Cuando se quedó solo, regresó el miedo al fantasma, por lo que se quedó a dormir en el sofá y cogió un poco de frío.
l día siguiente, Luz Acaso llegó a Talleres Literarios a las doce menos diez y se quedó dentro del coche, escuchando la radio, para hacer tiempo hasta las doce. El programa de la radio trataba sobre la adopción y me habían invitado para que contara algún caso. Hablé de madres que entregaron a sus hijos en adopción al nacer y que después de muchos años decidieron buscarlos para verles el rostro. También conté historias de hombres y mujeres que averiguaron casualmente que eran adoptados y que ahora buscaban a su verdadera madre para conocer su rostro. Insistí en esa curiosa necesidad de conocer el rostro de la madre o del hijo perdidos, como si el rostro contuviera una escritura portadora de un mensaje esencial.
Pasaron unos minutos durante los que no sucedió nada dentro de la cabeza de Luz Acaso. Al volver en sí, se dio cuenta de que había empañado los cristales del coche con su respiración, que se había convertido en una suerte de jadeo. Entonces miró el reloj, bajó del coche, cogió el abrigo del asiento de atrás y se dirigió a la puerta de Talleres Literarios.
Alvaro Abril salió en seguida a recibirla acompañándola al mismo despacho del día anterior. Luz Acaso se sentó en el mismo sitio, también sin quitarse el abrigo, y él encendió el magnetofón:
– Al principio -dijo- le parecerá inevitable estar algo pendiente del aparato, pero en seguida se olvidará de su existencia.
– La verdad es que cohibe un poco -dijo ella retirándose el pelo hacia atrás.
– Bueno, da la impresión de que obliga a decir las cosas un poco más elaboradas de lo normal, pero usted no le haga caso. Exprésese como quiera y hable de lo que le dé la gana. Ya me encargaré yo de seleccionar y articular los materiales.
Luz Acaso carraspeó.
– A ver qué sale -dijo.
– Si quiere, por romper el fuego, podríamos empezar por lo de ayer. Me había dicho usted que era viuda.
Luz Acaso se abrió los faldones del abrigo descubriendo una falda negra, de piel, que Alvaro Abril no pudo evitar mirar.
– Perdón, ¿no quiere quitarse el abrigo? -preguntó. -No del todo -dijo ella-, hace frío aquí.
– Estos chalets antiguos tienen muchas pérdidas.
La mujer permaneció mirando al vacío, en la dirección de Alvaro, quien insistió:
– ¿Y bien?
– Tengo que confesarle una cuestión previa. No soy viuda. Le mentí ayer. De repente me vino a la cabeza la idea de que era viuda y no fui capaz de reprimirla.
Ella hizo una pausa durante la que Alvaro Abril permaneció inmóvil, como un mueble, con la respiración contenida y los ojos clavados en dirección a la mujer.
– No soy viuda -añadió-, eso era mentira, pero mi llanto era verdadero. Lloraba de verdad por una pérdida falsa. Y es que he tenido muchas veces esta fantasía, la de quedarme viuda, aunque nunca he deseado casarme. Parece contradictorio, pero dentro de mí no lo es.
La mujer se quedó de nuevo en silencio y por un momento pareció que el universo entero se había callado al escuchar su confesión. El roce de la cinta del magnetofón acentuó aquel silencio escandaloso, que rompió finalmente Alvaro Abriclass="underline"
– Las fantasías -dijo- también forman parte de la realidad. No se preocupe.
– ¿Podría incluir entonces todo eso en mi biografía? -preguntó la mujer intentando reprimir las lágrimas-. ¿Podría incluir que, aunque no soy viuda, mi temperamento es el de una mujer que ha perdido a su marido? ¿Podría, en una autobiografía verdadera, colocar ese dato falso?
– Sí -dijo él-, se puede hacer.
– ¡Pero si no es verdad! -añadió ella retirándose una lágrima única del ojo derecho con el dorso del dedo índice.
– No sería verdad para un curriculum, pero sí para una biografía.
– Entonces, cuéntelo, cuente que sentí la pérdida de mi marido como, como…
– ¿Como una amputación?
– Como una reposición más bien, una reposición de algo que había perdido al casarme. Mientras él vivía, yo no sabía hacer nada práctico, ni firmar un cheque, ni arreglar un grifo, nada. No sabía lo que pagábamos al mes de gas, de luz, de agua. Todo lo llevaba él. Al principio creí que no podría salir adelante yo sola, pero luego encontré placer en aprender, y cada conquista que llevaba a cabo me servía también para darme cuenta de hasta qué punto había estado sometida a sus intereses. Creo que llegué a odiarle un poco. Un día desarmé un enchufe de la casa que no funcionaba. Para mí, el interior de un enchufe era tan misterioso como el interior de una cabeza. Pero vi que no tenía más que dos cables y que uno de ellos estaba suelto. Lo sujeté al tornillo del que parecía haberse desprendido, armé de nuevo todo y funcionó. Entonces, lejos de alegrarme, sentí una tristeza enorme y me eché a llorar. Pensé que habría dado cualquier cosa por que él me hubiera visto arreglar aquel enchufe. ¿Comprende?
– Sí -dijo Alvaro Abril tomando notas en un gran cuaderno.
Luz Acaso se desprendió entonces del abrigo y lo dejó caer sobre el asiento, detrás de su espalda. Llevaba un jersey negro muy fino, de cuello redondo, en el que se marcaban los huesos de sus hombros y de sus clavículas, pues era muy delgada. Daba un poco de frío, o de piedad, ver un cuello tan frágil, completamente desnudo.
– ¿Cómo se llamaba su marido? -preguntó Alvaro.
– Ya le he dicho que no era real, de modo que no necesitaba llamarse de ningún modo. No logré encontrarle un nombre que encajara con su temperamento.
– ¿Desea que hablemos de otra cosa? ¿Algo de su niñez, quizá? ¿Quiere describir a sus padres?
– No, no, prefiero continuar con mi marido. Verá, el día del entierro sucedió algo un poco misterioso. Como falleció en casa, pusimos la capilla ardiente en el salón. Yo habría preferido ponerla en nuestro dormitorio, para no tener que andar moviendo el cadáver. Pero mi madre dijo que cuando estos ritos funerarios se llevaban a cabo en el domicilio, la capilla ardiente se colocaba en la habitación más grande y la menos íntima. De modo que con la ayuda de los vecinos y de los empleados de la funeraria retiramos los muebles del salón y montamos una capilla ardiente que no tenía nada que envidiar a la de los tanatorios de verdad. Yo siempre he sido partidaria de morirme en casa. Me he muerto, imaginariamente, claro, tres o cuatro veces y ninguna de ellas en el hospital. Tambien algún día me gustaría hablarle de mi propia muerte.
– De acuerdo -dijo Alvaro.
– Mi madre se ocupó de colocar en el recibidor una especie de velador con un libro de firmas y una bandejita de plata para que quienes acudieran al velatorio estampasen su firma y dejaran su tarjeta de visita. Mi madre era viuda y conocía bien aquellos ritos que impregnan de dignidad, creo yo, estas situaciones dolorosas. Cuando terminamos de montarlo todo, a eso de las diez de la noche, empezó a llegar gente. Al principio se trataba de gente conocida, pero luego, a medida que pasaban las horas, la casa se llenó de sombras que hablaban entre sí con una taza de café entre las manos. Perdí el control sobre los visitantes. Me saludaban personas a las que no había visto en la vida. Yo daba las gracias mecánicamente, suponiendo que eran compañeros o compañeras de trabajo de mi marido, o bien familiares lejanos, de los que sólo aparecen de entierro en entierro, en fin. Al amanecer, mi madre me dio una pastilla para que aguantara.
– Una pastilla de qué.
– No lo sé. Al tratarse de una pastilla irreal, no necesité ponerle nombre. Era una pastilla para aguantar. Le aseguro que hay pastillas para eso.
– Perdone, siga.
– Pues bien, por la mañana llegaron los de la funeraria, bajaron el féretro, fuimos al cementerio e incineramos al difunto. Hasta ahí, todo normal. Al regresar a casa, caí rendida y estuve durmiendo dos días seguidos, eso dijo mi madre. Me levanté muy débil de la cama y me hice un caldo para reanimarme. Había perdido las ganas de comer. Me senté en una butaca que tengo delante del balcón y me puse a mirar las casas del otro lado de la calle como una convaleciente. Vivo en una calle muy estrecha, que se parece a las calles de Praga. Ahora me doy cuenta de que la muerte de mi marido fue en cierto modo como el fin de una larga enfermedad. La enfermedad había sido el matrimonio. Por eso yo estaba convaleciente. Convalecía de él, y tuve la impresión de que se trataría de una convalecencia larga, larga. La entretenía mirando álbumes de fotografía antiguos, de cuando éramos jóvenes, porque nos conocimos muy jóvenes. Yo me quedé embarazada de él a los quince años. Fue un escándalo en nuestras familias. Decidieron que seríamos incapaces de hacernos cargo del bebé y lo dimos en adopción por un sistema que había entonces que no se sabía a quién se entregaba el niño. Tú no te enterabas de nada, ni siquiera del sexo de tu hijo, porque no te dejaban verle la cara para que no te encariñaras con él. No sé si fue un niño o una niña, perdone, pero no puedo recordar esto sin emocionarme. Muchas veces me he preguntado cómo sería hoy su cara. A veces voy por la calle mirando a la gente y me digo éste o ésta podrían ser, éste o ésta no. Aquello sí que fue una amputación. Luego, cuando nos casamos, no quise tener hijos porque me parecía una traición a aquel niño o a aquella niña que quizá