– ¿Qué haces aquí? -pregunté.
– Lo mismo que tú. Busco a Kenny.
– No sabía que estuvieses en el negocio de las fianzas.
– La madre de Mancuso era una Morelli, y la familia me ha pedido que lo busque y hable con él antes de que se meta en más problemas.
– ¡Dios! ¿Estás diciéndome que eres pariente de Kenny Mancuso?
– Estoy emparentado con todo el mundo.
– Conmigo no.
– ¿Tienes alguna pista, aparte de Julia?
– Nada de importancia.
Tras reflexionar por unos segundos, dijo:
– Podríamos trabajar juntos en esto.
Enarqué una ceja. La última vez que había trabajado con Morelli había recibido un disparo en el culo.
– ¿Qué aportarías a la causa?
– La familia.
Tal vez Kenny fuese lo bastante estúpido como para buscar la ayuda de su familia.
– ¿Cómo sé que no me traicionarás? -pregunté, pues tenía la costumbre de hacerlo.
Su rostro, anguloso, era de esos que empiezan siendo guapo y adquieren carácter con los años. Una diminuta cicatriz le partía la ceja derecha, testimonio mudo de una existencia vivida con imprudencia. Contaba treinta y dos años, dos más que yo. Era soltero. Y buen poli. El jurado aún no había emitido juicio en cuanto a su calidad humana.
– Supongo que tendrás que confiar en mí.
Sonrió maliciosamente y se meció sobre los talones.
– Fantástico.
Abrió la puerta de la Toyota y nos invadió el aroma a coche nuevo. Se sentó al volante y encendió el motor.
– No creo que Kenny se presente tan tarde.
– Probablemente no. Julia vive con su madre, que es enfermera y trabaja en el turno de noche en el hospital Saint Francis. Llegará a casa en media hora y no me imagino a Kenny entrando tan campante estando la madre en casa.
Morelli asintió con la cabeza y se marchó. Cuando las luces traseras de la furgoneta desaparecieron en la distancia me dirigí hacia la esquina de la manzana donde había aparcado mi jeep Wrangler. Se lo compré a Skoogie Krienski, que lo había usado para entregar pizzas de la pizzería de Pino. Cuando el coche se calentaba, olía a pan caliente y salsa de tomate. Era un modelo Sahara, color beige de camuflaje. Muy útil en caso de que me diera por unirme a un convoy militar.
Probablemente Morelli tuviese razón y era demasiado tarde para que se presentara Kenny, pero pensé que no perdería nada quedándome un rato más, por si acaso. Subí la capota a fin de no ser tan visible y me dispuse a esperar. No era tan buena posición como detrás de los arbustos de hortensias, pero igualmente me servía. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger por mi teléfono móvil. No tenía intención de capturar sin ayuda a un tipo acusado de malherir a alguien.
Al cabo de diez minutos un pequeño turismo de tres puertas pasó por delante de la casa de los Cenetta. Me deslicé hacia abajo en el asiento y el coche siguió de largo. Unos minutos más tarde, regresó. Se detuvo frente a la casita rústica. El conductor tocó el claxon. Julia Cenetta salió corriendo y subió al asiento del copiloto.
Cuando se hallaban a media manzana de distancia, encendí el motor, pero antes de encender los faros aguardé a que doblaran. Nos encontrábamos en el límite del barrio, en una zona residencial de casas unifamiliares. No había tráfico, por lo que sería fácil para ellos observar si alguien los seguía, de modo que me mantuve a buena distancia. El turismo dobló en Hamilton y se dirigió hacia el este. Lo seguí, ahora más cerca, ya que estábamos en una calle más transitada. Me mantuve a esa distancia hasta que el coche se detuvo en un rincón oscuro del aparcamiento de un centro comercial.
A esa hora de la noche el aparcamiento sé hallaba vacío y no era lugar para que se detuviera en él una entrometida cazadora de fugitivos. Apagué las luces y aparqué silenciosamente en el extremo opuesto. Cogí unos prismáticos del asiento trasero y con ellos vigilé el coche.
De pronto, di un respingo, pues alguien llamó a mi portezuela.
Era Joe Morelli, encantado de haberme pillado por sorpresa y haberme dado un susto.
– Necesitas unos prismáticos de visión nocturna -comentó con tono afable-. No se puede ver nada a esta distancia en la oscuridad.
– No tengo unos prismáticos de visión nocturna y, por cierto, ¿qué haces aquí?
– Te he seguido. Supuse que esperarías un poco más por si Kenny llegaba. No eres muy buena en esto de hacer cumplir la ley, pero eres afortunada, y cuando te dan un caso te comportas como un perro hambriento al que le arrojan un hueso.
No me pareció una comparación halagadora, pero era certera.
– ¿Te entiendes bien con Kenny?
Morelli se encogió de hombros.
– No lo conozco muy bien.
– De modo que no querrías acercarte y saludarlos.
– Si no se tratase de Kenny, me disgustaría arruinarle la noche a Julia.
Miramos el vehículo, y aun cuando no teníamos prismáticos de visión nocturna nos dimos cuenta de que se balanceaba. Unos gruñidos y jadeos rítmicos atravesaron el aparcamiento vacío.
– ¡Diablos! -exclamó Morelli-. Si no aligeran un poco van a estropear los amortiguadores del coche.
El vehículo dejó de balancearse, el motor y los faros se encendieron.
– Vaya, no duró mucho – comenté.
Morelli rodeó mi vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.
– Debieron de empezar en el camino. Espera a que llegue a la calle antes de encender las luces.
– Es una idea estupenda, pero no veo nada sin ellas.
– Estás en un aparcamiento, no creo que haya nada que obstruya el camino.
Puse en marcha el coche y avancé a paso de tortuga.
– Lo vas a perder. Acelera -dijo Morelli.
Aceleré a treinta kilómetros con los ojos entrecerrados para orientarme en la oscuridad.
Morelli dejó escapar un suspiro y pisé el acelerador a fondo.
De pronto se oyó un chirrido y perdí el control del Wrangler. Pisé el freno con fuerza, el coche se deslizó hacia la izquierda y se detuvo en un ángulo de treinta grados.
Morelli salió para investigar.
– Estás atascada en la acera. Da marcha atrás.
Me aparté lentamente de la acera, pero el vehículo seguía tirando hacia la izquierda. Morelli volvió a investigar, mientras yo farfullaba, maldecía y me reprochaba el haber hecho caso a aquel lunático.
– Qué pena. -Morelli se inclinó sobre la ventanilla abierta-. Al golpear contra el bordillo se ha doblado la llanta. ¿Tienes quien te lo arregle?
– Lo hiciste adrede. No querías que atrapara a tu asqueroso primo.
– Oye, cariño, no me eches la culpa sólo porque te equivocaste y te metiste donde no debías.
– Eres basura, Morelli. Basura.
– Más te vale ser buena conmigo -dijo con una sonrisa maliciosa-. Podría multarte por conducción temeraria.
Saqué el teléfono de mi bolso, furiosa, y llamé al taller de Al. Al y Ranger eran buenos amigos. De día, Al administraba un negocio perfectamente legal. Pero por las noches estaba segura de que se dedicaba a desguazar coches robados. No me importaba. Lo único que quería era que me arreglara la llanta.
Una hora después estaba nuevamente en camino. De nada servía tratar de seguir la pista de Kenny Mancuso. Debía de haberse marchado hacía tiempo. Me detuve en un pequeño supermercado que permanecía abierto toda la noche, compré medio litro de helado de café, de ese que obstruye las arterias, y me dirigí hacia mi casa.
Vivo en un edificio de apartamentos de tres pisos, a unos tres kilómetros de la casa de mis padres. La puerta de entrada da a una transitada calle llena de pequeños negocios; atrás, se extiende un ordenado barrio de casitas unifamiliares.
Mi apartamento se encuentra en la parte trasera, en el primer piso, y da al aparcamiento. Consta de un dormitorio, un baño, una pequeña cocina y una sala-comedor. Mi cuarto de baño parece salido de la serie de televisión La familia Partridge y, como mi situación financiera deja mucho que desear, el mobiliario puede describirse como ecléctico, término que usaría un esnob para decir que nada hace juego con nada.
La señora Bestler, que vive en el segundo piso, se hallaba en mi pasillo cuando salí del ascensor. La señora Bestler contaba ochenta y tres años y no dormía bien de noche, por lo que caminaba por los corredores.
– Hola, señora Bestler. ¿Cómo le va?
– No sirve de nada quejarse. Parece que has estado trabajando esta noche. ¿Has pillado algún criminal?
– No. Esta noche, no.
– Qué pena.
– Siempre queda mañana.
Abrí la puerta de mi apartamento y entré.
Rex, mi hámster, corría frenéticamente en su rueda. Lo saludé con un golpecito en la jaula y él se detuvo por un instante, movió el bigote, y una expresión de alerta apareció en sus grandes y brillantes ojos negros.
– Hola, Rex.
Rex no dijo nada. No sólo es pequeño, sino también silencioso.
Dejé caer mi bolso sobre la encimera de la cocina y saqué una cuchara del cajón de los cubiertos. Abrí una caja de helado y mientras comía escuché los mensajes en mi contestador automático.