– Te compraré otro hámster. Conozco a un tipo que tiene una tienda de animales. Probablemente esté despierto todavía. Le pediré que abra la tienda. -No quiero o… o… otro hámster, quiero a Rex.
Lo quería…
Morelli me estrechó entre sus brazos.
– No pasa nada, cariño. Tuvo una buena vida. Apuesto a que era bastante viejo. ¿Cuántos años tenía?
– Dos.
– Vaya…
El gato se removió en la jaula y soltó un gruñido.
– Es el gato de la señora Delgado. Ella vive en el segundo piso, justo encima de mí, y el animal vive en la escalera de incendios.
Morelli fue a la cocina y regresó con unas tijeras. Cortó la cinta aislante, levantó la puerta y el gato saltó y corrió hacia el dormitorio. Morelli lo siguió, abrió la ventana, y el animal se fue a su casa.
Miré dentro de la jaula, pero no vi ni rastro de Rex. No había pelos, ni huesitos, ni dientes amarillos. Nada.
Morelli también miró.
– Buen trabajo -susurró.
No pude reprimir otro sollozo.
Permanecimos así por un minuto, agachados delante de la jaula, contemplando atónitos las virutas de pino detrás de la lata de sopa de Rex.
– ¿Para qué es la lata de sopa?
– Dormía en ella.
Morelli dio un golpe a la lata, y Rex salió disparado.
Yo no sabía si reír o llorar, y el nudo que se me había formado en la garganta me impedía hablar.
Obviamente, Rex se hallaba en el mismo estado de excitación emocional. Corrió de un lado a otro de la jaula, moviendo el morrito y con los redondos y brillantes ojillos negros casi fuera de las órbitas.
– Pobrecito -murmuré. Metí la mano en la jaula, saqué a Rex en la palma de la mano y me lo acerqué a la cara para examinarlo.
– Quizá deberías dejar que se tranquilice. Parece muy agitado -dijo Morelli.
Acaricié el lomo de mi animalito.
– ¿Lo oyes, Rex? ¿Estás muy agitado?
Rex respondió clavándome los dientes en la punta del pulgar. Solté un grito y aparté la mano, con lo que Rex voló por los aires. Cayó con un ruido suave en medio de la sala, permaneció atontado unos segundos y luego se ocultó detrás de un estante.
Morelli examinó las dos heridas de mi pulgar y luego contempló el estante. -¿Quieres que lo mate?
– No, no quiero que lo mates. Quiero que vayas a la cocina, cojas el colador grande y atrapes con él a Rex mientras me lavo las manos y me pongo una tirita.
Cuando cinco minutos después salí del cuarto de baño, Rex se hallaba agazapado, petrificado, debajo del colador, y Morelli se encontraba sentado a la mesa del comedor, comiendo el pudín de especias. Había servido una porción para mí y un par de vasos
de leche.
– Creo que se me ocurre quién pudo hacerlo -dijo al tiempo que miraba una de mis tarjetas de visita, atravesada por mi cuchillo de trinchar clavado en el centro de la mesa-. Bonito adorno. ¿No me dijiste que habías dado tu tarjeta a un vecino de Sandeman?
– En ese momento me pareció buena idea.
Morelli acabó su leche y su porción de pudín y se echó hacia atrás en la silla.
– ¿Cuánto miedo te da todo esto?
– En una escala del uno al diez, yo diría que un seis.
– ¿Quieres que me quede hasta que te arreglen la puerta?
Me lo pensé un minuto. Ya había pasado antes por situaciones inquietantes y sabía que no resultaba divertido estar sola y temerosa. El problema era que no quería reconocerlo ante Morelli.
– ¿Crees que regresará?
– Esta noche, no. Probablemente nunca, a menos que vuelvas a provocarlo.
Asentí con la cabeza.
– Estaré bien, pero gracias por ofrecerme tu ayuda.
Joe Morelli se levantó.
– Tienes mi número de teléfono por si me necesitas.
No iba a caer en esa trampa.
Morelli miró a Rex.
– ¿Necesitas ayuda para acostar a Drácula?
Me arrodillé, levanté el colador, cogí a Rex y lo metí suavemente en su jaula.
– Normalmente no muerde. Es sólo que estaba excitado.
Morelli me dio un golpecito en la barbilla.
– A mí también me ocurre, a veces.
Cuando se hubo marchado, eché la cadena y preparé un sistema de alarma amontonando vasos contra la puerta. Si la puerta se abría, la pirámide caería y los vasos me despertarían al romperse contra el suelo de linóleo. Otra ventaja era que si el intruso iba descalzo, se cortaría con los cristales rotos. No era probable, claro, pues estábamos en noviembre, y a cuatro grados.
Me lavé los dientes, me puse el pijama, coloqué el revólver sobre la mesita de noche y me acosté. Traté de que las leyendas escritas en la pared no me afectasen. A primera hora de la mañana llamaría al encargado para que me arreglara la puerta y, de paso, le birlaría un poco de pintura.
Permanecí despierta largo rato, incapaz de dormir. Me sentía inquieta y mis músculos no dejaban de crisparse. No lo había comentado con Morelli, pero estaba casi segura de que Sandeman no era el que había cometido aquel acto de vandalismo. Uno de los mensajes en la pared mencionaba una conspiración y, debajo de éste, había una K plateada. Se me ocurrió que debería haberle enseñado la K a Morelli, y también la nota en letras plateadas en la que alguien sugería que me fuese de vacaciones. No estaba segura de la razón por la cual no lo había hecho. Sospechaba que se trataba de un motivo infantil. Del tipo de «si tú no me cuentas tu secreto, yo no te contaré el mío».
Mi mente divagó en la oscuridad. Me pregunté por qué habían matado a Moogey y por qué no lograba encontrar a Kenny, y cuánto hacía que no visitaba al dentista.
Desperté sobresaltada y me senté con la espalda rígida. El sol se filtraba entre las cortinas de mi dormitorio y mi corazón martilleaba. Oí un ruido, como si alguien estuviese raspando algo, y caí en la cuenta de qué era lo que me había despertado tan bruscamente: los vasos que habían caído al suelo.
6
Estaba de pie, pistola en mano, pero me costaba decidir hacia dónde ir. Podía llamar a la poli, saltar por la ventana o dirigirme rápidamente hacia la sala y tratar de disparar contra el hijo de puta que había abierto mi puerta. Afortunadamente, no tuve que escoger, porque reconocí la voz de Morelli, que soltaba maldiciones en el recibidor.
Miré el despertador sobre la mesita de noche. Las ocho. Había dormido más de la cuenta. Eso ocurre cuando no se consigue conciliar el sueño hasta el alba. Me puse los Doctor Martens y, arrastrando los pies, fui al recibidor, cuyo suelo estaba cubierto de trozos de cristal. Morelli había logrado quitar la cadena y se hallaba de pie en el vano, examinando el desastre.
Alzó la mirada y preguntó.
– ¿Duermes con los zapatos puestos?
Le dirigí una mirada malévola y fui a la cocina en busca de la escoba y el recogedor. Le di la escoba, dejé caer el recogedor y, pisando cristales rotos, regresé al dormitorio. Cambié mi camisón de franela por un chándal. Poco faltó para que gritara al ver mi reflejo en el espejo ovalado que había encima de mi cómoda. Sin maquillaje, con ojeras y el cabello de punta. No estaba segura de que consiguiese mejorar mi aspecto si me lo cepillaba, de modo que me puse la gorra de los Rangers.
Cuando volví al recibidor, los trozos de vidrio habían desaparecido y Morelli estaba en la cocina, preparando café.
– ¿Se te ha ocurrido alguna vez que podrías llamar a la puerta?
– Lo hice, pero no contestaste.
– Debiste llamar más fuerte.
– ¿Y molestar al señor Wolesky?
Abrí la nevera, saqué lo que quedaba del pudín de especias y lo repartí entre los dos. La mitad para mí. La otra para Morelli. Permanecimos de pie al lado de la encimera y comimos mientras esperábamos a que el café estuviese listo.
– Tus cosas no marchan bien, nena. Te han robado el coche, han destrozado tu apartamento y alguien trató de escabechar a tu hámster. Tal vez convenga que te retires del caso.
– Estás preocupado por mí.
– Sí.
– Es una situación desagradable.
– Y que lo digas.
– ¿Se sabe algo de mi jeep?
– No. -Sacó unos papeles doblados del bolsillo de la chaqueta-. Es el informe sobre el robo. Estúdialo y fírmalo.
Lo leí superficialmente, añadí mi nombre al pie y se lo devolví.
– Gracias -dije-. Gracias por tu ayuda.
Morelli se metió los papeles en el bolsillo.
– Tengo que volver al centro. ¿Qué piensas hacer hoy?
– Arreglar mi puerta.
– ¿Vas a informar a la poli del allanamiento y los destrozos del apartamento?
– Repararé los daños y fingiré que nunca ocurrió.
Morelli bajó la vista, pero no hizo ademán de marcharse.
– ¿Pasa algo? -pregunté.
– Muchas cosas. -Exhaló un largo suspiro-. Acerca del caso que tengo entre manos…