La chica se dejó hacer con la misma pasividad con la que se había dejado hablar durante la comida. Con movimientos expertos, Luis fue arrastrándola a la pequeña habitación, donde le esperaba la cama de entonces, las sábanas de entonces, que eran la mortaja de ahora, y la desnudó sin resistencia alguna.
– ¿De dónde has sacado este apartamento? -preguntó -Me lo dejó mi madre. Era su espacio secreto, su habitación con vistas, ¿no te gusta?
– Me gusta -dijo Luis, y continuó recorriendo el cuerpo de la joven con la avaricia ahora de quien entra en las habitaciones de una casa antigua, buscando restos de Antonia desde luego (aquella particularidad de la vulva, ese pezón retráctil, el lunar del codo), pero, sobre todo, detritos de sí mismo. Y no halló ninguno. Aquella idiota no era hija suya, no había nada de él en aquel cuerpo, de modo que podía entregarse sin culpa, con inocencia incluso.
– ¿Tomas pastillas o algo? -preguntó antes de penetrarla.
– Sí, sí, no te preocupes, entra.
El tiempo era un espejo: reflejaba las cosas más que prolongarlas, pues le sonó aquella pregunta y su respuesta. Sólo después de que acabara la sesión amatoria, llevada a cabo con más oficio que pasión, recordó el instante en el que le había hecho una pregunta idéntica a Antonia. Y su respuesta. La única diferencia, lo advirtió en la mirada de la chica, mientras se vestía para regresar a la editorial, es que Antonia le había dicho la verdad y Luisa le había mentido. Quizá la amenaza se cumpliera de todos modos, aunque con veinte años de retraso. Qué desproporción, pensó, qué anomalía.
– Mañana te llamo -dijo él cuando Luisa fue a despedirle a la puerta del apartamento, cubriéndose con la sábana a modo de sudario.
Esa noche, cuando llegó a casa, su mujer le preguntó con quién había comido. -Con Nadie -respondió, y aunque dijo Nadie con mayúscula, ella no lo notó.
Luego, en la cama, hizo cálculos y pensó con desasosiego que cuando la nueva Nadie tuviera veinte años, él tendría sesenta y cinco.
Seré un padre mayor, se dijo, quizá un padre muerto, y tomó a su mujer de la cintura colocándose en la posición de dormir, en la posición de morir, tal vez soñar.
El cuento terminaba exactamente en este punto. Por un lado, me parecía bien que terminara en el instante en el que en cierto modo empieza, aunque, por otro, tenía la impresión de haber precipitado el final. De hecho, aun después de haberlo publicado continuó creciendo dentro mi cabeza. Pensé que si hubiera dejado reposar la idea, quizá me habría salido una novela corta. La práctica del reportaje me ha inutilizado para la ficción: tiendo a cerrar las cosas con demasiada rapidez. Me gusta la morosidad en la escritura de los otros, pero soy incapaz de aplicarla a la mía.
Y bien, no negaré que en la historia de Nadie había algún dato autobiográfico. De joven, mantuve una relación adúltera con una mujer de la que supongo que estaba enamorado. Digo supongo porque mi capacidad para el amor es limitada. De aquella relación me interesaba, creo, la clandestinidad. Quizá pensaba que en lo oculto se abren grietas a otras dimensiones. Lo cierto es que no se abrió ninguna, aunque mi matrimonio se comenzó a resquebrajar. Jamás volví a saber nada de aquella mujer que no estaba dispuesta a prolongar una relación sin horizonte. Desapareció de mi vida, sin más. Tardé tiempo en olvidarla y cuando llamaba a la puerta de mi memoria y yo le abría, ella aparecía embarazada. Durante una época imaginé que se había quedado embarazada antes de desaparecer. Era un juego retórico también, pero algún significado oculto deben de tener estos juegos.
Cuando mi amigo dijo aquella frase (si yo hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años), creo que algo explotó dentro de mí que me hizo escribir esa misma noche Nadie. Si aquella mujer hubiera tenido un hijo mío, ese hijo tendría hoy veinticinco años, la edad de mi hija real. He dicho mi hija real y ya es hora de que diga la verdad: no estoy seguro de que sea mi hija. Al poco de que naciera, un día estaba yo discutiendo con mi ex mujer algo relativo a su educación y en un momento determinado, a una pregunta de ella, dije gritando:
– Sé perfectamente lo que hago porque es mi hija.
– ¿Estás seguro? -respondió ella.
Inmediatamente, al ver mi expresión, se echó a reír intentando hacer pasar su interrogación como una broma. Pero desde ese día se abrió en mí una duda que aún permanece sin cerrar. Siempre sospeché que mi ex mujer había tenido por aquellos años, quizá como venganza a mis infidelidades, alguna aventura. Tal vez mi hija era fruto de una de esas aventuras y no de nuestras relaciones conyugales.
De este modo perdí a mi hija real, si es mi hija real. Desde entonces, ya sólo pude verla como a una hija adoptada. Y tampoco exactamente como a una hija adoptada, pues todos, en cierto modo, lo somos, sino como a un sucedáneo de hija. Me porté bien con ella, pero fui un padre distante y esa distancia marcó para siempre nuestra relación. Nos vemos cuando viene de Berlín (siempre con su madre delante), pero estamos cada uno en una orilla. No me conmueve, ni yo a ella. Me emociona más la idea de un hijo irreal que todos estos años hubiera estado creciendo en el lado oculto de mi vida. Daría todo por ese hijo (es un decir); es más, me atrevo a suponer que no debo de haber sido un mal padre imaginario para ese hijo. Creo también que habría sido un buen hijo para los padres irreales que nos dieron en adopción a mi hermano gemelo y a mí. Cómo me gustaría ahora que todo fuera cierto: que yo fuera adoptado y que hubiera tenido un hijo con aquella mujer de la que no he vuelto a tener noticias en todos estos años.
Lo cierto es que un par de frases cercanas en el tiempo («en mi casa te llamamos el hermanastro» y «si yo hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años») desencadenaron la recogida de documentación sobre la adopción y la publicación de mi primer relato de ficción. La red invisible sobre la que se asienta la realidad estaba dejando demasiados hilos al descubierto y en todos ellos me enredaba yo. A los dos días de haber publicado este cuento, Nadie (¿era un buen título?), al abrir el correo electrónico, encontré el siguiente mensaje de Alvaro Abriclass="underline" «Un amigo común me ha proporcionado tu dirección electrónica. Me gustó Nadie, me gustó mucho Nadie. Todo ese juego entre la realidad y la ficción, la ambigüedad sobre si ella es hija o no de él… El otro día me llamó mi editor para hacerme un encargo: quiere publicar un volumen de cartas de escritores a la madre, pues el año pasado sacó uno de cartas de escritoras al padre que funcionó muy bien. Me ha pedido que escriba una de esas cartas: un cuento, en definitiva, pero no estoy seguro de saber escribir un cuento, por eso me ha dado tanta envidia el tuyo. Me interesa mucho el asunto de la autoría en la obra de arte, que quizá no sea muy distinto del de la paternidad. ¿Somos hijos de nuestros padres? ¿Somos los autores de nuestras obras? Estas preguntas tienen para mí un interés especial porque, además de escritor, soy adoptado. Tengo una madre falsa, que falleció hace cinco años, y otra verdadera que no he llegado a conocer. ¿A cuál de ellas debería dirigirme? El hecho de que mi editor me haya pedido esa carta a la madre casi el mismo día que leí tu cuento en el periódico es una coincidencia curiosa, por calificarla de algún modo. Bueno, no te entretengo más. Enhorabuena por Nadie
y un abrazo, Alvaro Abril. (R D. Sigo trabajando en Talleres Literarios con la mujer aquella de la biografía. No te puedes imaginar el material que produce)».
Así que Alvaro Abril era adoptado (¿cómo no iba a tener dificultades para escribir una carta a la madre?). Casi se me corta la respiración. La red estaba dejando al descubierto una buena parte de su trama. Por lo demás, me halagó su comentario sobre mi cuento. Nadie más me había felicitado por él y creo que hasta en el periódico lo publicaron por no desairarme. Le contesté con las siguientes líneas: «Gracias por tus comentarios. Quizá sepas que llevo tiempo recogiendo documentación sobre la adopción para escribir un reportaje. Me vendría muy bien conocer tu caso. ¿Podríamos comer juntos algún día? Yo invito».