– Quizá no -respondió Alvaro.
– Entonces no sé si tiene sentido que continuemos hablando. Le pagaré las horas que me ha dedicado. Tire todas esas cintas a la basura.
– Quizá sí haya manera de expresarlo -rectificó Alvaro-. Déme la posibilidad de intentarlo.
– No.
– Venga un día más. Sólo un día más, mañana, y con el material de que disponga escribiré lo mejor que he escrito hasta ahora.
Luz Acaso lo miró como una mujer madura miraría a un muchacho por el que sintiera una mezcla de afecto y pena. Luego dijo:
– Un día.
– De acuerdo.
Cuando ya estaba a punto de levantarse, le hizo una pregunta curiosa: -Dígame, ¿es un buen comienzo para una novela la frase yo tenía una casa en África? -Sí, es muy bueno. Así comienza Memorias de
África.
– ¿Y yo tenía un acuario en el salón?
– No es lo mismo.
– ¿Por qué? No es para mí. Es para una amiga que quiere escribir.
– No sé, las palabras casa y África son evocadoras. Acuario y salón, no. -No sé por qué no -dijo ella y se levantó. Sonreí por aquel final tan pintoresco, pero Alvaro
permaneció serio. Aquella mujer era capaz de hacerle dudar sobre lo que era literario y lo que era simplemente chusco. Le pregunté si creía que el dato de la intervención quirúrgica era cierto.
– Es imposible saber cuándo miente y cuándo dice la verdad -dijo. -¿Del mismo modo que no hay manera de averiguar si tú eres adoptado o biológico? -¿Qué interés tendría en engañarte? No me hace una ilusión especial que me saques en tu reportaje.
No pude evitar cierto tono de paternalismo que él aceptó como si formara parte de las reglas del juego. Le dije que todos hemos fantaseado alguna vez con la idea de ser adoptados y le expuse, sin señalar la procedencia, que sólo había dos clases de literatura y quizá dos clases de existencia: la de aquellos que se han sentido extraños dentro de su propia familia y la de aquellos otros que estaban convencidos de pertenecer a ella.
– También hay gente convencida de que sus padres son sus padres -concluí. -Allá ellos -añadió él-. También hay escritores que creen haber escrito lo que publican.
– ¿Tú no?
– Yo no.
– ¿Tú no eres el autor de El parque?
– El parque es hija mía como yo soy hijo de mis padres.
Me habló de la autoría de la obra de arte, cuyos pormenores le excitaban, mientras yo observaba sus gestos del mismo modo que Luis Rodó, el protagonista de Nadie, había observado los de Luisa, la hija de Antonia, en la mesa de los adúlteros del restaurante cercano a la editorial. Advertí que tenía, como yo, un pequeño lunar en el lóbulo de la oreja derecha y que cultivaba un escepticismo que no llegaba a sentir, pero al que tendía como una imposición moral. Podría haber sido mi hijo. Podría serlo. Pero insisto: no era más que un juego retórico. Aunque escribo reportajes, imagino novelas todo el tiempo. ¿Qué ocurriría en mi vida si se me revelara de repente la existencia de un hijo que fuera una prolongación de los devaneos adúlteros de mi juventud? La idea me producía escalofríos, no sé si escalofríos de pánico o de felicidad, pero hacía aún más extraña la distancia con mi hija real, como si lo real se convirtiera en lo imaginado y lo imaginado se hiciera patente. Me di cuenta de que era mejor padre de Alvaro Abril que de mi hija, aunque trataba a mi hija desde pequeña y acababa de conocer a Alvaro. Deseé que fuera mi hijo como he deseado haber escrito libros que no me pertenecen. Entonces comprendí lo que intentaba decirme acerca de la autoría. Del mismo modo que hay padres adoptivos más legítimos que los verdaderos, hay autores que no se merecen los libros que han escrito. Es muy difícil merecer ser padre, o ser autor. En cuanto a los hijos, ya he dicho que todos somos en cierto modo adoptados.
Le pregunté si la llamada de la ex monja podía ser una broma de mal gusto de alguien que le conociera y me aseguró que no. Nos despedimos con un apretón de manos, prolongando el contacto más allá de lo que es usual, y le prometí que investigaría su caso.
– Nos llamamos -dijo, y eso fue todo.
n el siguiente encuentro, casi como era de esperar, Luz Acaso se desdijo y confesó que no la habían vaciado, pero que vivía obsesionada con
esa posibilidad.
– Me he quedado vacía imaginariamente tantas veces -añadió-, que vivirlo una sola vez en la realidad no puede ser peor.
Llevaba la misma blusa blanca del día anterior, quizá la misma ropa interior también, calculó Alvaro excitándose de un modo que se censuró de inmediato. Luz Acaso no era una mujer descuidada, de manera que aquel abandono parecía el síntoma de un cansancio que conmovió a Abril. Tras desdecirse, permanecieron en silencio los dos, escuchando el roce de la cinta en las entrañas del magnetofón (los detalles descriptivos no son míos, sino de Abriclass="underline" yo jamás habría dicho que la cinta giraba en las «entrañas del magnetofón»). Entonces ella movió los ojos en dirección al aparato y dijo:
– Estás gastando cinta inútilmente.
Era la primera vez que le tuteaba y fue -me contaría Alvaro- como si la mujer se hubiera levantado de la silla, se hubiera acercado y le hubiera hecho una caricia.
– No -dijo él-, la cinta está grabando tu silencio, que vale tanto como tus palabras. -¿Cómo contarás los silencios en mi biografía? ¿Con páginas en blanco?
– Aún no lo sé, pero los contaré también.
– Te va a salir un culebrón -dijo ella.
– Ya veremos.
Luz Acaso suspiró y se retiró el abrigo. Cruzó las piernas y Alvaro pudo oír el roce de las medias a la altura de los muslos. Rogó que el magnetofón hubiera recogido ese sonido. Luz llevaba unos zapatos negros en cuyo escote había una pieza de encaje. Su pie parecía el cuerpo de una niña a medio vestir, eso me dijo un poco trastornado.
– Entonces hoy es el último día -añadió ella-. Dijiste que cuatro o cinco encuentros serían suficientes. ¿Lo han sido?
– Todavía no ha terminado el último -dijo él mirando el reloj.
– ¿Y qué esperas del último? ¿Otra mentira?
– Nada de lo que me has dicho es mentira.
– Tú sabes que sí.
– Dime entonces una verdad.
– ¿Una verdad en la que engastar las mentiras anteriores?
– Si quieres expresarlo de ese modo…
– Está bien. Te diré una verdad. ¿Te acuerdas de Fina, la verdadera viuda?
– Sí.
– Pues yo soy Fina, discreción y compañía para
caballeros serios, veinticuatro horas. Vivo de eso, pero a mi edad ya no puedo vender otros encantos. -Sí puedes, pero no importa, sigue hablando -dijo Alvaro.
– El teléfono te permite seleccionar un poco a los clientes. Digo un poco porque muchos engañan. Son tímidos cuando hacen el contacto, pero brutales cuando los tienes cara a cara. Mira -añadió sacando de su bolso un teléfono móvil-, ¿ves lo pequeño que es este aparato? Pues caben en él más miserias de las que tú serías capaz de poner en un libro de mil páginas. ¿Quieres escuchar los mensajes que me dejan, los mensajes que me dejáis los hombres?
– Sí. No. No sé.
Luz Acaso marcó el número de la central de mensajes y le pasó el aparato a Alvaro, que se lo colocó absurdamente en el oído para oír una serie de obscenidades que le hicieron palidecer. Me contó que había estado a punto de jurar que él no había sido, pero le devolvió el teléfono a Luz sin decir nada.
– ¿No tomas notas de las proposiciones que me hacen?
– Me acordaré -dijo él.
– Pues ya lo sabes: yo soy la viuda alternativa de aquel hombre cuyo fallecimiento te relaté en nuestro primer o segundo encuentro. Era un buen hombre que utilizaba mis servicios dos días a la semana, los martes y los jueves. Cuando tenía coartada, se quedaba a cenar. Ni siquiera me pedía que nos metiéramos en la cama, aunque a veces sí, y a mí no me importaba. Le gustaba fingir que estábamos casados, de modo que hacíamos vida de matrimonio. En cierto modo, éramos un matrimonio al revés. La gente se esconde para hacer cosas prohibidas, pero nosotros nos escondíamos para hacer lo permitido, incluso lo bien visto. Éramos como el matrimonio que vivía en la puerta de al lado, con la única diferencia de que lo llevábamos en secreto. Veíamos la televisión o jugábamos a las cartas, le gustaban las cartas. Estaba casado con una mujer que conocía desde la adolescencia. Había sido su primera novia y la última. Ella se quedó embarazada de él cuando tenía quince