– Aún no sé lo que quiero hacer. De momento, me apetece hablar con unas y con otras. Ahora te ha tocado a ti.
– Yo envidio a la gente que sabe escribir, porque, si yo supiera, escribiría mi vida y se convertiría en un bestseller.
– Todo el mundo cree que su vida es un bestseller.
– Pero algunas lo creemos con razón.
– ¿Fina es tu verdadero nombre?
– No, pero mi verdadero nombre no se lo doy a nadie, ni siquiera a ti. -¿Y por qué te pusiste Fina? -Porque soy muy delgada, como ves, pero no
sólo por eso, sino porque tengo una educación que tampoco es muy frecuente en las putas.
Volvió a ruborizarse y se lo señalé.
– Ya te he dicho que el rubor forma parte de las prestaciones. En mi casa, cuando se quería decir de una mujer que era muy delicada, decían que era muy fina. Fulana es muy fina. Por eso me puse Fina, pero la mayoría de los clientes no lo captan.
– ¿Predomina el cliente grosero?
– Yo he aprendido a distinguirlos por teléfono y a los groseros ni los atiendo, no tengo necesidad. ¿Quieres oír los mensajes que me dejan, que me dejáis los hombres?
Tras decir esto, sacó un móvil del bolso, lo conectó y marcó el número del buzón de voz, como había hecho con Alvaro. Escuché tres o cuatro proposiciones brutales y se lo devolví. Comprendí en ese instante que quizá llevaba años jugando a recibir mensajes en ese teléfono móvil, jugando a ser prostituta, y tomé nota mentalmente para comprobar si su número de teléfono figuraba también en otros reclamos más fuertes que el de «discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas».
– Pero he tenido clientes muy educados también. Personalidades políticas y artistas, como tú.
– Yo no soy artista.
– Será porque no quieres, porque si yo supiera escribir sería artista. ¿Sabes cómo empieza una novela titulada Memorias de África?
– Yo tenía una casa en África -dije.
– ¿Es un buen comienzo? -preguntó.
– Es bueno, sí.
– ¿Y por qué no sería bueno empezar un libro diciendo yo tenía un acuario en el salón? -No lo sé, dímelo tú.
– Porque las palabras casa y África son evocadoras. Acuario y salón no.
Sentí un poco de vergüenza por la posición de privilegio que ocupaba sin que ella lo supiera, pero acallaba mi conciencia repitiéndome que no necesitaba que nadie me hubiera dado su teléfono, puesto que estaba al alcance de cualquiera, en el periódico.
– ¿Te gusta leer? -pregunté.
– He leído a Isabel Allende. Si yo escribiera, elegiría ese estilo. No te rías, hay más escritores interesados en mi biografía.
– Yo no soy escritor.
– No eres artista, no eres escritor… ¿Se puede saber qué eres? -Ya te lo he dicho: periodista. -Pero sabes escribir, ¿no? -Sí, pero sólo sobre cosas reales. -Qué manía tiene todo el mundo con la realidad.
Pues las cosas irreales también existen.
– Quizá lleves razón. Un amigo mío dice que si hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años.
– Ahí lo tienes. Y en las biografías supongo que todo el mundo miente, ¿no?
– Es posible.
Advertí que Fina (o Luz Acaso) había desarrollado una habilidad notable para hacer como que comía sin comer. Apenas probó lo que había pedido, pero al final la comida estaba distribuida por el plato de tal manera que daba la impresión de haber podido al menos con la mitad. Tenía en la cabeza mil preguntas, pero me pareció que era mejor no presionarla para que aceptara que nos encontráramos más veces. Cuando nos levantamos, yo me eché las manos atrás, casi siempre lo hago, en el gesto característico de las personas que padecen lumbago.
– ¿Tienes lumbago? -preguntó.
– Sí, unos días más que otros. Hoy estoy fatal.
– Pues te tengo que presentar a una amiga escritora que quiere escribir un libro sobre el lumbago. -Cuando quieras -dije-, pero no sé qué tiene de interés.
– Ya te lo dirá ella. En realidad, no está segura de si quiere escribir sobre el lumbago o sobre el l'um bago. Déjame un bolígrafo que te lo escriba.
Saqué el bolígrafo y escribió l'um bago sobre la palma de su mano mientras nos dirigíamos hacia la puerta.
– ¿Sabes qué quiere decir l'um bago en rumano? -preguntó.
– Pues no, no lo sé.
– Quiere decir el ojo vago. Por eso no sabe si escribir sobre la región lumbar o sobre el ojo. Me reí y me miró un poco ofendida. Luego cogió un taxi en la puerta del restaurante y me dejó solo.
El día siguiente revisé la sección de contactos del periódico, buscando el número del móvil de Fina, y comprobé que estaba en varias partes, como me había imaginado, con otros nombres y bajo leyendas más provocadoras que la de «discreción y compañía» para caballeros serios. Así, por ejemplo, aparecía en un reclamo que decía: «Folíame, folíame toda y luego cuéntaselo a tu madre por teléfono». Y en otro que prometía un viaje «de la boca al culo, o del cielo al infierno del sexo» a quien se atreviera a llamarla. Entonces, fui al periódico, me dirigí al departamento de documentación, busqué en ediciones atrasadas y comprobé que Luz Acaso, si se llamaba Luz Acaso, llevaba mucho tiempo jugando a las putas.
Lo primero que se me ocurrió (deformación profesional) es que en la idea de utilizar un teléfono móvil secreto para jugar a las putas podría haber un reportaje interesante, de modo que esa misma tarde compré un móvil barato para repetir el experimento de Luz (o Fina o Eva o Tatiana, pues con todos estos nombres aparecía en la sección de contactos) y ver qué ocurría. Una vez activado el aparato llamé a una agencia y ordené colocar durante varios días el siguiente anuncio en la sección de contactos: «Hombre casado admitiría contactos esporádicos con mujeres discretas». Di el número del móvil que había comprado para ese fin y luego lo dejé en un cajón, desconectado.
Durante los siguientes días, cuando abría el teléfono, encontraba en el buzón de voz una colección de barbaridades que por lo general me horrorizaban, aunque me excitaban también. Había mensajes de mujeres tímidas y solas, que buscaban una salida imposible a su sexo, pero lo normal eran proposiciones directas y brutales hechas indistintamente por hombres o mujeres cuyas voces daba pánico escuchar. Me llamó la atención uno de los mensajes, dejado por una mujer de voz muy dulce y seductora. Decía que si sólo buscaba sexo, no podía ayudarme, pero que no dejara de llamarla si lo que necesitaba era una razón para vivir. Daba el número de teléfono de un móvil también. Llamé desde el mío y en seguida apareció la dulcísima voz al otro lado.
– Soy el hombre casado que busca mujeres discretas -dije. -¿Cómo te llamas? -preguntó.
– Enrique -mentí-, ¿y tú?
– Rosa.
– Hola, Rosa.
– Hola, Enrique. ¿Buscas una razón para vivir?
– Busco dos, pero me conformaría con una.
– Yo estoy enferma, ¿sabes?
– ¿Qué tienes?
– No importa. Estoy enferma, en la cama, con una almohada doblada debajo de la cabeza. En la mano derecha tengo el mando del televisor y en la izquierda el teléfono móvil. Son mis dos únicos instrumentos para navegar por la realidad. Tú tienes otros, ¿no?
– ¿A que te refieres?
– ¿Tienes dos piernas?
– Sí.
– Ahí tienes dos razones para vivir.
Yo permanecía de pie, algo encogido, junto a mi mesa de trabajo. Creo que jamás había escuchado una voz tan cautivadora. Podría haberme diluido en ella. No deseaba otra cosa que desvanecerme en la voz como se disuelve una obsesión en el sueño, pero había en ella al mismo tiempo una advertencia.
– ¿Cuántos años tienes, Rosa? -pregunté.
– Doce. ¿Y tú, Enrique?
Colgué el teléfono aterrado y permanecí jadeando unos instantes, como si hubiera hecho un esfuerzo físico insufrible. Comprendí que los teléfonos móviles tejían sobre el universo una red de ansiedad que se superponía a la de la telefonía fija. Agujereábamos la capa de ozono, pero creábamos en su lugar otras capas, densas como mantas, de palabras que atravesaban la atmósfera buscando destinatarios imposibles. Abrí la ventana, pese al frío, para que entrara el aire, y cuando me recuperé (es un decir: nunca me he recobrado de aquella llamada), regresé a la mesa de trabajo. Intenté comprender a Luz Acaso. La imaginé escuchando los mensajes de su móvil, y atendiendo esporádicamente, de forma personal, algunas de las llamadas. El móvil permitía llevar a cabo multitud de juegos sin el riesgo de los teléfonos fijos, pues al no estar a nombre de nadie, no hay manera tampoco, si tú no quieres, de que lo relacionen contigo, y puedes desprenderte de él cuando te canses arrojándolo simplemente al cubo de la basura. Utilizado del modo en el que lo utilizaba Luz, el móvil devenía en un sexo artificial, en una prótesis.