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– Hola -dijo Luz.

– Hola, ¿puedo subir?

En las escaleras María José dijo que sus padres la habían echado de casa por negarse a trabajar en la pescadería.

– Puedes quedarte unos días conmigo -dijo Luz.

– ¿Cuántos días? -preguntó la tuerta.

– No sé, unos días, hasta que decidas qué vas a hacer. -Ya te he dicho lo que quiero hacer: escribir algo sobre el lumbago. O sobre el l'um bago.

Luz abrió la puerta de su casa y entró seguida de la tuerta. Cuando estuvieron dentro, se volvió y preguntó:

– ¿Y cuánto tiempo te llevará escribir ese libro? -En Madrid me habría llevado toda la vida, pero en Praga es cuestión de semanas.

Comieron juntas, como el día anterior, en la cocina oscura y luego se sentaron en el sofá. Luz contó a María José que Alvaro Abril era adoptado.

– Podría ser mi hijo, fíjate -dijo riéndose-, porque yo entregué en adopción a un hijo que ahora tendría su edad.

– ¿Pues cuándo lo tuviste?

– A los quince años. Me quedé embarazada de un hombre que después murió. Nada más tener al niño, me lo quitaron y se lo entregaron a otra mujer que esperaba en la habitación de al lado, para fingir que lo había parido ella. Ni siquiera pude verle la cara. Eso es lo que más echo de menos de éclass="underline" no haberle visto el rostro.

– ¿Cómo sabes que era un niño?

– No lo sé. Pudo ser una niña. Tú también podrías ser mi hija. -Yo no soy adoptada. -Pues me parece que te acabo de adoptar. Luz y María José rieron. Estaban sentadas en el

sofá, delante de la ventana que daba a María Moliner, y la tarde tenía, como el día anterior, una oscuridad en cuyo interior parecía haber una burbuja de luz. Quizá la burbuja de luz estuviera más en las cabezas de ellas que en la tarde; el caso es que la oscuridad proporcionaba acogimiento y la burbuja de luz prometía futuro.

– ¿Te importa que me quite el parche un rato? -preguntó María José. -Por favor.

La tuerta se quitó el parche y al abrir el ojo derecho proporcionó a su rostro un golpe de luz que deslumbró a Luz.

– Qué guapa eres -dijo.

– No quiero ser guapa. Quiero ser eficaz. Háblame de Alvaro Abril.

– Es tímido.

– ¿Y qué más es?

– Nervioso. Se muerde el labio inferior así -dijo

Luz mordiéndose el suyo-, por eso lo tiene siempre un poco enrojecido.

– ¿Y qué más?

– No sé qué más. Hoy estaba un poco acatarrado.

Permanecieron en silencio y al poco María José adoptó la postura del día anterior, para dormir un rato. Dice que antes de perder la conciencia, oyó un golpe de viento, y al abrir los ojos vio cómo el cristal de la ventana se llenaba de gotas de lluvia que en seguida formaron regueros. También vio que Luz abría su bolsa de viaje y comenzaba a vaciarla. Al final encontró El parque, la novela de Alvaro Abril. Se sentó junto a María José y comenzó a leerla.

Yo, entretanto, trabajaba en un reportaje sobre la adopción. Tengo la flaqueza de atribuir a la casualidad una intención oculta. Quizá el mundo se sostiene sobre una red invisible de casualidades. Si un fragmento de esa red queda al descubierto ante tus ojos, cómo evitar la tentación de tirar del hilo. Cuando estábamos juntos, mi mujer me acusaba de tener un temperamento religioso. No me importa llamarlo así, puesto que la red de la que hablo religa o une lo disperso y le otorga un sentido.

Había recogido suficiente material sobre la adopción para un libro, pero lo tenía aparcado, a la espera de que se me ocurriera el hilo conductor en torno al que organizar toda esa documentación. Mientras el material reposaba, conocí por casualidad a Alvaro Abril en las circunstancias que ya han quedado descritas. Entonces, no sabía que era adoptado. ¿Lo era?

Dos o tres días después de que me presentaran a Alvaro, me sucedió algo curioso: un soltero sin hijos, un amigo al que conocía desde la adolescencia, pronunció delante de mí una frase enigmática:

– Si yo hubiera tenido hijos -dijo-, el mayor tendría ahora veinticinco años.

Habíamos cenado juntos, solos, y luego habíamos ido a tomar una copa, como siempre que nos veíamos, una o dos veces al mes desde hacía treinta años. Los dos éramos cincuentones y a mí me parecía un milagro conservar aquella costumbre a la que sacrificaba cualquier otro compromiso. En algún momento hice un comentario sobre mi hija y entonces él dijo aquello de que si hubiera tenido hijos el mayor tendría ahora veinticinco años.

– ¿Y el pequeño? -pregunté conteniendo la respiración, pues no estaba seguro de haber oído bien. -El pequeño tendría veintidós -dijo llevándose el vaso a los labios con gesto de nostalgia.

Yo tenía muchos testimonios sobre mujeres que se habían desprendido de sus hijos sin llegar a verlos. Durante años, fue una práctica habitual en algunos sanatorios de monjas. La joven que no podía hacerse cargo de su bebé paría en una habitación mientras que en la de al lado esperaba la madre falsa. No se trataba propiamente de una adopción, puesto que a efectos legales la madre falsa registraba al niño como si lo hubiera tenido ella. Pasado el tiempo, algunos de estos bebés, convertidos en hombres o mujeres, descubrían por azar el engaño y caían en la obsesión de conocer sus orígenes. Las madres a quienes se los habían arrebatado sin permitirles disfrutar de ellos siquiera unos segundos soñaban, por su parte, con encontrar a esos hijos de los que no se pudieron despedir. Muchas iban por la calle diciéndose: éste podría ser; este otro no; aquélla quizá; aquella otra, de ninguna manera.

Algunos colegas sabían que yo llevaba tiempo inmerso en esa investigación y me facilitaban datos, o me los solicitaban. Por eso, el día en el que Luz Acaso llegó diez minutos antes de las doce a su segundo encuentro con Alvaro Abril y permaneció dentro del coche escuchando por la radio un programa sobre la adopción, yo estaba al otro lado, en la emisora, aportando los testimonios que ella oía: ahí está la red de casualidades con las que se teje la realidad. Naturalmente, esto lo supe mucho después, pero creo que debo decirlo ahora.

Pues bien, cuando mi amigo pronunció aquella frase (si hubiera tenido hijos, el mayor tendría ahora veinticinco años) pensé que en la vida de las personas era más importante lo que no sucedía que lo que sucedía. Aquel soltero aparente tenía en otra dimensión oculta una familia imaginaria, una familia que llevaba construyendo al menos desde hacía veinticinco años. Pensé entonces que cada uno de nosotros lleva dentro un «lo que no», es decir, algo que no le ha sucedido y que sin embargo tiene más peso en su vida que «lo que sí», que lo que le ha ocurrido. Es posible que haya personas en las que misteriosamente se cumpla «lo que no» y deje de cumplirse «lo que sí», pero no tengo ningún caso documentado de lo que, de existir, sería una aberración pavorosa. Pensé en mí mismo: era un buen autor de reportajes, pero lo que pesaba en mi vida no eran esos reportajes tantas veces premiados, sino una novela inexistente, que sin embargo estaba escrita en una dimensión distinta a aquella en la que me desenvolvía. Muchas de las mujeres que habían entregado a sus bebés a una madre falsa habían tenido después una vida feliz, en ocasiones llena de descendencia. Pero el hijo más importante de todos era «el que no». Algunos de esos hijos, por su parte, habían crecido en familias falsas envidiables, pero una vez que se enteraban de su condición espuria no hacían sino añorar aquella otra familia inexistente, «la que no».

Todo el mundo tiene una herida por la que supura un «lo que no», que ningún «lo que sí», por extraordinario que sea, logra suturar.