– Sólo existen esas dos escrituras -añadió-: la del bastardo y la del legítimo.
La hipótesis, expuesta en tan pocas palabras, me pareció deslumbrante y así se lo hice saber. Creo que puse en ello un entusiasmo que no gustó ni a mi ex, ni a mi hija, como si de súbito se hubieran dado cuenta de que Walter y yo, efectivamente, teníamos un pie en el mismo sitio. Entonces advertí que mi hija miraba a su madre como si en ella viera ya algo de su futuro. Estamos condenados, en efecto, a tropezar con aquello de lo que huimos.
Walter y yo renunciamos a la complicidad que se había establecido entre nosotros para tranquilizar a las dos mujeres, pero el mal ya estaba hecho y el resto de la comida fue un suplicio. Por otra parte, yo estaba deseando irme para disfrutar del descubrimiento de que sólo había dos literaturas: la que se escribe desde la convicción de que uno es un bastardo y la que se escribe desde la creencia de que uno es legítimo. Quizá sólo hay dos maneras de vivir: como un bastardo o como un legítimo. Me pareció que por fuerza tenía que ser más interesante la literatura del bastardo, porque el bastardo, real o imaginario, da lo mismo, pone en cuestión la realidad (éstos no son mis padres, las cosas no son como me las han contado), lo que es el primer paso para modificarla.
Alvaro Abril era, con independencia de su origen real, un escritor bastardo, pues daba la impresión de haber salido al mundo a través de la misma rendija de la que vienen los hijos de los adúlteros, y procedía por tanto de un espacio en el que circulan verdades que no conocen los del lado de acá. El parque, pese a sus insuficiencias, era una novela bastarda. Contaba la historia de un grupo de muchachos que se reunían a beber cerveza y a fumar porros en un parque cercano a su instituto. El grupo les protegía del mundo al precio de no dejarles crecer. La novela relataba las tensiones que se establecen entre el grupo y el protagonista -un chico de dieciocho años llamado Alvaro: igual que el autor- cuando éste decide convertirse en un individuo. Hay un momento espléndido, en el que el adolescente se contempla a sí mismo y a los otros y se dice: «yo no soy de aquí», sin que por eso sepa a dónde pertenece. En ese parque cercano al instituto conviven sin mezclarse varias dimensiones de la realidad: la de los jubilados, la de las amas de casas con niños, la de los adolescentes como Alvaro y sus amigos, y la de aquellos otros «adolescentes» de casi treinta años que ahora acuden al parque con la excusa de pasear a sus perros, y que continúan viviendo en casa de sus padres, aunque siempre esgrimen proyectos laborales fantásticos que nunca realizan. Es al mirarse en ese grupo cuando el protagonista de la novela decide huir, aunque no ve otra dirección que la de ninguna parte, pues no es hijo de nada ni de nadie (¿sería más propio decir que es hijo de Nadie?). Leí en su día la novela por lo que me pareció que podía haber en ella de reportaje y no me decepcionó: a medida que pasaba el tiempo comprendía por qué.
Cuando mi ex mujer sirvió el postre, comencé a mirar el reloj ostensiblemente, pues ya les había advertido de que tenía una cita. De este modo me libré del café y escapé de allí sin cometer más torpezas. Cuando me iba, mi hija me besó cerca del oído para decirme algo que no entendí, aunque moví la cabeza en señal de asentimiento con el gesto miserable de quienes fingen comprender algo que se les ha dicho en otro idioma (luego pensé que quizá me había hablado, absurdamente, en alemán).
Alvaro Abril me estaba esperando en el café en el que habíamos quedado. Me senté frente a él, pedí una copa y tras unos preámbulos me contó sus encuentros con Luz Acaso desde el día en que se presentó en Talleres Literarios atraída por un anuncio del periódico. Apenas le interrumpí, excepto cuando narró la sesión en la que ella le revelaba que había tenido un hijo siendo adolescente. Le pregunté qué día exactamente le hizo esa confesión y coincidía con el que yo había estado en la radio hablando sobre el tema. La propia Luz confesaría a Alvaro que escuchó parte del programa, de ahí que se inventara un hijo que luego afirmó no haber tenido.
El último encuentro, me dijo Alvaro, había tenido lugar esa misma mañana. Ella, por supuesto, no dio muestras de saber nada de la llamada que el día anterior había recibido Alvaro de una ex monja. Se sentó, retirándose un poco el abrigo, como si tuviera calor y frío al mismo tiempo, y esperó dócilmente a que el muchacho encendiera el magnetofón. Luego preguntó si Alvaro había comenzado ya a escribir su biografía. Él dijo que aún no, pues prefería disponer de todo el material antes de decidir cómo debía articularlo.
– Hasta ahora -añadió tentando la suerte-, sólo me ha contado usted sucesos imaginarios. No digo que los sucesos imaginarios no sean reales, pero quizá deberíamos engarzarlos en la realidad real.
– ¿En la realidad real? -preguntó ella con expresión de desconcierto.
– En los datos, si prefiere que lo digamos así. Ponemos el dato como base y sobre el dato colocamos el suceso fantástico.
– ¿El suceso fantástico es la guinda?
– No he querido decir eso.
Luz Acaso hizo un gesto de cansancio. Ese día estaba más pálida, si cabe, que los anteriores. Se le notaba en el cuello una red de venas azules que se perdían bajo el escote de la blusa. Llevaba una blusa blanca cuya textura se volvía opaca en los lugares donde se superponía a la ropa interior, también blanca. Comprendí, por el modo en el que Alvaro la describía, que estaba enamorado de ella, aunque quizá él no se había dado cuenta. Cabía preguntarse si necesitaba más una madre que una compañera, pero quizá buscaba las dos cosas. Tras el gesto de cansancio, ella dijo:
– Mire, he pensado dejarlo. Fue una tontería empezar.
– No lo deje, por favor -suplicó él.
– Pero usted quiere datos y a mí los datos me aburren. No tengo muchos más de los que figuran en el carné de identidad, por otra parte.
– Está bien, no me dé datos. Déme lo que quiera.
– Le diré algo real, si eso es lo que necesita para hacer el guiso biográfico: no puedo tener hijos. Si le conté de un modo tan real el parto, fue porque lo he imaginado cien veces.
– ¿Por qué no puede tenerlos? -Me han vaciado. Ahora mismo estoy de baja por enfermedad, convaleciente de esa operación.
No era la primera vez que Alvaro escuchaba esa expresión, me han vaciado, para aludir a determinada intervención quirúrgica, y aunque siempre le había asombrado, ahora le produjo un escalofrío. Dice que imaginó a Luz Acaso completamente hueca, como una figura de finísima porcelana, y que comprendió entonces su fragilidad.
– ¿La han vaciado? -preguntó como en un eco.
– Eso es. Así lo llaman, ¿no? Fui al médico veinte veces. Me hicieron toda clase de análisis, de pruebas, y al final me dijeron que tenían que vaciarme. No sabe usted hasta qué punto era verdad. Me han dejado sin nada dentro, sin nada.
Alvaro la contemplaba maravillado y perplejo. Se dijo que quizá él, con la biografía que escribiera de ella, conseguiría restituir algo interno de lo que le habían arrebatado a esa mujer.
– Podemos empezar por ahí, por el vaciado -dijo.
– Empiece por donde quiera. Ya tiene algo real. Ya tiene un dato. Es eso lo que necesitaba, ¿no? ¿Quiere que le dé los detalles de ese dato? ¿El nombre del cirujano? ¿Su dirección? ¿Su número de teléfono?
– No es preciso.
– ¿Quiere que le diga cómo se siente una cuando despierta y sabe que no tiene nada dentro de sí, que está más hueca que un mueble en un sótano? ¿Necesita saber para escribir mi biografía cómo se ven las cosas cuando se lleva dentro un agujero de dimensiones cósmicas? ¿Hay palabras para expresar el peso de ese agujero, la profundidad de ese vacío?