no llegara a saber nunca que había sido arrancado con violencia de su madre.
Luz Acaso se puso el abrigo por los hombros, como si los recuerdos le hubieran producido frío. Alvaro Abril se pasó la lengua por los labios enrojecidos, observando, entre la fascinación y el miedo, a Luz Acaso. Había dejado de tomar notas, confiándolo todo al magnetofón, cuya cinta llegó en ese instante al final, produciendo un ruido seco que sobresaltó a los dos. Alvaro se apresuró a darle la vuelta y Luz Acaso continuó su relato.
– Mi hijo tendría ahora su edad -añadió por sorpresa.
– No se lo va a creer, pero da la casualidad de que soy adoptado -dijo él-. Nunca conocí a mis verdaderos padres.
– La vida está llena de coincidencias, si uno sabe verlas. Me he dado cuenta de que este callejón se llama Francisco Expósito.
– Es lo primero que vi cuando empecé a trabajar en Talleres Literarios, el nombre de la calle.
– Pero usted no es Expósito.
– Soy Abril. Recibí el apellido de mis padres adoptivos.
– Pues bien, quedamos en que me había sentado frente al balcón como una convaleciente. Mi madre venía a veces y me preparaba comidas nutritivas que apenas era capaz de tragar. Ya he dicho que miraba álbumes de fotografías antiguas y todo eso. Pero un día cogí el libro de firmas del velatorio de mi marido
y me puse a hojearlo. Se trataba en realidad de un gigantesco libro de contabilidad, que era lo más parecido a un libro de firmas que había encontrado mi madre en la papelería. Algunas personas habían escrito en el Debe y algunas en el Haber. Las frases eran sencillas y convencionales, pero de repente tropecé con una que me llamó la atención porque decía así: «La verdadera viuda estuvo aquí sin que nadie la reconociera, así es la vida». Había habido otra mujer, en fin, y no se trataba de una mujer con la que mi marido hubiera tenido una aventura pasajera, puesto que se postulaba como «la verdadera viuda». Cuántas existencias paralelas, pensé, se pueden llevar a cabo en una sola existencia sin que lo adviertan ni las personas más cercanas. A nadie, hasta hoy, le había contado lo de mi hijo, por ejemplo, y sin embargo la ausencia de ese hijo ha ido creciendo junto a mí sin que nadie, nadie, ni siquiera la gente más cercana, advirtiera ese vacío tan escandaloso. Comprendí perfectamente a aquella mujer que decía ser la viuda verdadera, entre otras cosas porque yo, más que un marido, había perdido una enfermedad. Yo no era una viuda, sino una convaleciente. Hice memoria de las mujeres que me habían dado el pésame durante la noche del velatorio, pero no logré deducir cuál de ellas era la viuda verdadera, con la que me habría gustado hablar para cederle el título oficial de viuda a cambio de que me hubiera contado cosas de mi marido que yo ignoraba. Crees que conoces a las personas y ya ves. Pero pasó tanta gente aquella noche por
mi casa y estaba yo tan aturdida, que me fue imposible seleccionar un rostro de entre todos los que me habían saludado. La viuda verdadera se llamaba Fina, así había firmado en el libro, al menos, un nombre que sin ser original suena un poco raro, incluso un poco cómico.
– ¿Y cómo me dijo que se llamaba su marido? -volvió a preguntar Alvaro Abril con el gesto de quien ha olvidado un dato sin importancia, para tratar de situar la verdad a un lado de la biografía y la mentira al otro.
– Ya le he dicho que no tenía nombre, no se me ocurrió ninguno que le cuadrara.
– Perdón, es cierto.
– Busqué entonces entre las tarjetas de visita, que estaban guardadas en un sobre, y encontré una en la que ponía: «Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas». Abajo figuraba el número de un móvil al que llamé en seguida, aunque colgué cuando respondió una mujer.
– ¿Y? -preguntó Alvaro Abril.
– Estoy un poco cansada. Si no le importa, lo dejaremos aquí por hoy. Alvaro Abril miró el reloj. Dijo: -Como quiera. De todos modos, va a ser la hora.
Por lo que más tarde me contaría María José, Luz Acaso abandonó Talleres Literarios perturbada, pero dichosa, aunque habría sido imposible señalar dónde terminaba la perturbación y comenzaba la dicha, pues la una se introducía en el territorio de la otra como los dedos de dos manos cruzadas. El coche parecía ir solo. Nunca las velocidades habían entrado con aquella facilidad ni los semáforos habían cambiado tan oportunamente de color. López de Hoyos, que era una calle caótica, se comportaba como un mecanismo de precisión en el que todo sucedía al servicio de algo. Frenó y vio cruzar por delante de ella a una mujer con bolsas que sin duda se dirigiría a un sitio misterioso. Quizá a una cocina. Descubrió de súbito que las cocinas eran lugares raros, capaces de provocar acontecimientos en las cabezas de quienes entraban en ellas. Pensó en la de su casa y le apeteció llegar. El día anterior, cuando María José, la tuerta, se despidió después de haber dormido la siesta en su sofá, había vuelto a repetir lo de Praga:
– Qué suerte, vivir en Praga sin necesidad de salir de Madrid. Creo que en una casa como ésta sería capaz de escribir una gran obra sobre el lumbago. O sobre el l'um bago.
Luz debió de sentirse orgullosa. Su vida había adquirido un valor inexplicable. Tenía una casa en Praga y una biografía en marcha. Y el tiempo continuaba centroeuropeo, aunque las temperaturas habían subido un poco en las últimas horas.
Colocó el espejo retrovisor de manera que en lugar de ver el tráfico se viera a sí misma. De este modo, cada vez que miraba distinguía sus propios ojos e imaginaba que eran los de una pasajera que viajaba a su espalda, persiguiéndola, aunque cada vez se sentía más lejos de sí misma. Iba dejando atrás una vida para abrazarse a otra.
En esto, el ocupante de un automóvil situado a su derecha le gritó algo obsceno y ella salió de su ensimismamiento pensando que quizá había realizado alguna maniobra incorrecta. No le importó. Es más, observó con una indiferencia extraña el rostro del que salían los insultos y sonrió. Después, sin abandonar la expresión, giró el volante y se aproximó al automóvil hasta rozarse con él. Vio la cara de desconcierto del automovilista vociferante, que se apartó a un lado y frenó. Ella, en cambio, aceleró y lo dejó atrás. Cuando miró por el retrovisor, ya no estaban sus ojos.
Había cerca de la casa de Luz un solar en el que siempre encontraba sitio para aparcar el coche, aunque ella solía pasar primero por delante de su portal, por si aparecía un hueco. No vio ninguno, pero sí a la tuerta, María José, de pie, en el portal, con una bolsa de viaje en el suelo, esperando evidentemente que llegara. Dio un par de vueltas más, para observarla, y finalmente aparcó en el solar. Cuando llegó al portal, María José tenía la bolsa en la mano, como si se hubiera cansado de esperar y estuviera dispuesta a irse.