Regresé a casa trastornado y me senté frente al ordenador sin saber por dónde empezar. Al rato sonó el teléfono: mi ex mujer me invitaba a cenar con nuestra hija, que había regresado de Berlín, en donde trabaja como profesora de filosofía. Pese a que su madre y yo nos separamos cuando ella era adolescente, nunca hemos podido vernos solos: no sabemos qué hacer sin la intermediación de alguien. Le dije que no, que no podía, y quedé en ir a comer a su casa al día siguiente. Cuando colgué, me pregunté qué significaría la paternidad para mi hija. Ni siquiera sabía qué significaba para mí, y sin embargo estaba obsesionado con el asunto. De hecho, esa noche estuve varias horas navegando por Internet en busca de documentación y comprobé que había varias asociaciones de personas que buscaban a sus verdaderos padres o de padres que buscaban a sus hijos. A los pocos días de este suceso fue cuando coincidí con Alvaro Abril en la fiesta de su editor. Yo aún no sabía que él era adoptado, si en realidad lo era, pero los hilos de la trama, como vemos, ya estaban uniendo sus intereses y los míos.
Entretanto, escribí y publiqué el relato Nadie en el periódico. Se contaba en él la historia de un individuo llamado Luis Rodó que un día, después de que se hubieran ido a casa los empleados de la pequeña editorial de la que era propietario, atendió una llamada telefónica. Detestaba atender el teléfono, pero lo descolgó porque le pareció que sonaba con apremio.
– ¿Luis Rodó? -preguntó una voz al otro lado.
– Sí… -respondió él con un titubeo perceptible, como si no estuviese muy seguro de ser él, o quizá dispuesto a cambiar de identidad según quien se manifestara al otro lado.
– Soy Luisa, la hija de Antonia -añadió la voz.
Rodó permaneció en silencio unos segundos, recomponiendo el tiempo, ordenándolo, distribuyendo los materiales del pasado para digerir esta llamada que abrochaba una emoción abierta hacía veinte años.
La hija de Antonia. Luis Rodó había sido amante de Antonia hacía veinte años, al poco de casarse, impulsado por la necesidad de correr riesgos sentimentales cuyas riendas creyó que sería capaz de manejar. Practicaba el adulterio como un deporte emocionaclass="underline" para poner a prueba su capacidad afectiva. Iba desde las amantes a la esposa un poco menos protegido cada vez. Quería saber cuál era el límite.
El límite fue Antonia, cuya hija estaba ahora al otro lado del teléfono. Del mismo modo que la retina del ahogado reproduce su existencia en décimas de segundo, Luis Rodó, recordó, mientras sostenía el auricular con la respiración contenida, que al poco de romper con Antonia, un día se encontraba en la habitación de un hotel con una colega a la que había seducido en una convención de editores, y se dio cuenta de que había perdido la vocación de adúltero: ya no esperaba encontrar en esa actividad clandestina ningún mensaje salvador, de modo que se retiró del adulterio por lo que le pareció una desproporción intolerable entre placer y daño. Más tarde, cuando dejó el tabaco como consecuencia de un cálculo facultativo de semejante índole, comenzó a beber de forma moderada y sólo en el alcohol acabó encontrando un equilibrio soportable entre destrucción y gozo.
– No caigo -dijo finalmente.
– Perdón, quizá me he equivocado -añadió la voz al otro lado del hilo telefónico, y se cortó la comunicación.
Luis Rodó dejó a un lado el original en el que se encontraba enfrascado (una novela mediocre, sentimental, que quizá podría producir beneficios, aunque no sin un coste de imagen para su catálogo) y se entregó al miedo. Llevaba años esperando aquella llamada, sufriendo anticipadamente por ella, y conocía el grado de desasosiego que le proporcionaría cuando se produjese. Lo había calculado todo con la precisión de los presupuestos anuales y comprobó con asombro que las cantidades de emoción y pánico cuadraban con sus estimaciones.
Aunque ya era tarde, esperó una hora más bebiendo de forma moderada y leyendo la novela mediocre de manera mecánica sin que el teléfono volviera a sonar. Después, echó las llaves y se fue a casa, donde su mujer le comentó que habían telefoneado un par de veces.
– Pero han colgado -añadió.
– No sería nadie -dijo él, y luego, mientras ayudaba a preparar la cena, pensó en aquella frase que había dicho de manera mecánica: no sería nadie. Lo más probable, sin embargo, es que hubiera sido nadie quien llamara. O, mejor dicho, Nadie, con mayúscula, la hija de Nada, con mayúscula también. Recordó entonces, mientras partía en rodajas un tomate, que cuando su relación con Antonia estaba a punto de terminar, él percibió algo raro en ella: una amenaza sin dirección, una advertencia. En cualquier caso, la atmósfera sentimental se llenó de presagios, y el apartamento en el que solían encontrarse después de comer, muy cercano a la editorial, empezó a parecerle una trampa, un cepo al que temía quedar atrapado para siempre de una manera misteriosa.
Empezó a obsesionarse con la idea de que Antonia intentara prolongar aquella relación agonizante en un hijo. Los últimos días de adulterio fueron para Luis Rodó un infierno de remordimientos anticipados.
– ¿Tomas pastillas o algo? -había preguntado a Antonia la primera vez, antes de penetrarla.
– Sí, sí, no te preocupes, entra -había dicho ella.
Y Luis había entrado sin reservas. No calculó entonces la posibilidad de que se enamoraran ni el tamaño de su pereza para romper con todo y comenzar de nuevo.
Antonia estaba casada a su vez. Podía tener hijos de su marido, se decía Luis Rodó para tranquilizarse, calificando de aprensiones neuróticas aquellas fantasías de embarazo que le quitaban el sueño. Cuando ella permanecía más de dos minutos en silencio, él preguntaba si le sucedía algo temiendo oír que se había quedado embarazada de él.
– ¿Qué te pasa?
– Nada.
Nada, con mayúscula. Aquella Nada había sido el embrión de Nadie. Nadie, de existir, tendría ahora veinte años. Luis Rodó había seguido su crecimiento desde que rompiera con Antonia paso a paso. No había habido un solo día de su vida en el que no pensara en él (o ella). Le (o la) había acompañado al colegio y al médico más de mil veces. Y algunas tardes de domingo en que se quedaba con la mirada perdida, fingiendo que leía el periódico, estaba fantaseando en realidad con que llevaba a Nadie al cine, al circo, al zoológico. Conocía perfectamente el tacto de aquella mano imaginaria, el tamaño de sus dedos, la calidad de su sudor. Cuando llegaba el verano y se iba a la playa con su mujer, no era raro que se quedara absorto, mirando el horizonte, y se dijera: Nadie tendrá ahora cuatro años, o siete o dieciséis. En su día, se había hecho incluso con un calendario de vacunas infantiles para llevar rigurosamente el control de las que le tocaban a cada edad. Siendo incapaz de decidir si Nadie era un chico o una chica, le había ido confeccionando con el tiempo un rostro ambivalente, fronterizo, que ahora se decantó hacia el lado femenino sin necesidad de hacerle más que un par de ajustes.
A veces, cuando este delirio alcanzaba un grado de realidad insoportable, Luis Rodó daba marcha atrás repitiéndose que aquella criatura, Nadie, no existía fuera de su cabeza, lo que le proporcionaba una mezcla de alivio y desengaño, a partes iguales: siempre la proporción obsesiva entre felicidad y desdicha. En su matrimonio no había tenido hijos, de manera que Nadie, a la vez de sustituir sin riesgos aparentes esa ausencia, le proporcionaba un grado de culpa razonable frente a su esposa. Todo ello, desde luego, mientras Nadie continuara siendo un producto imaginario. Pero es que ahora amenazaba con hacerse real. De momento, ya hablaba y era capaz de llamarle por teléfono.