Ahora, tantos años después, levantaba una fantasía semejante en el despacho de mi editor. Imaginaba que mi próximo libro era un éxito mundial y que él se arrastraba para que no le abandonara. Imaginaba eso y también que todas las paredes de la editorial, desde la entrada hasta el cuarto de las fotocopias, estaban forradas con fotografías en las que sólo aparecería yo recibiendo premios o impartiendo conferencias. Puede parecerte una fantasía loca, madre, pero ni aun así me pagaría el mundo el uno por ciento de lo que me debe. Dios mío, si lo pienso, todo en la vida lo he hecho por miedo: fui un buen estudiante por miedo a que tú no me quisieras. Fui obediente por miedo a que papá no estuviera orgulloso de mí. Soy un buen escritor por miedo a decepcionar a mis críticos, para quienes escribo siempre la misma obra que ellos halagan del mismo modo mecánico. Y soy un ciudadano ejemplar por miedo a ir a la cárcel o a que no se reconozca la deuda que el mundo contrajo conmigo en algún tiempo remoto. Seguramente, acepté el encargo de escribirte esta carta también por miedo a parecer un autor difícil. La condición de que me pagaran en metálico era casi una broma, una excentricidad si quieres. Los editores aceptan nuestras excentricidades porque a cambio de ellas van quedándose con pedazos de nuestra alma. Si el diablo tuviera que manifestarse hoy en forma humana, lo haría en
forma de editor.
Y bien, el caso es que con estos pensamientos remitió el ataque de odio y el pulso de las sienes recuperó su ritmo habitual. Entonces me pregunté qué clase de carta escribiría y a cuál de todas mis madres: ¿a la imaginaria?, ¿a la real?, ¿a la soñada?, ¿a la muerta?, ¿a la viva?
En esto, se abrió la puerta del despacho y entró el editor diciendo que había hablado con el director financiero y que estaban intentando arreglar lo del pago en metálico. Mientras lo arreglaban o no, hablamos un rato de mi próxima novela. No tengo próxima novela, pero le dije con una afectación retórica que estaba trabajando en una obra maestra, lo que pareció inquietarle un poco, porque colocó el respaldo de la silla en la posición vertical, como cuando despegamos y aterrizamos, que son los momentos más delicados del vuelo, y preguntó para cuándo la tendría lista.
– Aún no lo sé -respondí. -Sería fantástico que la tuvieras para la primavera -dijo.
Por lo visto, le había fallado uno de sus autores estrella y andaba escaso de novedades para esa época en la que las editoriales hacen sus mayores apuestas.
– Ya veremos, pero tienes que colocar alguna foto mía en las paredes -añadí con tono irónico, como si se tratara de una broma, aunque él notó en seguida que se trataba de una broma seria.
– La colocaré -dijo-, pero fíjate que sólo tengo colocados a los que más detesto. El problema es que los que más detesto son también los que más venden.
A continuación me contó algunas de las miserias de aquellos autores, a cuyos pies se habría arrojado si en ese instante hubiera entrado uno de ellos por la puerta. En ese mismo instante decidí que ya no quería el afecto de mi editor, sino su respeto, su miedo: había comprendido que un editor sólo respeta a aquellos autores de los que habla mal.
Al poco, recibió una llamada telefónica y en seguida entró la secretaria con un sobre lleno de billetes que conté sonriendo delante de él. Sabía que estaba preguntándose qué pasaba por mi cabeza, pero por mi cabeza, la verdad, no pasaba nada, excepto la satisfacción de que hubieran aceptado aquel capricho de pagarme en metálico. Luego, traje el sobre a casa con el mismo respeto que si en él estuvieran encerradas, más que mi anticipo, tus cenizas, madre. No me preguntes el porqué de esta asociación entre el dinero y tus cenizas, porque no tengo ni idea. Quizá he empezado a escribir esta carta a la madre para averiguarlo.
Cuando llegué a casa, guardé el sobre en el cajón superior de la mesa de trabajo, que se transformó así en un columbario, y cada día, antes de ponerme a trabajar, esparcía sobre el escritorio los billetes, como si distribuyera tus
restos, y me quedaba contemplándote, contemplando el dinero, a la espera de que tú misma me dictaras la carta que te tenía que escribir, pues yo no sabía qué decirte, aún no lo sé. Ni siquiera sabía si debía escribírtela a ti o a una madre imaginaria, ni si escribirla desde mí o desde un narrador imaginario. Tampoco lo sé. El caso es que con estas dudas, que quizá no eran más que una coartada para no escribir, se cumplió el plazo acordado para la entrega de la carta sin que ni siquiera la hubiera comenzado, de modo que llamé al editor y me disculpé.
– No puedo hacerlo, no me sale -dije, asegurándole que al día siguiente le haría una transferencia para devolverle el anticipo.
– Nada de transferencias -respondió de mal humor-. Te empeñaste en que te pagara en metálico y yo te pagué en metálico, así que devuélveme el dinero del mismo modo.
Discutí todavía un poco con él y al fin dijo que me había pagado con dinero negro. Me quedé espantado. Tengo un miedo casi religioso a todo lo que se relaciona con el fisco, de modo que por un momento creí que acabaría en la cárcel. Le grité que no tenía derecho a hacer eso conmigo y respondió que cuando alguien solicita un anticipo en metálico está pidiendo que le paguen con dinero negro, para no declararlo.
– Ése es el código -añadió-. Y me costó mucho conseguirlo, ya casi no hay dinero negro en circulación, en nuestro sector al menos.
Colgué el teléfono lleno de remordimientos, saqué los billetes del sobre (de la urna más bien) y los extendí de nuevo sobre la mesa. Aquel dinero no sólo era tu cuerpo, madre, sino que era de repente también el cuerpo del delito. Era un cuerpo ilegal. Nadie debía saber que se encontraba en mi poder. Ese día cerré el cajón con llave. Esa noche no dormí. A la mañana siguiente saqué del banco una cantidad idéntica y fui a devolvérsela al editor, que miró los billetes de uno en uno al tiempo que consultaba una lista que le había pasado la secretaria.
– Éstos no son los billetes que yo te di -dijo al fin-. Tienen otra numeración.
– ¿Y qué más da eso? -pregunté un poco angustiado. Tenía la impresión de haberme metido sin querer en un asunto demasiado turbio para mi resistencia moral.
– El dinero negro tiene sus normas -dijo-. Si no quieres escribir la carta, no la escribas, pero devuélveme los billetes que te di a cambio. Éstos no me sirven.
– Me los he gastado -argumenté.
– Mala suerte, chico -dijo él-. Tendrás que ir tras ellos, o escribir la carta a tu madre. Tú verás.
– Sé que esto es una broma -le dije con un nudo en la garganta-. Pero empieza a ser una broma de mal gusto.
– No es ninguna broma. Si quieres, le digo al director financiero que te lo explique él mismo.
Entonces hizo el gesto de levantar el teléfono, pero le frené espantado. No quería complicar más las cosas y tengo más miedo a los directores financieros que a la policía.
– Está bien -respondí intentando ocultar mi angustia-, mañana mismo tendrás tus billetes.
Abandoné la editorial con la determinación de devolvérselos, pero cuando llegué a casa y los toqué a través del sobre comprendí que no sería capaz de continuar traficando con tu cuerpo, y ello pese a la sospecha de que el editor me había mentido para forzarme a escribir esta carta, madre.
Dejé que pasaran unos días y el editor no llamó. Tampoco esperaba que lo hiciera inmediatamente, desde luego. Él sabía que la deuda continuaba en pie y conocía de sobra la debilidad de mi carácter. Ya no me atrevía a abrir el cajón en el que reposaba el dinero negro, el dinero clandestino, aquel dinero poseído de manera ilícita, del mismo modo que de niño te había poseído ilegalmente en mis fantasías sexuales. ¿Lo sabías? ¿Sabías que durante mucho tiempo deliraba contigo? Quizá sí. ¿Recuerdas que en el cuarto de baño de casa había un cesto de mimbre para la ropa sucia? Muchas veces, cuando adivinaba que ibas a darte una ducha, yo me ocultaba dentro de ese canasto y te veía por entre los vacíos del tejido de mimbre. Aún podría reproducir cada uno de los gestos con los que te enjabonabas el cuerpo, pues te tengo en fotos y en película archivada dentro de mi cabeza. Recuerdo, por cierto, la sorpresa, y el susto, que me di al descubrirte los pezones, pues durante mucho tiempo pensé que los pechos de las mujeres eran lisos. El descubrimiento del pezón fue como el de una enfermedad adictiva, pues si bien al principio lo detesté, luego ya no podía vivir sin él. Tampoco tú tenías unos pezones normales, madre, pues carecían prácticamente de areola y surgían del seno casi sin transición, como si no estuvieran incluidos en el diseño original y alguien te los hubiera incrustado de forma algo cruel. Los he buscado luego en mil mujeres distintas sin hallarlos en ninguna. Hace tiempo, me relacioné con una estudiante de medicina a la que se los dibujé y me dijo que era imposible, que esos pezones sólo existían en mi imaginación, pero creo que me mentía para que dejara de buscar, pues quizá esa particularidad anatómica (¿anatómica?) era lo único que nos separaba. Nunca he dejado