Выбрать главу

– Huele raro -comentó la abuela-. Como un insecticida. O puede que sea uno de esos nuevos perfumes.

Arranqué la cinta, abrí la caja e inhalé hondo. Dentro de la caja había un pene, cuidadosamente cortado de raíz, perfectamente embalsamado y prendido a un cuadrado de poliuretano con un imperdible.

Todos clavaron la mirada en el pene, mudos de horror.

La abuela Mazur fue la primera en hablar, y lo hizo con un deje de nostalgia.

– Hacía mucho tiempo que no veía uno.

Mi madre empezó a gritar y levantó las manos.

– ¡Sácalo de mi casa! ¿Qué está pasando con este mundo? ¿Qué dirá la gente?

Mi padre apareció procedente de la sala para ver a qué se debía tanto escándalo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Es un pene -le informó la abuela-. Stephanie lo ha recibido por correo. Y es uno de los buenos.

Mi padre se echó hacia atrás.

– Jesús, José y María!

– ¿Quién haría algo así? -exclamó mi madre-. ¿No será uno de esos penes de goma?

– A mí no me parece que sea de goma -declaró la abuela Mazur-. Me parece un pene de verdad, sólo que está un poco descolorido. No recordaba que fuesen de ese color.

– ¡Esto es una locura! -dijo mi madre, indignada-. ¿Qué clase de persona enviaría su pene?

La abuela Mazur miró el sobre.

– Según el remitente, un tal Klein. Siempre pensé que era un apellido judío, pero a mí no me parece un pene judío.

Todos miramos a la abuela Mazur.

– No es que sepa mucho de eso. Puede que haya visto el pene de un judío en un National Geographic.

Morelli me quitó la caja y la tapó. Ambos sabíamos el nombre de la persona a quien pertenecía el pene: Joe Loosey.

– Creo que aceptaré su invitación a cenar para otro día. Me temo que éste es un asunto para la policía. -Morelli cogió mi bolso de la mesa del vestíbulo y me lo colgó del hombro-. Stephanie también tiene que venir, para hacer su declaración.

– Es por ese trabajo como cazadora de fugitivos -dijo mi madre-. Conoces a gente de la peor calaña. ¿Por qué no te consigues un trabajo como el que tiene tu prima Christine? Nadie le manda cosas por correo.

– Christine trabaja en una fábrica de vitaminas. Se pasa el día asegurándose de que el aparato que mete el algodón en los frascos funcione como es debido.

– Se gana bien la vida.

Me abroché la rebeca.

– Yo también me gano bien la vida… a veces.

11

Morelli abrió bruscamente la puerta de la furgoneta, arrojó el sobre sobre el asiento y con tono de impaciencia me pidió que me apresurara. Su expresión era serena, pero sentí las vibraciones de furia que irradiaban de su cuerpo.

– ¡Maldito sea! -Morelli puso bruscamente la primera-. Cree que esto es muy divertido. El y sus malditos juegos. De niño me contaba lo que había hecho. Nunca supe qué era verdad y qué se había inventado. No estoy seguro de que él mismo lo supiera. Quizá todo fuese cierto.

– ¿Decías en serio eso de que es un asunto para la policía?

– A Correos no le gusta que se envíen partes del cuerpo humano por diversión.

– ¿Por eso saliste pitando de casa de mis padres?

– Salí pitando porque no creí que pudiese aguantar dos horas sentado a la mesa mientras todos pensaban que la polla de Joe Loosey se encontraba en la nevera al lado del puré de manzana.

– Te agradecería que no hablaras de esto. No quisiera que la gente tuviera una impresión equivocada de mí y del señor Loosey.

– Tu secreto está a salvo.

– ¿ Crees que deberíamos contárselo a Spiro?

– Creo que tú deberías contárselo. Que crea que ambos estáis metidos en esto. Puede que así te enteres de algo.

Morelli se detuvo frente a la ventanilla del Burger King y compró dos menús para llevar. Cerró la ventanilla, se unió al tráfico y la furgoneta se impregnó inmediatamente del olor de Norteamérica.

– No es carne asada -dijo Morelli.

Cierto; pero, a excepción del postre, la comida es comida. Metí la paja en mi batido y rebusqué en la bolsa hasta encontrar las patatas fritas.

– Esas cosas que te contaba Kenny… ¿a qué se referían?

– Nada que quieras oír. Nada que yo quiera recordar. Pura mierda, enfermiza.

Cogió un puñado de patatas.

– No me has explicado cómo localizaste a Kenny en el motel.

– Probablemente no debería divulgar mis secretos profesionales.

– Probablemente deberías hacerlo.

De acuerdo, había llegado el momento de las relaciones públicas. El momento de aplacar a Morelli con información inútil. Y con la ventaja añadida de que lo implicaría en una actividad ilegal.

– Entré en el apartamento de Spiro y registré su basura. Encontré unos números de teléfono, los investigué y entre ellos estaba el del motel.

Morelli se detuvo en un semáforo y se volvió hacia mí. En la oscuridad me resultaba imposible leer su expresión.

– ¿Entraste en el apartamento de Spiro? ¿Por medio de una puerta accidentalmente abierta?

– Mediante una ventana rota por un bolso.

– ¡Mierda, Stephanie! Eso es allanamiento de morada. A la gente la detienen por eso. La encarcelan.

– Fui cuidadosa.

– Eso hace que me sienta mucho mejor.

– Creo que Spiro pensará que lo hizo Kenny y no informará a la policía.

– De modo que Spiro sabía dónde se alojaba ese hijo de puta. Me sorprende que Kenny no fuese más prudente.

– Spiro tiene un aparato en el teléfono de la funeraria con el que identifica el número de las llamadas que recibe. Puede que Kenny no supiera que estaba delatándose.

El semáforo pasó a verde, Morelli avanzó e hicimos el resto del trayecto en silencio. Entró en el aparcamiento, estacionó y apagó sus faros.

– ¿Quieres entrar o prefieres estar fuera de esto?

– Prefiero mantenerme fuera. Te esperaré aquí.

Cogió el sobre con el pene y una bolsa de comida.

– Lo haré tan rápido como pueda.

Le di el papel con la información sobre las pistolas y las municiones que había encontrado en el apartamento de Spiro.

– Encontré armas en el dormitorio de Spiro. Quizá te interese averiguar si son de Braddock.

No es que me muriera por ayudarlo cuando sabía que me ocultaba información, pero no podía seguirles la pista sola; además, si eran robadas, Morelli me debería una.

Lo observé correr hacia la puerta lateral. Esta se abrió y dibujó un efímero rectángulo de luz en la fachada de ladrillo, que estaba a oscuras. Se cerró y desenvolví mi hamburguesa con queso; me pregunté si Morelli tendría que pedir a alguien que identificase la prueba. Louie Moon o la señora Loosey, por ejemplo. Esperaba que fuese lo bastante sensato como para quitar el imperdible antes de levantar la tapa a fin de enseñársela a la señora Loosey.

Engullí la hamburguesa y las patatas fritas y seguí con el batido. No había actividad en el aparcamiento ni en la calle, y el silencio en la furgoneta me resultaba ensordecedor. Me escuché respirar un rato, registré la guantera y los bolsillos laterales. Según el reloj del tablero, hacía diez minutos que Morelli se había ido. Acabé el batido y metí todos los papeles en la bolsa. ¿Qué podía hacer a continuación?

Eran casi las siete. La hora en que las visitas comenzaban a llegar a la funeraria de Spiro. El momento perfecto para hablarle de la polla de Loosey. Por desgracia, estaba atrapada en la furgoneta de Morelli, sin poder hacer nada. El destello de las llaves en el encendido atrajo mi atención. Quizá fuese buena idea tomar la furgoneta prestada para ir a la funeraria. Se trataba de trabajo y, después de todo, ¿cómo iba a saber cuánto tardaría Morelli con el papeleo? ¡Podía estar horas atrapada allí! Seguro que Morelli me estaría agradecido por hacer el trabajo. Por otro lado, como saliera y no encontrase su furgoneta, la cosa podría ponerse muy fea.

Rebusqué en mi bolso y saqué un rotulador negro. No encontré papel, de modo que escribí en un lado de la bolsa de comida. Di marcha atrás, deposité la bolsa en el lugar vacío, me senté de un salto al volante y me largué.

En la funeraria de Stiva las luces centelleaban y en el porche delantero había un grupo de personas. Stiva siempre atraía a un montón de gente los sábados. El aparcamiento se encontraba lleno y todos los espacios para aparcar en dos manzanas estaban ocupados, por lo que fui hasta la entrada reservada a los coches mortuorios. Sólo tardaría unos minutos y, además, una grúa no se llevaría una furgoneta con un escudo de la policía en la luna trasera.

Spiro me vio y se volvió para mirarme. Su primera reacción fue de alivio y la segunda, la reservó para mi vestido.

– ¿Quién te viste, tu enemigo?

– Tengo una noticia para ti.

– ¿Ah, sí? Bueno, yo también tengo noticias para ti. -Con un movimiento de la cabeza señaló su oficina-. Ven.

Cruzó a toda prisa el vestíbulo, abrió bruscamente la puerta y la cerró de golpe a sus espaldas.