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– Había poco que ver.

– ¿Ahora vamos a la casa del sepulturero?

– Sí.

– Es una suerte que no viva donde hace lo suyo. No quiero ver lo que recogen en esos cubos que ponen debajo de las mesas.

Cuando llegamos a los Century Courts ya faltaba poco para que anocheciese. Los edificios de dos pisos eran de ladrillo rojo y los marcos de las ventanas estaban pintados de blanco. Las puertas se hallaban agrupadas de cuatro en cuatro. Había cinco grupos por edificio, lo que significaba que eran veinte apartamentos. Diez arriba y diez abajo. Todos los edificios daban a la calle Demby. Cuatro edificios por bloque.

El apartamento de Spiro estaba al final de la planta baja. No se veía luz dentro y su coche no se encontraba en el aparcamiento. Desde que Con había sido hospitalizado Spiro se veía obligado a trabajar muchas horas. El Buick era fácil de reconocer, y no quería que Spiro me pillara si decidía darse una vuelta por allí para cambiarse los calcetines. De modo que pasé de largo y aparqué unos metros más allá.

– Apuesto a que aquí encontraremos algo importante -dijo Lula-. Tengo un presentimiento.

– Sólo vamos a echar un vistazo, no vamos a hacer nada ilegal… como allanar la casa.

– Lo sé. Lo sé.

Cruzamos la zona de césped que se extendía a un costado del edificio como si pasáramos casualmente por allí. Las cortinas de las ventanas del frente del apartamento de Spiro estaban corridas, de modo que fuimos a la parte trasera. Allí también estaban corridas. Lula probó la puerta corredera del patio y las dos ventanas; todas estaban cerradas.

– ¡Vaya putada! ¿Cómo se supone que vamos a encontrar algo así? Y justo cuando tengo un presentimiento.

– Ya -dije-. Me encantaría entrar en este apartamento.

Lula formó un amplio arco con su bolso, lo estrelló contra la ventana de Spiro e hizo añicos el cristal.

– Tus deseos son órdenes.

La miré boquiabierta, y cuando por fin pude hablar, lo hice casi sin aliento.

– ¡No me creo que hayas hecho eso! ¡Has roto su ventana, como si nada!

– El Señor provee.

– Te dije que no íbamos a hacer nada ilegal. No se puede ir por ahí rompiendo ventanas.

– Cagney lo habría hecho.

– Cagney nunca habría hecho eso.

– ¡Que sí!

– ¡Que no!

Lula corrió la ventana y metió la cabeza.

– Parece que no hay nadie en casa. Supongo que deberíamos entrar para ver si todo ese cristal no ha causado daños. -Ya había metido medio cuerpo por la ventana-. Podrían haber hecho esto más grande. Una mujer con un cuerpo como el mío casi no cabe en esta mariconada.

Me mordí el labio superior y contuve el aliento; no estaba segura de si debía empujarla o sacarla.

Lula gruñó y, de repente, la otra mitad de su cuerpo desapareció detrás de la cortina. Un momento después la puerta del patio se abrió y Lula asomó la cabeza.

– ¿Piensas quedarte ahí fuera todo el día, o qué?

– ¡Podrían detenernos por esto!

– ¡Ja! ¡Como si nunca hubieses allanado un apartamento!

– Nunca he roto nada.

– Esta vez tampoco. Yo me encargué de romper lo que hacía falta. Tú sólo vas a allanar.

Así las cosas, supuse que podía hacerlo.

Entré por la puerta del patio y dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad.

– ¿Sabes cómo es Spiro?

– ¿Un tipejo con cara de rata?

– El mismo. Tú vigila el porche delantero. Llama tres veces si lo ves llegar.

Lula abrió la puerta principal y asomó la cabeza.

– No hay moros en la costa.

Salió y cerró la puerta.

Cerré ambas puertas con cerrojo, encendí la luz del comedor e hice girar el regulador hasta la menor intensidad. Empecé con la cocina, examinando a fondo y metódicamente todos los armarios. Comprobé que no hubiese tarros falsos en la nevera y revisé el cubo de la basura.

Registré el comedor y la sala y no descubrí nada que valiera la pena. Los platos del desayuno se hallaban todavía en el fregadero y el periódico, esparcido en la mesa. Se notaba que Spiro se había quitado de sendas patadas sus elegantes zapatos negros y los había dejado delante del televisor. Aparte de eso, el apartamento estaba limpio y en orden. Ni un arma, ni una llave, ninguna nota amenazadora. Ni una dirección garabateada apresuradamente en el bloc colgado en la pared de la cocina, al lado del teléfono.

Encendí la luz del cuarto de baño; en el suelo había un montón de ropa sucia. No tocaría la ropa sucia de Spiro ni por todo el dinero del mundo, ni aunque supiera que la prueba definitiva estaba en uno de sus bolsillos. Examiné el contenido del botiquín y eché una ojeada a la papelera. Nada.

La puerta del dormitorio se hallaba cerrada. Contuve el aliento, la abrí y casi me desmayé de alivio al ver que estaba vacía. El mobiliario era de estilo danés moderno y la colcha, de satén negro. El techo encima de la cama estaba cubierto de espejos, de los autoadherentes. Sobre una silla junto a la cama, había una pila de revistas pornográficas, y pegado a la cubierta de una de éstas, un condón usado.

En cuanto llegara a casa me ducharía con agua hirviendo.

Delante de la ventana, contra la pared, había un escritorio. Se me ocurrió que resultaba prometedor. Me senté en la silla de cuero negro y revisé cuidadosamente el correo comercial, las facturas y la correspondencia privada dispersa sobre la superficie pulida. Las facturas no parecían sospechosas, y casi toda la correspondencia tenía que ver con la funeraria. Notas de agradecimiento de familiares de los difuntos. «Estimado Spiro, gracias por cobrarme de más en mis momentos de pena.» Mensajes telefónicos apuntados en lo que tuviera a mano… en el reverso de sobres y en los márgenes de las cartas. Ninguno decía «amenazas de muerte de Kenny». Hice una lista de números telefónicos sin nombre y la metí en mi bolso para investigarla más tarde.

Abrí los cajones y rebusqué entre clips, gomas y una variedad de restos de artículos de papelería. No había mensajes en el contestador. Nada debajo de la cama.

Me costaba creer que no hubiese una pistola en el apartamento. Spiro no me parecía de esa clase de personas.

Manoseé la ropa en la cómoda y centré mi atención en su armario lleno de trajes oscuros, camisas y zapatos. Seis pares de zapatos negros alineados en el suelo, y seis cajas de zapatos. Mmmmm. Abrí una. ¡Bingo! Un revólver. Un Cok 45. Abrí las otras cinco y conté tres pistolas y tres cajas llenas de municiones. Copié el número de serie de las armas y apunté la información de las cajas de municiones.

Abrí la ventana del dormitorio y miré a Lula. Se hallaba sentada en el porche, limándose las uñas. Di unos golpecitos en el cristal y la lima salió disparada. Creo que no se sentía tan tranquila como parecía. Le indiqué con señas que iba a salir y que me reuniría con ella en la parte de atrás.

Comprobé que todo quedaba en el mismo estado en que lo había encontrado, apagué todas las luces y salí por la puerta del patio. A Spiro le resultaría obvio que alguien había entrado en su apartamento, pero lo más probable era que culpase de ello a Kenny.

– Cuéntamelo todo. Has encontrado algo, ¿verdad? -inquirió Lula.

– Encontré un par de pistolas.

– ¿Y nada más? Todo el mundo tiene pistola.

– ¿Tú tienes una?

– Puedes apostar a que sí. -Sacó una pistola grande y negra de su bolso-. Acero azul. Se la quité a Harry el Caballo en mis tiempos de puta. ¿Quieres que te diga por qué lo llamábamos Harry el Caballo?

– No me lo digas.

– Ese cabrón daba pavor. No cabía en ninguna parte. ¡Carajo! Tenía que usar las dos manos para hacerle una paja.

Dejé a Lula en el despacho de Vinnie y regresé a casa.

Para cuando estacioné en el aparcamiento, el cielo estaba cubierto de nubes, y lloviznaba. Me colgué el bolso del hombro y entré apresuradamente en el edificio, encantada de estar en casa.

La señora Bestler caminaba lentamente por el pasillo con su bastón.

– Tras un día viene otro.

– Muy cierto -respondí.

El sonido de un televisor encendido me llegó a través de la puerta del señor Wolesky.

Metí la llave en mi cerradura y eché una rápida y recelosa ojeada por mi apartamento. Todo bien. No había mensajes en el contestador, como tampoco había encontrado correo abajo, en el buzón.

Me preparé un chocolate caliente y un bocadillo de mantequilla de cacahuete con miel. Puse el plato encima de la taza, me metí el teléfono debajo del brazo, cogí la lista de números que había apuntado en el apartamento de Spiro y lo llevé todo a la mesa del comedor.

Marqué el primer número. Contestó una mujer.

– Quisiera hablar con Kenny.

– Se ha equivocado de número. Aquí no hay ningún Kenny.

– ¿No es el Colonial Grill?

– No. Es un número privado.

– Disculpe.

Tenía que investigar siete números. Los cuatro primeros correspondían a residencias privadas. Probablemente clientes. El quinto, una pizzería. El sexto, el hospital de Saint Francis. El séptimo, un motel en Bordentown. En mi opinión, éste tenía potencial.