Me pregunté si habría más gente que lo estuviera usando como ella. Llamé al periódico, hablé del asunto con un experto en sucesos, y me dijo que no tenía noticias de que se hubiera generalizado ese uso del móvil, aunque había oído hablar de gente, en cambio, que compraba uno de estos teléfonos de usar y tirar y no le daba jamás el número a nadie.
– ¿Para qué los compran? -pregunté.
– Para recibir una llamada de Dios -me dijo-. Los llevan siempre encima por si algún ser de otra dimensión decide telefonearles. Te puedes imaginar que a veces, el teléfono suena porque alguien se equivoca, pero ellos interpretan esas equivocaciones como mensajes de otros mundos. Hay mucho loco suelto.
Yo, por mi parte, guardaba el mío en un cajón de la mesa de trabajo. De vez en cuando lo abría, escuchaba los mensajes y me masturbaba excitado por toda aquella brutalidad provocada por la incomunicación de los seres humanos. Comprendí que el móvil era indistintamente un falo o un clítoris, pero cuando me di cuenta de que estaba entrando en esas dimensiones infernales del sexo de las que hacía tiempo que había logrado escapar, arrojé el aparato a la basura y volví a mi sexualidad habitual, que era una sexualidad, por entendernos, escéptica, descreída, una sexualidad para ir tirando.
Entretanto, Fina y yo nos veíamos ya de un modo regular. Conseguí que me cogiera confianza, lo que no fue difícil, pues los dos nos encontrábamos bien juntos (y ella, para decirlo todo, se ganaba un dinero). A su lado, advertí que en los últimos años me había aislado de la realidad casi sin darme cuenta. El proceso debió de comenzar cuando me convertí en un reportero de lujo y me liberaron de la obligación de ir al periódico todos los días. Es cierto que desde entonces había escrito mis mejores reportajes, haciendo hablar a los demás de su vida o relatando lo que veía al otro lado de mi cabeza, pero yo no hablaba de mí mismo con nadie (ni siquiera con Nadie). Fina tuvo la habilidad de convertirse en una confidente perfecta: no hacía otra cosa que escuchar. Le hablé de mi ex mujer, de mi hija, le conté con detalle la época en la que creí que podría encontrar alguna verdad fundamental en el adulterio, le relaté la frustración de no haber tenido un hijo varón, quizá un discípulo, que se identificara conmigo, o con el que yo hubiera podido identificarme. Le conté mi vida, en fin, como hacen muchos borrachos con las putas, y a medida que se la contaba la ordenaba para mí mismo intentando encontrarle un sentido. Nos veíamos siempre en restaurantes, pues para ella resultaba tranquilizador que estuviéramos rodeados de gente. Después del primer encuentro, ya no volví a pensar que estuviera enferma, sino que era así. Incorporé su enfermedad a su constitución y dejó de producirme extrañeza, como cuando aceptas que el otro sea cojo, o impuntual, o tuerto.
Al mismo tiempo que yo veía a Fina sin que nadie conociera estos encuentros, Alvaro Abril me telefoneaba de forma regular para contarme sus conversaciones telefónicas con ella, con su madre. La culpa que me proporcionaba este doble juego era semejante a la que en otro tiempo me había proporcionado el adulterio, por lo que en el fondo creo que en aquel triángulo esperaba encontrar de nuevo una verdad fundamental. Me da un poco de vergüenza esta expresión, verdad fundamental, pero para qué vamos a engañarnos, creo que no he buscado otra cosa en la vida que una verdad fundamental. Lo que no había previsto, conscientemente al menos, es que Fina (o Luz Acaso) utilizara mis confidencias para tejer una trama, en la que Alvaro y yo quedaríamos enredados también como dos cordeles dentro de un bolsillo.
Un día, Alvaro me llamó por teléfono y me dijo que por fin le había preguntado a su madre por su padre.
– Le he preguntado quién es mi padre.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Al principio no quería ni oír hablar del asunto, aseguraba que era mejor que no supiera nada, pero poco a poco fue cediendo y por lo visto es un periodista, fíjate qué casualidad. Quizá hay en mi afición a escribir algo genético.
Me puse pálido y tragué una porción de saliva que cogió el camino equivocado, provocándome un acceso de tos que me impidió continuar hablando.
– Te llamo en unos minutos -dije- y colgué.
Vomité sobre la taza del retrete y al tirar de la cadena, mientras veía descender violentamente el agua en forma de torbellino, comprendí lo que había ocurrido: Fina (o Luz Acaso) había estado sonsacándome hábilmente cosas de mi propia vida que utilizaba con Alvaro para describirle un padre imaginario (aunque real, pues se trataba de mí) cuya imagen fuera gratificante para ambos. Ella no conocía la relación existente entre Alvaro y yo, no podía saber que al mentir abrochaba sin embargo una verdad. Fui a la cocina, bebí lentamente un vaso de agua y a cada sorbo fui haciéndome cargo de que estaba siendo víctima de una ficción que mi propio deseo había contribuido a levantar. Era todo mentira, de acuerdo, sí, pero empezaban a encajar tan bien los materiales de esa quimera, que tenía que repetirme continuamente es mentira, es mentira, porque a medida que pasaban los minutos era más verdad. Yo siempre había trabajado con materiales reales y sabía de qué manera manipularlos para alcanzar el significado o la dirección que convenía a mis intereses. Mi experiencia con la ficción, en cambio, se reducía a aquel cuento, Nadie, en el que incluí por otra parte tantos elementos autobiográficos que en cierto modo era también un reportaje disimulado. No sabía, en fin, de qué manera se defiende uno de lo irreal.
Cuando me calmé, llamé a Alvaro. -Perdona, chico, pero me ha dado un ataque de tos.
– No te preocupes. Te decía que Luz, mi madre, me ha hablado de mi padre. Dice que es un periodista con el que se acostó hace veinticinco años cuando ella comenzó a prostituirse y él estaba haciendo un reportaje sobre las putas que se anunciaban en la prensa.
Dios mío, yo mismo le había contado a Fina que había hecho ese reportaje y que quería hacer ahora otro para ver las diferencias entre una época y otra. El reportaje antiguo se había publicado, de manera que si Alvaro quería saber quién era «su padre», no tenía más que revisar las hemerotecas. Y yo no podría decirle es mentira, Alvaro, es mentira, porque eso habría significado confesar que me veía con Fina. Por otro lado, Alvaro no necesitaba consultar ninguna hemeroteca. Sabía que su padre era yo e iba cercándome para que al menos entre los dos quedara establecido de manera implícita ese conocimiento.
– Por lo visto -añadió-, mi padre ni siquiera sabe que aquella puta con la que se acostó se había quedado embarazada. Ella no quiso decírselo para no complicarle la vida y porque quería tener el hijo sola. Pero luego, cuando nació, las cosas se pusieron difíciles y tuvo que darlo en adopción.
– ¿Todavía continúas empeñado en eso? -le reproché. -¿Tú qué crees? – preguntó él con cierta dureza.
Un día, después de que hubiéramos comido de nuevo en el restaurante de Príncipe de Vergara donde nos encontramos por primera vez,
Fina propuso que tomáramos el café en su casa. Vivía en María Moliner, muy cerca de allí, y quería que conociera a esa amiga suya que escribía un libro sobre el lumbago, o sobre el l'um bago, para que le contara mi experiencia, pero también, añadió, para que la orientara un poco, pues se trataba de una chica muy joven y dudaba si hacerlo en forma de reportaje o de novela.