Cuando me lo contó, le expliqué que no era raro que los hijos se sintieran sexualmente atraídos por su madre, que eso, en fin, no constituía una prueba, pero él insistió en considerarlo patológico.
Y bien, pasó el resto del día presa de una excitación insoportable. La llamada de la falsa monja, de la falsa tuerta, se había producido a media tarde y no tenía programado ningún encuentro con Luz Acaso hasta el día siguiente, a las doce. Dio una clase de escritura delirante y al acabar fue a casa de sus padres, de su padre en realidad, pues su madre había muerto el mismo año en el que él publicó su novela.
El padre, muy mayor, vivía con una señora que había empezado haciéndole la comida y que había acabado instalándose en la vivienda, no se sabía muy bien en calidad de qué. La mujer era árabe y ninguno de los dos hablaba el idioma del otro, pero se entendían con una precisión misteriosa en una lengua intermedia que iban creando día a día. El entendimiento quedaba reducido al ámbito de lo esencial, pero eso -pensaba Alvaro- es lo que posibilitaba la convivencia. De hecho, temía que si aquel idioma inventado se perfeccionara o se hiciera más complejo, podrían empezar a intercambiarse a través de él productos existenciales que separaran lo que la simpleza había unido.
– Quizá el problema de la torre de Babel -llegaría a decirme- no fue que aparecieran diferentes lenguas, sino que la que tenían se hizo más complicada ofreciendo a sus usuarios la posibilidad de dudar, de contradecirse, de atribuir al otro el miedo propio.
Desde que falleciera la madre, por otra parte, padre e hijo se habían ido distanciando y apenas intercambiaban monosílabos cuando estaban juntos. De manera que vieron la televisión los tres juntos, en el sofá, mientras comían ensalada y pan duro. Alvaro no había ido a confirmar que era adoptado, ya no tenía ninguna duda, sólo quería saber cuánto habían pagado por él, pues suponía que las monjas, al tiempo de solucionar el problema a las jóvenes embarazadas, cobraban gastos de internamiento, de quirófano, y sin duda también alguna plusvalía cuya cantidad le obsesionaba. Carecía de referencias, pero cuando intentaba imaginarse una cantidad, pensaba absurdamente en lo que había cobrado por su novela y se preguntaba si él habría costado más o menos. La ex monja había colgado el teléfono tan pronto que no había tenido tiempo de reaccionar. De otro modo, le habría preguntado si hacían recibos, si se dejaba algún rastro escrito de la transacción.
Cuando llevaban media hora viendo la televisión, su padre y la mujer árabe se durmieron en el sofá y Alvaro Abril comprendió que era absurdo plantear la cuestión, de modo que se levantó, entró con sigilo en el dormitorio del padre y abrió el cajón de un mueble en el que convivían, en confuso desorden, los recibos de la luz y los del agua con los recordatorios de su primera comunión o la escritura de la casa. Revisó cuantas carpetas le salieron al paso sin dar con ningún rastro documental.
Salió de allí dejándolos dormidos y entonces se acordó de mí, recordó que en mi correo electrónico de respuesta al suyo le había dicho que trabajaba en un reportaje sobre la adopción. Corrió a casa, abrió el ordenador y me puso el siguiente mensaje: «Me gustaría que conocieras mi caso. ¿Cuándo podemos hablar?».
Aunque era algo tarde, yo estaba trabajando y vi entrar el mensaje. Contesté en seguida, con la esperanza de que él no se hubiera apartado del ordenador y viera mi respuesta. Le decía que podíamos hablar en ese mismo instante y le daba mi número de teléfono, para que me llamara.
Crucé los dedos, pasaron unos minutos y sonó el teléfono. Era él.
– Hola -dijo.
– Hola -respondí yo.
Le pregunté, por iniciar la conversación de algún modo, cómo iba su carta a la madre y me dijo que mal, que no conseguía arrancar, aunque había cobrado un anticipo en metálico.
– ¿Por qué en metálico? -pregunté sorprendido.
– Cuando el editor me propuso el encargo, dije que sí a condición de que me pagara de ese modo, pero no sé por qué lo hice. La verdad es que no tengo tarjeta de crédito y siempre me ha gustado manejar dinero real, pero de eso a pedir un anticipo en metálico…
– A lo mejor se pensó que querías cobrar en dinero negro.
– ¿Por qué? -preguntó con expresión de alarma.
– No sé, nadie paga así, si no es por desprenderse de dinero negro.
Estuvimos un rato dando vueltas al asunto del dinero negro. Me pareció que Alvaro intentaba dar una imagen de escritor excéntrico y atormentado, aunque quizá fuera un escritor excéntrico y atormentado, ¿cómo saberlo? Cuando logré reconducir el diálogo al asunto de la adopción, él regresó a la carta a la madre, que le tenía obsesionado. No sabía si escribirla a su madre adoptiva y muerta o a su madre real, pero desconocida. Me pregunté si estaría bajo los efectos de algún estupefaciente, porque tenía tendencia a hablar formando círculos, pero en seguida me di cuenta de que sólo pretendía alargar la conversación.
– ¿Tienes miedo? -le pregunté de súbito.
Tras permanecer unos segundos en silencio, dijo:
– Sí, no me acostumbro a vivir solo. Por la noche, esta casa se llena de fantasmas. -¿Qué clase de fantasmas? -No sé, fantasmas. Entonces me contó que el día que nos conocimos, al
volver a casa, contrató a una prostituta a la que confundió con su madre muerta. Me relató la escena de la ducha y la conversación posterior sobre carbunclos, o carbúnculos. Yo pensé que trataba de seducirme, y lo cierto es que lo estaba consiguiendo, pero aún necesitaba distinguir lo verdadero de lo falso. Mi olfato periodístico había empezado a señalarme que quizá Alvaro no era un adoptado verdadero, sino vocacional.
– ¿Cuándo te dijeron que eras adoptado? -pregunté al fin en un intento por tomar las riendas de la conversación.
– En realidad, no sé que soy adoptado porque me lo hayan dicho, pero siempre he tenido esa sospecha.
– ¿Por qué?
– Porque un día, tenía yo ocho o diez años, estaba viendo la televisión mientras mi madre hablaba por teléfono. Entonces ella pronunció una frase que una madre jamás habría dicho delante de un hijo verdadero.
– ¿Qué frase? -No me acuerdo, pero sé que me dije: soy adoptado.
Insistí en que tratara de recordar y aunque al principio no parecía dispuesto, finalmente pronunció la frase de su madre que ya he reproducido más arriba: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo».
Le dije dos cosas: que esa frase no significaba nada (aunque yo había perdido a mi hija real por una frase de mi mujer que tampoco significaba mucho) y que la fantasía de haber sido adoptado era relativamente común. Me respondió irritado que él también había leído a Freud (no lo había leído, yo tampoco, pero los dos éramos capaces de citarlo con cierta solvencia). Luego rebajó el tono y añadió que de pequeño se había sentido atraído sexualmente por su madre.
– Si has leído a Freud -dije con maldad-, sabrás que tampoco eso es anormal.
Volvió a irritarse y dijo que no me había llamado para discutir sobre Freud, sino para comentarme su caso si todavía estaba interesado en él.
– Lo estoy -dije.
Entonces me contó que había recibido la llamada de una ex monja que había trabajado como ayudante de quirófano en el sanatorio donde él había nacido.
– ¿Puedes tú verificar -añadió- si en la época de la que hablamos se hacían esas cosas? -Se hacían -dije, pues me sobraba documentación sobre el tema.
– ¿Y podrías comprobar mi caso?
– Puedo intentarlo, pero no será fácil con los datos de que dispones. Las monjas se cierran como valvas cada vez que te acercas. Dame de todos modos unos días.