– ¿Inteligencia?
– Contactos. Quienquiera que tenga las armas, está vendiéndolas. He hecho algunas averiguaciones. Moon no se mueve en los círculos adecuados. Ni siquiera sabe cómo encontrarlos.
– ¿Qué hay de Spiro?
– No estaba dispuesto a confesar. -Morelli apagó la luz-. Deberías ir a casa, ducharte y vestirte para la cena.
– ¿La cena?
– Carne asada a las seis.
– No lo dirás en serio.
Nuevamente la sonrisa maliciosa.
– Te recogeré a las seis menos cuarto.
– ¡No! Iré en mi propio coche.
Morelli llevaba una cazadora de aviador de cuero marrón y una bufanda de lana roja. Se quitó la bufanda y me la puso alrededor del cuello.
– Pareces congelada. Ve a casa y entra en calor.
Dicho esto se dirigió hacia la oficina del motel.
Todavía lloviznaba. El cielo era gris oscuro, como mi estado de ánimo. Tenía una buena pista sobre Kenny Mancuso y la había echado a perder. Me di un golpe en la frente con el pulpejo de la mano. Estúpida, estúpida, estúpida. Me había quedado sentada en ese enorme y estúpido Buick. ¿En qué estaría pensando?
El motel se hallaba a unos veinte kilómetros de mi apartamento, y durante todo el camino de regreso a casa no dejé de maldecirme. Me detuve un momento en el supermercado, llené el depósito del Buick y, cuando estacioné en mi aparcamiento, me sentía totalmente asqueada y desmoralizada. Había tenido tres oportunidades de pillar a Kenny, en casa de Julia, en el centro comercial y en el motel, y las había jodido todas.
En esa etapa de mi carrera tal vez debiera limitarme a los delincuentes de menor cuantía, como rateros y conductores en estado de ebriedad. Por desgracia, la comisión por esos delincuentes no bastaba para mantenerme a flote.
Continué flagelándome en el ascensor y mientras avanzaba por el pasillo. En la puerta, había una nota de Dillon. «Tengo un paquete para ti», rezaba.
Volví al ascensor y bajé hasta el sótano. La puerta se abrió a un estrecho vestíbulo con cuatro puertas cerradas con llave, recién pintadas de gris acero. Una daba a los cuartos donde los vecinos almacenaban sus cosas; la segunda, a la sala de la caldera, con sus ominosos borborigmos y gorgoteos; la tercera, a un largo pasillo y la cuartos donde se guardaba el material para el mantenimiento del edificio. Tras la cuarta puerta vivía Dillon, contento y sin pagar alquiler.
Siempre me sentía claustrofóbica en aquel lugar, pero Dillon decía que a él le parecía perfecto y que los ruidos de la caldera lo tranquilizaban. Había pegado una nota en su puerta, en la que informaba que regresaría a las cinco.
Volví a mi apartamento, di unas uvas a Rex y tomé una ducha larga y caliente. Salí del cuarto de baño con paso vacilante, roja como una langosta y con la mente nebulosa por los vapores de cloro del agua. Me dejé caer sobre la mesa y reflexioné acerca de mi futuro. Fue una reflexión muy corta. Cuando desperté eran las seis menos cuarto y alguien estaba aporreando mi puerta.
Me envolví en una bata y fui al recibidor. Pegué el ojo derecho a la mirilla. Era Joe Morelli. Entreabrí la puerta y lo miré por encima de la cadena de seguridad.
– Acabo de salir de la ducha.
– Te agradecería que me dejaras entrar antes de que salga el señor Wolesky y me someta a un interrogatorio.
Quité la cadena y abrí la puerta.
Morelli entró, me miró y esbozó una sonrisa burlona.
– Tu cabello es un espanto.
– Me dormí sin secármelo.
– No me sorprende que no tengas vida sexual. Un hombre se desanimaría mucho si despertase al lado de un cabello como ése.
– Ve a la sala, siéntate y no te levantes hasta que yo te lo diga. No comas mis alimentos y no asustes a mi hámster… y no hagas ninguna llamada de larga distancia.
Cuando salí del dormitorio, diez minutos más tarde, Morelli estaba mirando la televisión. Me había puesto un vestido de abuelita sobre una camiseta blanca, botines con cordones y una ancha rebeca de punto suelto. Se trataba de mi look a lo Annie Hall; hacía que me sintiese femenina, pero én los hombres tenía el efecto opuesto. Annie Hall desanimaría a la, polla más resuelta, garantizado.
Me envolví el cuello con la bufanda roja de Morelli y me abroché la rebeca. Cogí mi bolso y apagué las luces.
– Como lleguemos tarde, será un infierno.
Morelli me siguió.
– Yo de ti no me preocuparía. Cuando tu madre te vea con ese disfraz se olvidará de la hora.
– Es mi look a lo Annie Hall.
– A mí me parece que has metido un donut relleno de jalea en una bolsa en cuya etiqueta dice mollete de harina integral.
Bajé corriendo por las escaleras. Me disponía a salir del edificio cuando recordé el paquete que Dillon tenía para mí.
– Espera un minuto -grité a Morelli-. Regreso enseguida.
Me dirigí a toda prisa hacia el sótano y llamé a la puerta de Dillon. Cuando éste asomó la cabeza, dije:
– Se me hace tarde y necesito mi paquete.
Me entregó un abultado sobre de correo expreso. Subí a toda prisa por las escaleras.
– Para la carne asada, tres minutos de más o de menos significan la perfección o la perdición.
Cogí a Morelli de la mano y lo arrastré hasta su furgoneta. No tenía pensado ir con él, pero se me ocurrió que si nos quedábamos atascados en un embotellamiento, él podría poner sus luces en el techo.
– Tienes alarma luminosa para ponerla en el techo, ¿no? -pregunté al subir al coche.
Morelli se abrochó el cinturón de seguridad.
– Sí. Pero no esperarás que las use por un simple trozo de carne asada, ¿verdad?
Me volví en el asiento y miré por la ventana trasera.
Morelli hizo lo propio por el espejo retrovisor.
– ¿Buscas a Kenny?
– Siento que está cerca.
– No veo a nadie.
– Eso no significa que no esté. Es un experto en no delatar su presencia. Entra en la funeraria de Stiva y mutila los cuerpos sin que nadie lo vea. Apareció de la nada en el centro comercial. Me vio en casa de Julia Cenetta y en el aparcamiento del motel sin que yo lo supiera. Ahora tengo la horrible sensación de que me vigila y me sigue.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Para empezar, Spiro le dijo que como siguiera acosándolo, yo lo mataría.
– Maravilloso.
– Seguro que estoy paranoica.
– A veces la paranoia está justificada.
Morelli se detuvo en un semáforo. El reloj digital de su tablero cambió a las 5.58. Hice crujir mis nudillos y Morelli me miró enarcando las cejas.
– De acuerdo -dije-. Mi madre me pone nerviosa.
– Es parte de su trabajo. No deberías tomártelo a pecho.
Ya en el barrio, doblamos en Hamilton y el tráfico desapareció. No había faros de coches detrás, pero no conseguí librarme de la sensación de que Kenny me tenía en la mira de su pistola.
Cuando aparcamos, mi madre y la abuela Mazur se hallaban en la puerta. Normalmente me llamaba la atención lo diferentes que eran la una de la otra. Ese
día, en cambio, lo que me sorprendió fueron las semejanzas. Estaban erguidas, con los hombros echados atrás. Era una postura desafiante, y yo era consciente de que también la adoptaba a menudo. Tenían las manos entrelazadas y la mirada fija en Morelli y en mí. Su cara era redonda y los párpados gruesos. Ojos rasgados. Mis parientes húngaros eran de las estepas. Ni un citadino entre ellos. Mi madre y la abuela eran bajitas y habían empequeñecido aún más con los años. Eran de huesos delgados y cabello tan fino como el de un bebé. Probablemente fueran descendientes de gitanas que vivían en carromatos.
Yo, por otro lado, era descendiente de la esposa de un granjero bárbaro, mujer de huesos recios y perfectamente capaz de tirar de un arado.
Me recogí la falda para saltar de la furgoneta y advertí que mi madre y mi abuela me miraban azoradas.
– ¿Qué es ese disfraz? -preguntó mi madre-. ¿No puedes comprarte ropa? ¿Llevas ropa de otra gente? Frank, dale dinero a Stephanie. Necesita comprarse ropa.
– No necesito comprarme ropa. Este vestido es nuevo. Acabo de comprarlo. Es lo que se usa.
– ¿Cómo vas a conseguir un hombre vestida así? -Mi madre se volvió hacia Morelli-. Tengo razón, ¿sí o no?
Morelli sonrió con picardía.
– A mí me parece bastante mona. Es el look a lo Monty Hall.
Yo aún tenía el sobre en la mano. Lo dejé sobre la mesa del vestíbulo y me quité la rebeca.
– ¡Annie Hall! -exclamé, indignada.
La abuela Mazur cogió el sobre y lo examinó.
– Correo expreso. Debe de ser importante. Al parecer hay una caja dentro. Según esto, el remitente es R. Klein, de la Quinta Avenida de Nueva York. Qué pena que no sea para mí. No me molestaría recibir correo expreso.
Hasta ese momento no había pensado mucho en el sobre. No conocía a nadie llamado R. Klein y no había pedido nada de Nueva York. Le quité el sobre a la abuela y despegué la solapa. Contenía un cajita de cartón cerrada con cinta adhesiva. Saqué la cajita y la sopesé. Era bastante ligera.