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o dieciséis años, pero dieron al niño en adopción, pues no podían hacerse cargo de él. Ese niño tendría ahora tu edad. Todo esto me lo contaba él mientras hacíamos esa rara vida de matrimonio. Quería mucho a su mujer, con la que luego no tuvo hijos por respeto a aquel primero del que se habían desprendido, pero necesitaba otra esposa con la que hablar de todo aquello sin herirse. Esa otra esposa era yo.

– ¿De qué murió? -preguntó Alvaro.

– De nada. Se murió de un día para otro. Yo me enteré de casualidad, porque vi su esquela en el periódico, así que me presenté en el velatorio y lo vi de cuerpo presente. De paso, observé cómo era su casa e imaginé cómo habría sido la mía si me hubiera tocado vivir en el lado real de la realidad. Era una casa corriente, quizá un poco triste. Su mujer no era mejor que yo. Quizá, pensé, yo le había hecho más feliz que ella aun siendo una esposa a tiempo parcial, por decirlo de un modo rápido. Cuando ya me iba, reparé en el libro de firmas y en la bandeja de plata con las tarjetas de visita. En realidad era un libro de contabilidad. Yo escribí en la parte del Debe aquella frase que te conté: «La verdadera viuda estuvo aquí sin que nadie la reconociera, así es la vida». Luego dejé una tarjeta en la bandejita de plata. Durante los siguientes días me sentí como una viuda. Todavía me siento así. Los martes y los jueves espero que suene el timbre de la puerta, pero nunca suena. Mi casa tiene dos habitaciones, una al lado de la otra, como dos pulmones. He clausurado la habitación en la que nos acostábamos, como si no existiera. La he cerrado y he tirado la llave a la basura. Está como el último día que pasamos juntos en ella, eso supongo. Yo duermo en la habitación de al lado y a veces imagino que el fantasma de él todavía se presenta los martes y los jueves en la habitación vacía y espera que yo entre en ella. Y yo entraría si pudiera desprenderme del cuerpo, que es la forma en que se desnudan los fantasmas. Para una historia real que te cuento, está llena de fantasmas, como ves.

– ¿Por qué la primera vez me contaste esta historia desde el lado de la esposa?

– Porque me gusta ponerme en el lugar de los demás. ¿Has pensado lo de yo tenía un acuario en el salón? ¿Te parece mejor que ayer?

– No sé. ¿Quién es esa amiga tuya que quiere escribir? -preguntó Alvaro suponiendo que se trataba de ella misma.

– Pues una amiga que te admira mucho. Ahora está conquistando su lado izquierdo para escribir un libro zurdo.

– ¿Qué es un libro zurdo? -No lo sé. Un libro escrito con el lado con el que no se sabe escribir.

Alvaro sintió que Luz Acaso acababa de verbalizar con una sencillez sorprendente una idea suya y cuando trató de imaginar la vida sin aquellos encuentros le pareció insoportable.

– ¿No podemos tener tres o cuatro encuentros más? -suplicó. -No -dijo ella-, no podemos. Además, ya sabes lo que te diría en el siguiente.

– ¿Qué me dirías?

– Que lo que te he contado hoy no era verdad.

Ella se levantó de improviso, como si quisiera terminar con todo aquello cuanto antes, y él ni siquiera tuvo tiempo de insinuar que sabía, gracias a una llamada telefónica anónima, que ella era su madre.

– Cuando tengas la biografía me llamas -dijo ella.

– Sí -respondió él.

Nada más quedarse solo, Alvaro Abril buscó un periódico, lo abrió por la sección de contactos y al poco dio, en efecto, con un anuncio que decía: «Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas». Lo recortó, lo guardó en la cartera y luego me telefoneó.

– Es una prostituta -dijo.

– ¿Te lo ha dicho ella? -pregunté intentando sembrar dudas-. Porque te ha dicho otras cosas también…

– Era la última vez que nos veíamos y prometió que me diría la verdad.

Entonces Alvaro me contó el encuentro desde el principio hasta el final y cuando colgué el teléfono cogí el periódico y busqué el anuncio. Allí estaba, en efecto: «Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas». Llamé, pero colgué en seguida pensando que no estaba procediendo con orden. Después de todo, el enamorado era Abril.

l día siguiente tuve una entrevista con la madre superiora del sanatorio de monjas en el que había nacido Alvaro Abril. Le expliqué que estaba haciendo un reportaje sobre adopciones y negó que en alguna época se hubiera practicado allí el tráfico de niños recién nacidos. Cuando insinué que una ex monja que había trabajado como ayudante de quirófano afirmaba lo contrario, se levantó y no quiso seguir hablando conmigo, sugiriéndome que acudiera a los tribunales. Logré averiguar el nombre del ginecólogo que en aquella época trabajaba para el sanatorio. No era probable que hubiera obtenido nada de él en vida, pero había muerto el año anterior, al poco de jubilarse, y su viuda me colgó el teléfono cuando oyó la palabra periodista. Aunque el trasvase de niños de madres solteras a matrimonios sin hijos había sido habitual durante una época, nadie, en fin, había dejado rastros de un delito que entonces se consideraba una obra de caridad. Todos los caminos permanecían cegados. Ni siquiera el testimonio del propio Alvaro era fiable, pues sólo estaba basado en impresiones, cuando no en el simple deseo de tener unos padres distintos de los que le habían tocado en suerte. Podría haber abierto otras vías de investigación, pero entonces aún pensaba que la ex monja era un invento suyo para probar que Luz Acaso era su madre.

Entretanto, me llamaron un par de veces del periódico preguntando cuándo pensaba entregar el reportaje sobre la adopción. Había cobrado los gastos ocasionados por la investigación, pero había retrasado la entrega en tres ocasiones. Pedí un par de semanas más, aunque lo cierto es que ya no me apetecía escribirlo. Algunas noches, me sentaba a la mesa de trabajo con toda la documentación desplegada ante mis ojos, y comprobaba con desasosiego que después de haber dedicado tanto tiempo a reunir casos verdaderos de hijos que buscaban a sus padres y de padres que buscaban a sus hijos, ahora sólo me interesaban los falsos adoptados, como yo mismo (en casa te llamamos el hermanastro), o como el propio Alvaro Abril. Pero también me obsesionaban los hijos reales o fantásticos tenidos fuera del matrimonio por adúlteros, a quienes estos hijos se les aparecían en un momento determinado para pedirles cuentas de su vida. Aunque jamás he releído nada mío una vez publicado, volví a leer un par de veces mi cuento Nadie, la historia de Luis Rodó basada, en parte, en una experiencia propia, y lamenté haberla publicado con aquella urgencia, pues me parecía que si la hubiera madurado un poco más habría podido escribir una novela corta. Siempre he asociado la novela corta al reportaje, pero nunca había manejado un material tan favorable, que quizá había echado a perder por precipitación.

Una tarde cogí el teléfono, hablé con el redactor jefe del periódico y le propuse escribir un reportaje falso. -¿Qué quieres decir con un reportaje falso? -preguntó.

– Pues eso -añadí-, una pieza de ficción con apariencia de reportaje. Es que he conocido un par de casos de gente que se cree adoptada y de hombres que creen haber tenido hijos que no han tenido. Creo que sería interesante trabajar en esa zona de la realidad dominada por lo que no ha ocurrido.