Выбрать главу

María José nos esperaba impaciente, con un parche de cuero negro en el ojo. Dijo, con un punto de resentimiento, que se le había enfriado el café dos veces, y cuando nos lo sirvió sabía, en efecto, a recocido. Se movía de forma extraña, procurando utilizar lo menos posible el costado derecho. Fina me explicó en un aparte que no era tuerta ni coja ni nada parecido, sino que tenía inmovilizado todo ese lado para descubrir las posibilidades del izquierdo, pues pretendía escribir un libro zurdo. Me pareció que la casa olía a comida y a medicinas. El ambiente, en cualquier caso, estaba un poco enrarecido por una estufa de butano con ruedas colocada cerca del sofá.

– Pues éste es el periodista que tiene lumbago -dijo Fina señalándome, después de que yo hubiera abandonado el abrigo sobre una silla y tomáramos asiento.

– Cuando quieras – añadió María José cogiendo de la mesa un cuaderno de notas alargado.

– Bueno, a mí el lumbago sólo me molesta a temporadas -dije algo cohibido por la situación y por la rapidez con la que sucedía todo-, y no sé muy bien de qué depende, quizá de los cambios de estación. En otoño lo noto más, pero el médico asegura que el otoño no tiene nada que ver, que el problema es que paso muchas horas sentado en malas posturas.

– ¿Te sientas peor en el otoño que en el resto de las estaciones? -preguntó con expresión sagaz.

– Es lo que yo pienso -dije-, que si me siento siempre igual, me tendría que doler lo mismo en primavera, o en invierno. Mi médico lo cura todo caminando. «Ande usted», me dice, pero la verdad es que he hecho de todo: paseos, acupuntura, masajes… sin ningún resultado. Ahora me acabo de comprar una silla alemana que dicen que es muy buena y creo que me alivia un poco, aunque me debería aliviar más para el precio que tiene.

María José tomaba notas torpemente con la mano izquierda. Daban ganas de arrancarle el cuaderno y escribir por ella, pero Fina la miraba con admiración y respeto, como a esa hija que ha logrado estudiar la carrera en la que han fracasado todos los hombres de la familia.

– ¿En qué piensas cuando oyes la expresión región lumbar? -preguntó.

– ¿Cómo que en qué pienso?

– Sí, ¿qué te pasa por la cabeza?

– Pues no sé, esta zona del cuerpo.

– ¿Y nunca te has imaginado la región lumbar como un territorio mítico, a la manera del Macondo de García Márquez o del Yonapatawpha de Faulkner?

– Pues no, francamente.

– Imagínate este principio para un relato: «Cuando los enviados del dolor atravesaban la región lumbar, se desató una tormenta eléctrica en la cresta ilíaca».

Miré con perplejidad a Fina, que compuso la expresión de fíjate lo lista que es, y yo mismo empecé a considerar la posibilidad de que se tratara de un genio.

– La verdad es que suena bien -dije al fin, entregado a la lógica literaria de aquellas dos mujeres.

– Ya lo sabía yo que sonaba bien. El problema es que no estoy segura de si debo escribir sobre el lumbago o sobre el l'um bago, que en rumano creo que quiere decir el ojo vago. Hay que hacer caso de la dirección que toman las palabras. Yo creo que escribir consiste en averiguar lo que quieren decir las palabras más que en lo que quieres decir tú.

Fina bostezó, como si la conversación se hubiera vuelto de repente demasiado técnica, y dijo que iba a descansar un rato, pero que yo me podía quedar todo el tiempo que quisiera. Abrió la puerta de la derecha y desapareció en lo que supuse que era su dormitorio. Cuando nos quedamos solos, María José dijo:

– Si no te importa, voy a quitarme el parche un rato, para descansar.

Se quitó el parche negro y sufrí una erección desproporcionada. Creo que la vi entonces por primera vez, como si hasta entonces hubiéramos permanecido en una penumbra que su ojo derecho, al levantar el párpado, hubiera iluminado. Se hizo la luz, en fin, de un modo espectacular, y tras la luz, de forma sucesiva, fue apareciendo ante mí el resto de la creación: su cuello, sus hombros, sus pechos, sus caderas… Llevaba una camiseta blanca muy ceñida y unos pantalones vaqueros, pero estaba descalza, pese a que la temperatura no invitaba a ello. El pelo, corto y desigual, dejaba adivinar la forma perfecta del cráneo.

– Tengo un tatuaje -dijo.

– ¿Dónde?

– En la región lumbar -añadió volviéndose de espaldas y subiéndose la camiseta.

En efecto, se había hecho dibujar sobre la piel, a todo color, un pequeño paisaje vacío, sin otra línea que la del horizonte. En su sencillez, era sobrecogedor.

– ¿Te gusta? -preguntó.

– Mucho -dije.

– Justo por aquí -añadió pasando una uña mordida cerca de la línea del horizonte- está situada la cresta ilíaca. -Pero no se ve -añadí, como esperando que me enseñara más. -No se ve porque está al otro lado. Es una sierra misteriosa por la que cabalgan los enviados del dolor.

Me pidió que le enseñara mi región lumbar y le dije que no, que me daba vergüenza, pero había caído en el delirio de que me estaba pidiendo otra cosa, e intenté atraerla hacia mí, para darle un abrazo. Ella me separó sin violencia y dijo:

– En otras circunstancias no me habría importado, pero me estoy reservando para Alvaro Abril. -Alvaro Abril, ¿el escritor? -Sí, ¿lo conoces? -Un poco. -Es un genio y, aunque él todavía no lo sabe, me

está destinado.

Nunca había oído a nadie pronunciar disparates con aquella firmeza. Me volví partidario del disparate, aunque no me sirvió de nada, pues ella continuaba decidida a consagrarse a Alvaro.

– Estoy colonizando mi lado izquierdo -dijo-,

porque mi lado izquierdo es el camino que conduce a él. -Yo daría la vida por ser tu lado izquierdo -dije. Ella sonrió y se recostó en el sofá, con expresión nostálgica y lejana. La erección comenzó a ceder y de sus cenizas brotó de nuevo mi instinto periodístico. Le pregunté qué relación tenía con Fina y sin gran esfuerzo comencé a conocer la historia de Luz Acaso desde un lado diferente al de Alvaro. Supe cómo había llegado a Talleres Literarios encontrándose con un huérfano vocacional que podría haber sido su hijo. Supe también de qué modo casual María José había entrado en relación con Luz y me enteré de los pormenores de su convivencia, como que vivían en Praga y que dormían juntas.

– ¿Conoces Praga? -preguntó.

– Estuve una vez -dije.

– ¿Y no te parece que este piso está allí?

Me pareció que sí y se lo dije. También estuve de acuerdo en que era buen título para una novela. -Dos mujeres en Praga, suena bien. -Te lo regalo -dijo ella. -No escribo novelas, pero si algún día me decido, te tomaré la palabra. -¿Por qué no escribes novelas? -Porque prefiero trabajar sobre datos de la realidad.

– Qué obsesión con los datos. Luz piensa que la historia del lumbago debería ser una novela, mientras que la del l'um bago debería ser un reportaje.

– ¿Quién piensa eso?

– Luz -repitió haciendo con la cabeza una señal en dirección al dormitorio. -Creí que se llamaba Fina -dije. -Fina, Luz, qué más da. No pretenderás que ponga en el periódico su verdadero nombre.

Dejé pasar unos segundos y añadí:

– Yo creo que no es una verdadera puta.

– ¿Por qué dices eso?

– Las conozco y no da el tipo.

– ¿Y qué más da si lo es o no?

Comprendí que tampoco María José me ayudaría a trazar la frontera entre las fantasías de Luz (o Fina), y la realidad, pero por primera vez en mi vida disfruté de aquel estado de indefinición. Las tardes de invierno en Praga son cortas, y la luz, en efecto, se iba por la estrecha calle a la que daban las ventanas como un chorro de agua por un canal. María José podía ser enormemente minuciosa en la descripción de los hechos, y disfrutaba con ello. Me hizo un dibujo concienzudo de su vida cotidiana con Luz (había dejado de ser Fina definitivamente). Supe en qué lado de la cama dormía cada una y quién aliñaba las ensaladas