– Es tu historia -le dije.
– No, ya no -respondió-, era mi historia cuando creí que quería escribir una novela. Ahora voy a dedicar todas mis fuerzas a no escribirla y un modo de no hacerlo es que la escribas tú. No nos engañemos: hay gente que tiene facilidad para escribir. Yo tengo una facilidad increíble para no escribir, aunque hasta el momento había sido incapaz de aceptarlo.
– ¿Y El parque?
– Estoy arrepentido; ahora no volvería a escribirla.
– De acuerdo, hijo -añadí de forma algo miserable. No comprendía cómo alguien podía desprenderse de un material tan rico, aunque yo mismo rechazaba el que me proporcionaba mi hija verdadera, que continuaba enviándome correos en apariencia neutros a los que no daba respuesta.
Escuché las cintas una y otra vez y al recordar que Alvaro Abril daba clases en Talleres Literarios sobre la construcción del personaje, pensé que Luz Acaso había levantado magistralmente el suyo: como Penélope, deshacía por las noches la identidad que tejía durante el día. De este modo, siempre era la misma y siempre era distinta. Así nos hacemos también las personas reales: en una contradicción permanente con nuestros deseos. Damos la vida por lo irreal y desatendemos lo real. Amé a quienes no tuve y desamé a quien quise, decía Vicente Aleixandre, creo, uno de los pocos poetas que he leído con provecho.
Alvaro vivía prácticamente instalado ya en la casa de Praga, donde yo me dejaba caer algunas noches para observar desde el otro lado del microscopio los cambios que se producían en aquel compuesto existencial. Dormían en la habitación de la izquierda, a la que habían trasladado los muebles del dormitorio de Luz, ya que la encontraron vacía cuando se decidieron finalmente a forzar la cerradura. Quizá estaba ocupada por un fantasma que decidió no manifestarse. En cualquier caso, la que permanecía ahora clausurada y vacía era la de la derecha, como si fuera imposible que funcionaran las dos al tiempo. Siempre hay un pulmón que falla.
María José continuaba ejercitando su lado izquierdo con el apoyo de Alvaro, que teorizaba la actitud de la falsa tuerta con argumentos de taller literario, o eso decía yo al sentirme excluido de una relación cuya mirada me envejecía. Fui conociendo detalles de la vida de Luz Acaso, pero ninguno que me sirviera para separar las fronteras de la realidad de las de la ficción: no conseguí aclarar (tampoco puse demasiado empeño) si había sido una funcionaria de Hacienda con depresión o una puta con sida, tal vez no había sido ni una cosa ni otra. Me movía entre el deseo de querer y no querer saberlo porque, pese a la presencia que había adquirido en mi vida lo irreal, aún necesitaba datos verificables para escribir la historia de ella y la nuestra desde la posición de hijo legítimo desde la que trabaja un periodista. Pero cuanto más legítimo quería ser, más hijo de puta me sentía.
Comía solo, escuchando las cintas en las que Luz Acaso se tejía y se destejía, mientras me emborrachaba de manera metódica y pensaba en mi hermano gemelo o en el modo casual en el que irrumpió en mi existencia Alvaro. Un día me contó que cuando nos presentaron había sentido una euforia extraña, como si el diablo anduviera cerca. A ninguno de los dos se nos ocurrió entonces que el diablo pudiera ser yo. ¿Por qué no?
Por qué no, si de hecho tenía ideas diabólicas: mantuve, por ejemplo, los anuncios que Luz había publicado en la sección de contactos del periódico y a media tarde llamaba al buzón de voz y escuchaba los mensajes que los hombres le continuaban dejando, o le continuábamos dejando, porque yo mismo telefoneaba a veces a aquel número y dejaba avisos que al oírlos, más tarde, me parecían avisos de ultratumba.
No siempre subía a la casa de Praga: a veces me limitaba a observar la ventana iluminada desde abajo. Me daba miedo volver a casa, pero tampoco encontraba placer en la compañía de los bares atendidos por mujeres.
Mi hija se casó en Berlín, pero me las arreglé para no ir a la boda, aunque le envié un regalo que me devolvió a los pocos días con una nota crueclass="underline" «No te conozco, anciano». Mi ex mujer me aseguró que la frase era de un personaje de Shakespeare para darme un consuelo que no necesitaba, pues aunque continuaba vistiendo de manera informal, había aceptado al fin que ya no era un muchacho, y los lazos sentimentales con mi familia real, si alguno quedaba, se habían deshecho a lo largo de ese proceso de iniciación.
Un día sonó el teléfono y María José me dijo desde el otro lado del hilo, pero también desde el otro lado de la vida, que Luz Acaso había hecho testamento y que me había nombrado albacea.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté sorprendido.
– Hice averiguaciones en el Registro de Últimas Voluntades del ministerio de Justicia.
Me sorprendió que a una persona que vivía en el lado izquierdo se le hubiera ocurrido hacer algo que ni siquiera a mí, experimentado periodista, se me había pasado por la cabeza. Se lo dije.
– Por eso tus reportajes son convencionales -respondió-; buenos, pero convencionales.
No digo que no hubiera oído hablar en alguna ocasión de ese curioso Registro de Ultimas Voluntades, pero cómo creer que el Estado era capaz de gestionar el deseo de los muertos si le venía grande el de los vivos.
La cuestión, en fin, es que me había convertido en el albacea o ejecutor (qué palabras, por cierto) de aquel curioso testamento que dejaba los escasos bienes de Luz Acaso -el piso de Praga y una cuenta de ahorro- a Alvaro Abril y a María José. Era evidente que para llevar a cabo ese reparto no hacía falta un albacea, pero sí un narrador, un narrador que al contar los últimos días de Luz Acaso tuviera, sin comprender por qué, la impresión de ordenar su propia vida.
Juan José Millas
Juan José Millás (Valencia -España-, 1946). Escritor y periodista español. Nació en Valencia, pero ha vivido en Madrid la mayor parte de su vida. En su numerosa obra, de introspección psicológica en su mayoría, cualquier hecho cotidiano se puede convertir en un suceso fantástico. En la actualidad colabora en prensa y radio, sus columnas de los viernes en El País tienen un gran número de seguidores, por la sutileza y originalidad de su punto de vista para tratar los temas de la actualidad, así como por su gran compromiso social. Ha ganado varios premios de periodismo muy prestigiosos, como el Francisco Cerecedo 2005. En el programa La Ventana de la cadena Ser dispone de un espacio (Viernes 16:00 h) en el que anima a los oyentes a enviar pequeños relatos sobre palabras del diccionario. En la actualidad, está construyendo un glosario con estos relatos logrando una numerosa participación. En el mes de mayo del 2006 ha sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Turín. En su última novela, titulada `Laura y Julio` encontramos plasmadas sus principales obsesiones: el problema de la identidad, la simetría, los otros espacios habitables dentro de nuestro espacio, el amor, la fidelidad y los celos.