidar de Vern, del restaurante, la casa, los antepasados…
– ¿Y si encuentras a Joy y las autoridades no os dejan salir del país?
Eso la preocupa, y a Vern también. Y yo estoy aterrorizada. Si no nos preocupáramos, seríamos estúpidos. Sonrío y digo:
– Eres mi hermana, y eres muy lista. Así que empieza a pensar cómo solucionar ese supuesto.
Mientras May asimila mis palabras, casi puedo ver cómo en su mente se va formando una lista de tareas.
– Voy a llamar otra vez a Betsy y a su padre -dice-. Y escribiré al vicepresidente Nixon. Cuando era senador, Nixon ya ayudó a algunos a salir de China. Conseguiré que nos ayude.
Pienso: «No va a ser fácil», pero no lo digo. No soy ciudadana de Estados Unidos y no tengo pasaporte de ningún país. Y nos enfrentamos a la China Roja. Pero no me queda más remedio que creer que, llegado el caso, mi hermana logrará sacarnos de China, porque ya lo hizo una vez, cuando huimos de Shanghai.
– He pasado mis primeros veintiún años en China y mis últimos veinte en Los Ángeles -le digo a May con firmeza, reflejo de mi determinación-. No tengo la impresión de volver a casa. Siento que estoy perdiendo mi hogar. Cuento contigo para que Joy y yo sigamos teniendo algo aquí cuando regresemos.
Al día siguiente, meto en una maleta el Certificado de Identidad que me entregaron en Angel Island y la vieja ropa de campesina que me compró May para salir de China. Cojo unas fotografías de Sam para darme valor, y otras de Joy para enseñárselas a la gente que encuentre en mi viaje. Voy al altar familiar y me despido de Sam y los demás. Recuerdo algo que dijo May hace tiempo: «Al final, todo vuelve al principio.» Por fin comprendo lo que quiso decir: no sólo repetimos nuestros errores, sino que también se nos ofrecen oportunidades para remediarlos. Hace veinte años perdí a mi madre cuando huíamos de China; ahora vuelvo a China, convertida en madre, para poner las cosas -muchas cosas- en su sitio. Abro la caja donde Sam guardó la bolsita que me regaló mama. Me la cuelgo del cuello. Esa bolsita ya me ha protegido en otros viajes, y espero que la que May le regaló a Joy cuando se marchaba a la universidad la esté protegiendo ahora.
Me despido del niño-esposo y le doy las gracias, y May me lleva en coche al aeropuerto. Mientras veo pasar las palmeras y las casas de estuco, repaso mi plan: iré a Hong Kong, me pondré la ropa de campesina y cruzaré la frontera. Iré al pueblo natal de los Louie y al de los Chin, pues ambos son sitios de los que Joy ha oído hablar, aunque mi corazón de madre intuye que allí no la encontraré. Joy ha ido a Shanghai a buscar a su verdadero padre e indagar sobre el pasado de su madre y su tía, y yo pienso seguirla hasta allí. Claro que temo que me maten, pero más temo todas las cosas que todavía podríamos perder.
Miro a mi hermana mientras conduce con gesto de firme determinación. Recuerdo esa expresión de cuando May era una cría, de cuando escondió nuestro dinero y las joyas de mama en la barca del pescador. Todavía tenemos mucho que decirnos si queremos hacer las paces. Hay cosas que nunca le perdonaré, y otras por las que necesito pedirle disculpas. May se equivoca de medio a medio sobre lo que significa para mí vivir en América. Quizá no tenga papeles, pero después de tantos años me considero americana. Y no quiero renunciar a eso, después de lo que me ha costado conseguirlo. Me he ganado la ciudadanía con penalidades; me la he ganado por Joy.
En el aeropuerto, vamos hasta la puerta de embarque. Una vez allí, May dice:
– Ya sé que nunca me perdonarás por lo de Sam, pero, por favor, ten presente que sólo intentaba ayudaros.
Nos abrazamos, pero no derramamos ni una lágrima. Pese a todas las cosas desagradables que han pasado y que nos hemos dicho, May es mi hermana. Los padres mueren, las hijas crecen y se casan, pero las hermanas son para siempre. May es la única persona que me queda en el mundo que comparte mis recuerdos de infancia, de mis padres, de nuestro Shanghai, de nuestras luchas, de nuestros sufrimientos, y sí, también de nuestros momentos de felicidad y triunfo. Mi hermana es la única persona que me conoce de verdad, como yo la conozco a ella. Lo último que me dice es:
– Cuando se nos pone el cabello blanco, todavía nos queda el amor de nuestra hermana.
Al dirigirme al embarque, me pregunto si hay algo que podría haber hecho de otra forma. Me gustaría haberlo hecho todo de otra forma, pero sé que el resultado habría sido el mismo. En eso consiste el destino. Pero si es cierto que hay cosas que están escritas y que algunas personas son más afortunadas que otras, también he de creer que todavía no he hallado mi destino. Porque de alguna forma, no sé cómo, voy a encontrar a Joy, y voy a traer a mi hija, nuestra hija, a casa con mi hermana y conmigo.