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de preguntarme dónde termina la anatomía y comienzan las emociones. De hecho, no sé si desde aquel cesto de mimbre estudiaba emociones o anatomía, pues lo cierto es que procuraba controlarme para que la excitación no me impidiera tomar notas de todos tus rasgos para reproducirlos después imaginariamente en la soledad de mi habitación. Nunca lo logré. Era capaz de reconstruirte por partes, pero luego, cuando intentaba verte entera, las partes perdían su contorno, se diluían en el conjunto, como si hubiera entre el todo y las partes un conflicto que aún no he logrado resolver.

Allí estaba yo, observando tus volúmenes desnudos, cubierto por la ropa sucia de la casa, por tus camisones, tus blusas, por tu ropa interior, aunque también por la de mi padre, que inexplicablemente convivía con la tuya. Mi memoria olfativa me devuelve siempre que se lo pido el olor de aquellas prendas que también he buscado en la ropa de otras mujeres, con poco éxito para decirlo todo.

Has de saber, madre, que con frecuencia contrato a prostitutas que vienen a mi casa y a las que pido que se duchen delante de mí mientras yo huelo su ropa. Y cuando se agachan para enjabonarse los tobillos, entregando sus pechos a la fuerza de la gravedad, yo voy buscando un instante, uno solo, que reproduzca

uno de aquellos que viví entonces. Recuerdo que a veces observabas desde la bañera, significativamente, el cesto de la ropa, como si me buscaras por entre las ranuras del mimbre. Quizá no ignorabas mi presencia, aunque me dejabas hacer porque conocías la deuda que el mundo tenía conmigo y pensabas que ése era un modo de empezar a pagarla. De hecho, recuerdo tu mirada de complicidad cuando entraba en tu habitación sin llamar para sorprenderte a medio vestir, o tu tono de voz cuando me pedías que te abrochara un vestido a cuyos botones no llegaban tus manos. Mi pasión hacía un recorrido de ida y vuelta, pues tú me devolvías parte de ella siempre en forma de detalles ambiguos que podían interpretarse de un modo o de otro. Te he dicho que pagabas la deuda de la que yo me sentía acreedor, pero también me pregunto si no contribuíste a hacerla más grande, pues una vez que salí a la vida comprendí que ninguna otra mujer me daría tanto como tú. Me habría ido con cualquiera que me hubiera garantizado la mitad. Hay personas que tienen esta capacidad de aumentar la deuda al tiempo de saldarla. Me ocurrió no hace mucho con un amigo que me prestó dinero para hacer frente a unos pagos. Cuando se lo devolví, lo aceptó de tal modo que tuve la impresión de que le debía más. El problema es que ahora se trataba de

una deuda moral, es decir, de las que no hay manera de saldar.

He repasado lo escrito hasta aquí y me sorprende que el dinero aparece asociado a veces a tu cuerpo, pero también al amor (no he conocido otro que el de las prostitutas), a las cenizas, a la escritura y ahora a la amistad. El dinero tiene esa virtud proteica de convertirse en lo que quieres o en lo que detestas. Empiezo a adivinar el porqué de ese empeño en que me pagaran en metálico el anticipo de esta carta que, contra todo pronóstico, empieza a salir adelante, madre.

Y bien, el resultado de aquel intercambio de satisfacciones entre tu cuerpo y el mío fue que deseé ser adoptado más que ninguna otra cosa en el mundo, pues si era adoptado podía disfrutar sin culpa de aquellas experiencias delictivas. Uno encuentra lo que busca y yo encontré multitud de señales en esa dirección. Durante un tiempo, hurgué en todos los armarios de la casa, en todos los cajones, en todos los archivadores. Me sorprendió ver que la vida estaba hecha en gran parte de documentos que iban desde la cédula de habitabilidad de la casa hasta sus escrituras, pasando por los recibos de la luz, del gas, del colegio, por los certificados de nacimiento, de defunción, por los títulos académicos y por las fotografías que reposaban, dentro de cajas de zapatos, en la

zona más oscura de los armarios. No hallé, madre, ningún documento en el que se dijera que yo era adoptado, pero tampoco fui capaz de reconocerme en las fotografías de los parientes lejanos o próximos que examiné con lupa durante aquellos días.

Además de eso, si era adoptado, de repente adquiría un sentido la indiferencia de papá hacia mí. Lo he llamado indiferencia, pero a veces era más que eso, pues estoy seguro de que muchas veces me vio como un rival. Comencé a espiarte, a escuchar tus conversaciones, y me pareció que en muchas de ellas, de manera velada, aludías a las condiciones en que me habías adoptado y mostrabas alguna forma de arrepentimiento. Un día, estabas hablando con alguien, con la abuela, me parece, y te oí decir:

– Estoy arrepentida. Ahora no volvería a hacerlo.

Cuando te diste cuenta de que yo estaba delante, me diste la espalda avergonzada y bajaste la voz. ¿De qué estabas arrepentida? Yo nunca lo estuve de ser tu hijo adoptivo, aunque quizá habría querido ser algo más que eso. ¿Cómo no voy a tener la sensación de que el mundo me debe algo? Me debe unos padres verdaderos y una mujer con la que pueda relacionarme sin buscarte en ella. Lo he hecho todo por miedo a no perderte cuando la realidad es que jamás te tuve.

Ahora te tenía dentro del cajón de mi mesa: habías adquirido la forma de unos billetes que el editor me había entregado para que te escribiera esta carta. Ya no me atrevía a abrir el cajón, el ataúd más bien, pero cada día, cuando me ponía a escribir, o a fingir que escribía, sentía a través de la madera los latidos de tu cuerpo encerrado en aquel sobre que nunca debí haber aceptado, y no era capaz de juntar dos frases seguidas, dos frases, madre, cuando yo vivía de las frases, pagaba con las frases el alquiler de la casa, el aceite, la sal, las putas, el pan de cada día. No podía pasar mucho tiempo sin producir frases, en fin, porque las frases eran también el tejido con el que tapaba la ausencia de tu cuerpo y la del mío a veces, pues hay días en los que no me siento y en los que casi no me veo en el espejo. Los libros justifican mi existencia del mismo modo que a mí me habría gustado ser la justificación de la tuya. Todo es escritura, como verás.

Entretanto, sucedió algo con tus cenizas verdaderas. Cuando te incineramos, como sabes, no estaba permitido que los deudos se llevaran las cenizas a casa, por lo que tampoco fue posible cumplir tu deseo de arrojarlas al mar, de modo que adquirí en el cementerio un columbario donde desde entonces reposaba la urna con tus restos. Pues bien, durante estos días incineraron a un escritor, a cuya ceremonia tuve que acudir por compromiso, observando con sorpresa que tras la cremación los hijos recibieron una vasija con las cenizas. Al llegar a casa telefoneé al cementerio y me dijeron que, en efecto, la legislación había cambiado y que desde hacía algún tiempo los familiares de la persona fallecida podían disponer de los restos de la combustión, si ése era su deseo. Expliqué mi caso, para ver si era posible recuperar tus cenizas, y me dijeron que sí, pero había que pasar por una serie de penalidades burocráticas que me desanimaron. Colgué el teléfono sin tomar nota siquiera de las diligencias, pues al no estar dotado para los trámites me espantó la idea de rellenar instancias o recorrer ventanillas.