Выбрать главу

Se levantó y cogió de la nevera una botella de agua mineral que bebió con un placer extraño, ya que todos sus sentidos se hallaban especialmente receptivos. Mientras el agua pasaba por su garganta se vio a sí mismo dentro de su cabeza como si fuera transparente. Vio caer el agua en un estómago limpio y rebotar contra las paredes. Luego vio los estómagos de los hombres que reían, transparentes también, y comprobó que parecían bolsas de la basura. Se sintió superior, capaz por fin de acometer una obra importante, y salió al pasillo pensando en Luz Acaso. Se asomó a una habitación, creyendo que se trataba del cuarto de baño, pero era un dormitorio en cuya cama estaba sentado el hombre que le había abierto la puerta.

– Tú estás muerto también, puesto que eres el único que me ves -le dijo, y Alvaro cerró la puerta de golpe, asustado, y salió de nuevo al pasillo. Era el diablo.

Esta vez buscó directamente la puerta de la calle y abandonó la fiesta.

El frío de la calle, al golpearle en la cara, le estimuló como una droga. Caminó durante un rato para atenuar la excitación, la prisa, y mientras

caminaba reproducía dentro de su cabeza el encuentro con Luz Acaso. Sólo tendría que escribir al dictado de esa mujer para hacer algo que le redimiera de la parálisis consecuente al éxito de El parque. Lo mejor de todo es que el material estaba fuera de su cabeza. No tenía más que tomarlo y ordenarlo. Tampoco tendría que buscar recursos artificiales para huir, como hiciera en El parque, de lo autobiográfico. Luz Acaso parecía un regalo del destino, en fin.

Cuando empezó a sudar debajo de la ropa, detuvo un taxi y se fue a casa. Vivía en Corazón de María, cerca de Talleres Literarios, en un ático con una terraza grande desde la que observó con indulgencia la M 30 y los automóviles que por ella se movían. Aquellas vidas pequeñas sólo tenían sentido cuando alguien las contaba. La Historia era la historia del sentido, se dijo yendo de un extremo a otro de la terraza, hasta que el frío le obligó a regresar al interior, donde cogió un cuaderno de apuntes y anotó lo más importante del primer encuentro con Luz Acaso. El ataque de creatividad no impidió, sin embargo, que el miedo le visitara esa noche como casi todas las noches. No se trataba de un miedo adulto, si hay miedos adultos, sino de un desasosiego infantil. Comenzaba fuera de él, con el crujido de un mueble o con el sonido de unos pasos que parecían proceder del dormitorio, pero en seguida, los pasos se metían dentro de su cabeza y aunque reuniese el valor suficiente para comprobar que en el dormitorio no había nadie, ya no salían de ella hasta el amanecer. Hay personas que concretan sus terrores abstractos en miedo a los ladrones o a los criminales. Alvaro Abril, no. Lo que temía encontrar cuando se asomaba a su dormitorio era un fantasma. Creía en los fantasmas por la noche y perdía la fe en ellos por la mañana. Las cosas no habían mejorado desde que abandonara la casa de sus padres, hacía ya más de cuatro años, para vivir solo. Al principio pensó que era una cuestión de tiempo, pero ahora empezaba a dudarlo.

Tenía una rutina del pánico consistente en encender todas las luces del salón e ir tomando el resto de la casa a golpe de interruptor. El resto de la casa estaba constituido por una breve cocina, un cuarto de baño reducido y un dormitorio con parte del techo abuhardillado, que se apiñaban en torno a una minúscula pieza de distribución a la que denominaba sarcásticamente pasillo. Con todas las luces de la casa encendidas, el miedo se atenuaba, pero no desaparecía. El día que me confesó su miedo a los fantasmas y le pregunté con qué clase de espíritu temía tropezar, dudó un poco, calculando si me merecía una confidencia de ese calibre, y al final decidió que no, aunque me relató sin pudor alguno lo que sigue:

Después de encender las luces, si no se quedaba dormido en seguida, cogía el periódico y leía la página de contactos, fantaseando con comprar una compañía que le quitara el miedo. A veces llegó a marcar un número de teléfono, pero siempre colgaba antes de que le contestaran porque tenía más miedo a la respuesta que al fantasma. Esta vez su dedo cayó por casualidad sobre un reclamo que decía: «Viuda madura, domicilio y hotel». La combinación le sedujo, incluso le excitó. Sólo habría podido llamar a una persona a quien considerara más desamparada que él. Marcó el número, pues, que correspondía a un teléfono móvil, y aguantó un timbrazo, dos, tres timbrazos; al cuarto, cuando ya estaba a punto de colgar, respondió una mujer:

Diga. -Hola -dijo él esperando que la mujer tomara la iniciativa, porque no sabía cómo actuar. -Hola, cariño -añadió ella-. ¿Cómo te llamas?

– Alvaro -respondió él un poco desconcertado, pues no esperaba esa desenvoltura de una viuda madura.

– ¿Y dónde estás, Alvaro?

– Estoy en mi casa.

– ¿Tú solo?

– Sí.

– ¿Como un viudo?

– Como un huérfano -le salió sin que se lo hubiera propuesto.

– Pues una viuda y un huérfano tienen muchas cosas en común. ¿Quieres que mamá te haga una visita?

– Sí.

– ¿Y sabes cuánto cobro?

– No.

– ¿Y qué prefiere mi pequeño, que se lo diga ahora o luego? -Luego. -Entonces, te lo diré luego, cariño. Daba la impresión de que la mujer se movía por el

interior de una vivienda mientras hablaba con él, pues se sucedían ruidos domésticos tales como el de una cisterna, una taza al golpear contra un vaso, un grifo y el canto de un canario, o quizá de un jilguero, que a ratos subía de tono. Esa domesticidad excitó aún más a Alvaro, que se apresuró a darle la dirección de su casa.

– Estoy cerca -añadió ella-, en menos de media hora llamaré a tu puerta.

Alvaro colgó el teléfono. Estaba sudando. De súbito, percibió un extraño vacío acústico a su alrededor. El ruido de los automóviles al deslizarse por la M 30 llegaba ahora atenuado, como si se filtrara a través de los tabiques de una dimensión ajena a la suya. Canturreó cualquier cosa, para ver cómo se escuchaba su voz, y le pareció que procedía de una instancia paralela también. Entonces se levantó y recorrió la vivienda en busca del fantasma, pues necesitaba algo familiar para tranquilizarse, pero el fantasma, o su posibilidad, había desaparecido. Todo era opaco, en fin, pero había en esa opacidad algo más terrorífico que en la transparencia fantasmagórica anterior. Esto es porque he atravesado la frontera de algo, se dijo, he dado un paso al frente y ahora me encuentro en un lugar distinto al que me encontraba antes de llamar a esa viuda madura. Inmediatamente pensó en anular la cita, pero cuando ya tenía el teléfono en la mano, imaginó a la mujer bajando las escaleras de su casa, la imaginó en la calle, la imaginó en un taxi. De repente, ya no era una mujer menesterosa, sino una mujer furiosa que de todos modos se presentaría en su casa para organizarle un escándalo.

Abandonó el teléfono sobre su horquilla y salió a la espaciosa terraza para ver si el frío le hacía recuperar las sensaciones corporales normales, pues hasta sus movimientos parecían dirigidos a distancia: por él, sí, aunque desde un lugar remoto, pues se encontraba y no se encontraba allí al mismo tiempo. Entonces vio el frío, pero no fue capaz de sentirlo, y vio cómo la niebla se condensaba alrededor de la luz de las farolas, pero tampoco notó la humedad. La única humedad era la que procedía de su propio sudor. Estaba en el mundo, pero aislado de él como por una campana de cristal. Supuso que en aquel lugar o estado en el que se encontraba ni siquiera existía la fuerza de la gravedad, pues al recorrer la terraza de un extremo a otro tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener sus pies pegados al suelo. Algunas veces había tenido en esa misma terraza alguna fantasía suicida. Se asomó ahora y calculó que si se arrojara al vacío su cuerpo, en lugar de caer, flotaría sobre las casas, sobre las calles, sobre la M 30. Cerró los ojos y tuvo una visión de la ciudad a vista de pájaro. Pero al mismo tiempo que la visión tuvo una idea: ¿Y si la mujer a la que había telefoneado era precisamente el fantasma al que tanto temía? Sabía por sus lecturas literarias que estamos condenados a tropezar con aquello de lo que huimos y comenzaba a sospechar que los fantasmas eran seres reales. Le pareció asombroso no haberse dado cuenta hasta ese instante de que no hacemos otra cosa que cruzarnos con fantasmas cada día. Supo que cuando uno espera a que cambie de color el semáforo está rodeado de fantasmas, y que el autobús y el metro están llenos de fantasmas, y que en los restaurantes comemos muchas veces al lado de fantasmas, aunque él no había sido capaz de comprender esta verdad palmaria -así la llamó él, «verdad palmaria» (¿de dónde habría sacado el adjetivo?)- hasta ese instante.