Me habló también de las clavículas. Estaba obsesionado con las clavículas de Luz Acaso, porque le parecían de una fragilidad extrema. Fue descubriendo su cuerpo, en fin, como se descubre una ciudad extranjera en la que sin embargo tienes la impresión de haber estado alguna vez. Aquel día, el tercero, Luz continuó contándole el regreso a la casa, sin el niño:
– Estuve tres días en el sanatorio -dijo- recuperándome del parto. Luego hicimos la maleta y regresamos a casa. Yo me sentía hueca, no vacía, sino hueca. Durante más de un mes no salí de la habitación. Dejé de estudiar. Me asomaba a la ventana, veía pasar por debajo a las chicas de mi edad y comprendía que yo tenía un siglo más que todas ellas juntas. Pensé que mi vida, a partir de entonces, no consistiría más que en esperar a que la casualidad me devolviera a mi hijo, o a mi hija. Empecé a salir. Iba a los parques y miraba a los hijos de la otras mujeres diciéndome éste podría ser, éste no. Esta sí, esta otra no. Perdone, pero no puedo continuar.
A estas alturas, Alvaro Abril ya no sabía si lo que le contaba Luz Acaso era verdad o no, de modo que no pudo reprimirse y preguntó:
– ¿Pero la historia del embarazo es cierta o no?
– Ya le he dicho que no. No en la realidad, al menos, pero sí en una parte de mí. No hay forma de escribir una biografía de este modo, ¿verdad?
– Sí, sí la hay -dijo Alvaro aterrado por la posibilidad de que ella abandonara el proyecto.
– Pero usted necesitará datos reales.
– Las fantasías son datos reales. No se preocupe. Siga. -Hoy no, mañana quizá.
– Qué quiere decir «quizá».
– No sé.
Alvaro le hizo jurar que volvería. Ella dijo que sí y se fue a casa, donde María José había preparado algo de comida utilizando sólo el brazo izquierdo y el ojo izquierdo.
– A ver qué te parece esta comida zurda -dijo.
Se trataba de un guiso de pescado muy oscuro que Luz observó con franqueza antes de coger la cuchara. María José le pidió que lo probara con la mano izquierda y con el lado izquierdo de la boca, a lo que Luz accedió con naturalidad.
– Está muy bueno -dijo.
Luego se sentaron las dos a la mesa de la cocina y comenzaron a comer, al principio en silencio. Luego María José preguntó qué tal le iba con Alvaro Abril.
– El pobre -dijo- está fantaseando con la posibilidad de ser mi hijo.
– ¿Y podría ser?
– Por la edad, sí -respondió Luz.
Después de comer, se sentaron en el sofá del salón y Luz se interesó por el libro de María José sobre el lumbago, o quizá el l'um bago.
– Ése es el problema -dijo ella-, que ahora no sé si escribir sobre una cosa o sobre la otra. De todos modos, esta mañana he escrito unos textos zurdos, para hacer dedos.
– ¿Me los quieres enseñar? -Prefiero que no, pero me gustaría que me hicieras un favor: que le preguntes a Alvaro Abril por qué
se puede empezar una novela diciendo «yo tenía una casa en África» y no «yo tenía un acuario en el salón». El acuario que tenían mis padres en el salón era para mí tan importante como la casa que tenía en África Isaac Dinesen. ¿Viste la película?
– ¿Memorias de África?
– Sí, y empezaba así, yo tenía una casa en África.
– Yo tenía una casa en África, sí, qué bonito.
– Es lo que te decía. Estoy pensando -añadió- que si Alvaro Abril fuera hijo tuyo y yo me casara con él podría ser tu hija política.
¿Po r qué reunía yo material sobre la adopción? Todo empezó un día que firmaba ejemplares de mi último libro de reportajes en unos grandes almacenes. Había firmado muy poco y, cuando ya estaba a punto de retirarme, se acercó un joven de veintitantos años que me pidió una dedicatoria. Mientras yo escribía, me dijo que en su casa me llamaban el hermanastro de su padre.
– ¿Y eso? -pregunté.
– Porque es que eres idéntico a mi padre. Podrías ser su hermano gemelo, pero te llamamos el hermanastro.
Los dos reímos, qué íbamos a hacer, y él me apuntó en un papel una dirección y un número de teléfono, «por si algún día quieres conocer a tu doble», dijo.
Metí el papel en el bolsillo de la chaqueta y olvidé el asunto. En realidad no lo olvidé, sino que lo arrojé al sótano, de donde salió poco tiempo después, una noche que me desperté de una pesadilla y comencé a darle vueltas. Supongamos, me dije, que ese hombre y yo fuéramos realmente hermanos gemelos y que nuestros padres nos hubieran separado al entregarnos en adopción a dos familias distintas. Se trataba de una idea novelesca bastante atractiva (yo corría detrás de cualquier idea novelesca para desintoxicarme de los reportajes), aunque tenía el defecto de que su arranque era real, pues de no haber sido por el encuentro con aquel lector joven, a mí no se me habría ocurrido.
Empecé, no obstante, a sugestionarme con la posibilidad de ser el gemelo de otro, lo que en cierto modo explicaría esa sensación de estar inacabado, inconcluso, que me ha acompañado a lo largo de la vida. Entiéndase de todos modos esta sugestión como un juego retórico que daba vueltas en mi cabeza mientras yo daba vueltas en la cama. Jamás antes se me había pasado por la cabeza la posibilidad de ser adoptado y tampoco ahora albergaba ninguna duda acerca de que los padres que había conocido -ya muertos- eran mis verdaderos padres.
Al poco tiempo, un día me puse la misma chaqueta que llevaba cuando estuve firmando libros y tropecé con el papel que me había dado el muchacho. Llamé por teléfono un par de veces, pero colgué antes de que contestaran. Yo vivía en la calle Alcalá, muy cerca de Manuel Becerra, y la casa de mi presunto gemeló estaba en Pez Volador, bajando por Doctor Ezquerdo. Decidí acercarme. Pese a mis deseos de escribir ficción, cuando disfruto realmente es cuando tomo datos de la realidad, y sé que hay que actuar por impulsos, pues nunca sabes la dirección de un reportaje. Tomé el autobús, dominado por un impulso y al poco me encontraba frente al portal de mi «hermano». Se trataba de una casa de clase media, situada en una urbanización de clase media como la que podía haber ocupado yo de no gustarme tanto los pisos antiguos, con los techos altos y las cocinas grandes. En la esquina de la calle había un quiosco de prensa al que me acerqué y compré un periódico observando las reacciones del vendedor. Noté que me miraba extrañado, como si me conociera y no me conociera al mismo tiempo. Habría bastado que yo le hubiera dado alguna confianza para que me tomara por quien no era.
Con el periódico debajo del brazo, regresé hacia el portal de mi «hermano» y me coloqué en la acera de enfrente, dando pequeños paseos de un lado a otro. Fue entonces cuando empecé a pensar en la adopción como materia para un gran reportaje. Como un gran reportaje novelesco, quiero decir. Imaginé que el mundo estaría lleno de historias reales muy parecidas a la que yo estaba imaginando en aquellos instantes y que se trataba de un material que se encontraba ahí, a disposición del primero al que se le ocurriera tomarlo. Excitado por la necesidad de empezar cuanto antes, hice un movimiento para volver a casa y entonees me vi venir por la acera de enfrente en dirección al portal. He dicho «me vi venir» porque en efecto era yo ese sujeto que avanzaba lentamente hacia la casa de mi «hermano». Pese a que soy un cincuentón, la imagen que tengo de mí mismo es la de un chico. Sigo vistiendo de manera informal, como cuando era joven, y aunque he tenido que dejar de fumar y controlar un poco la bebida, todavía soy capaz de trasnochar y trabajar al día siguiente. Pero la versión de mí mismo que caminaba por la acera de enfrente iba vestida con corbata y una chaqueta azul y pantalones grises, de franela, supongo. Llevaba el pelo más corto que yo, pero peinado hacia atrás también. Comprendí el desconcierto del quiosquero y yo mismo permanecí perplejo unos segundos al verme fuera de mí con aquella objetividad. Comprendí que era ya un «señor mayor», o quizá que me había librado milagrosamente de ser un señor mayor como el que ahora abría el portal y se perdía, de espaldas, en la oscuridad.