Spiro salió de su estupor al verme.
– ¡Se suponía que ibas a protegerme! ¿Dónde diablos estabas cuando te necesitaba?
– Mi turno no empieza hasta las diez menos cinco, ¿te acuerdas?
Volvió la mirada hacia Morelli.
– Está loco. Tu jodido primo está loco. Trató de cortarme la maldita mano. Deberían encerrarlo. Deberían meterlo en un manicomio. Yo estaba en mi despacho, sin meterme con nadie, preparando la factura de la señora Mayer. Cuando alzo la mirada, allí está Kenny, desvariando y diciendo que le he robado. No sé de qué demonios habla. Es un puñetero majara. Luego me dice que va a descuartizarme, pedazo a pedazo hasta que le diga lo que quiere saber. Qué suerte que llevaba la pulsera puesta; si no, tendría que aprender a escribir con la mano izquierda. Grité. Louie entró y Kenny se largó. Quiero protección policial. La señorita Maravillas no sirve.
– Un coche patrulla puede llevarte a casa esta noche -le dijo Morelli-. Después tendrás que apañártelas solo. -Le dio su tarjeta-. Si tienes un problema, llámame. Si necesitas que alguien llegue pronto, llama al novecientos once.
Spiro hizo una mueca burlona y me miró con gesto airado. Sonreí con amabilidad y pregunté:
– ¿Nos vemos mañana?
– Mañana.
Cuando salimos del hospital el viento había amainado, y lloviznaba.
– Va a haber un frente caliente -comentó Morelli-. Se supone que hará buen tiempo después de la lluvia.
Subimos a su furgoneta y permanecimos sentados, observando el hospital. El coche patrulla de Román estaba aparcado en la entrada reservada para ambulancias. Al cabo de unos diez minutos Román y su compañero escoltaron a Spiro hasta el coche patrulla. Los seguimos hasta Demby y aguardamos a que comprobaran que no hubiese intrusos en el apartamento de Spiro.
El vehículo salió del aparcamiento y nosotros permanecimos sentados un rato más. Las luces se encendieron tras las ventanas de Spiro y sospeché que así se quedarían toda la noche.
– Deberíamos vigilarlo -dijo Morelli-. Kenny ha dejado de razonar. Perseguirá a Spiro hasta conseguir lo que quiere.
– Será en vano. Spiro no tiene lo que quiere, Kenny.
Morelli se mantuvo quieto, evidentemente indeciso, con la mirada fija en el parabrisas empapado.
– Necesito otro coche. Kenny conoce mi furgoneta.
No hacía falta decir que conocía mi Buick. El mundo entero conocía mi Buick.
– ¿Qué hay del coche marrón de la policía?
– Seguramente también lo conoce. Además, necesito algo que impida que me vea. Una furgoneta o un Bronco con ventanillas oscuras. -Encendió el motor y puso la primera-. ¿Sabes a qué hora abre Spiro por la mañana?
– Normalmente llega a las nueve.
Morelli llamó a mi puerta a las seis y media y yo ya le llevaba una gran ventaja. Me había duchado y me había puesto lo que consideraba mi uniforme de trabajo: téjanos, camisa de franela y zapatillas de deporte. Había limpiadto la jaula de Rex y preparado café.
– Éste es el plan -dijo Morelli-. Tú sigues a Spiro y yo te sigo a ti.
A mí no me pareció un plan muy bueno, pero no tenía uno mejor, de modo que no me quejé. Llené el termo con café, metí dos bocadillos y una manzana en mi pequeña nevera portátil y encendí el contestador.
Todavía estaba oscuro cuando me dirigí hacia mi coche. Domingo por la mañana. Nada de tráfico. Ninguno de los dos estaba de humor para hablar. No vi la furgoneta de Morelli en el aparcamiento.
– ¿Qué coche conduces?
– Un Explorer negro. Lo he dejado en la calle, al lado del edificio.
Abrí la puerta del Buick y eché todo en el asiento trasero, incluyendo una manta, aunque parecía que no la necesitaría. Ya no llovía y la temperatura había subido bastante.
No estaba segura de que Spiro siguiera el mismo horario los domingos. La funeraria abría los siete días de la semana, pero sospechaba que el horario de fin de semana dependía de los cuerpos que recibían. No creía que Spiro fuese la clase de hombre que va a la iglesia. Me persigné. Ya no recordaba la última vez que había ido a misa.
– ¿A qué viene que te persignes? -preguntó Morelli.
– Es domingo y no estoy en la iglesia… una vez más.
Morelli puso la mano sobre mi cabeza. La sentí firme y tranquilizadora, y su tibieza se coló por mi cuero cabelludo.
– Dios te ama de todos modos.
Su mano se deslizó hacia atrás; tiró de mí y me dio un beso en la frente. Me abrazó y se alejó de pronto, cruzó el aparcamiento a grandes zancadas y desapareció entre las sombras.
Subí al Buick; me sentí caliente y suave y me pregunté si había algo entre Morelli y yo. ¿Qué significaba un beso en la frente? Nada, me dije. No significaba nada. Significaba que en ocasiones podía ser un tío amable. De acuerdo, entonces, ¿por qué sonreía como una idiota? Porque tenía síndrome de abstinencia. Mi vida amorosa era inexistente. Compartía apartamento con un hámster. Bueno, pensé, podría ser peor. Podría estar casada aún con Dickie Orr, el tonto del culo.
El viaje hacia Century Court resultó tranquilo. El cielo empezaba a clarear. Capas negras de nubes y franjas azules de cielo. El edificio de Spiro estaba a oscuras, a excepción de su apartamento. Aparqué y busqué los faros delanteros de Morelli en el espejo retrovisor. Nada de faros delanteros. Me volví en el asiento y examiné el aparcamiento. Ningún Explorer.
No importa, me dije. Morelli se encontraba allí fuera, en algún sitio. Probablemente.
No me hacía muchas ilusiones acerca del papel que yo desempeñaba en el plan. Se suponía que era el anzuelo y debía ser muy visible en el Buick, a fin de que Kenny no tuviera que esforzarse mucho en buscar.
Me serví café y me acomodé, dispuesta para una larga espera. Una franja anaranjada apareció en el horizonte. Una luz se encendió en el apartamento contiguo al de Spiro. Luego otra, en otro apartamento más alejado. La negrura del cielo se tornó azul celeste. La mañana había llegado.
Spiro aún no había abierto las persianas. No había señales de vida en su apartamento. Ya empezaba a preocuparme, cuándo abrió la puerta y salió. Cerró con llave y se dirigió rápidamente hacia su coche y lo puso en marcha. Era un Lincoln Town Car azul marino, perfecto para todo joven enterrador. Sin duda alquilado a cuenta de la empresa.
Vestía de modo más desenfadado que de costumbre. Téjanos negros desteñidos, zapatillas de deporte y un holgado jersey verde oscuro, debajo de la manga del cual asomaba la venda blanca que envolvía su pulgar.
Salió disparado del aparcamiento y dobló en Klockner. Yo esperaba un saludo, pero Spiro pasó de largo sin siquiera una mirada de soslayo. Lo más probable era que se estuviese concentrado en no ensuciarse los pantalones.
Lo seguí sin prisas. No había muchos coches en la calle y sabía adonde se dirigía. Aparqué a media manzana de la funeraria, desde donde veía la entrada principal, la entrada lateral y el pequeño aparcamiento adjunto con el camino que llevaba a la puerta trasera.
Spiro aparcó delante de la puerta principal y entró por la lateral. Ésta permaneció abierta mientras él pulsaba el código de seguridad; se cerró, y una luz se encendió en el despacho de Spiro.
Diez minutos más tarde apareció Louie Moon.
Me serví más café y comí medio bocadillo. Nadie más entró o salió. A las nueve y media Louie Moon se marchó en un coche mortuorio. Regresó una hora después y fue a la parte trasera del edificio empujando a alguien. Supuse que por eso Louie y Spiro habían ido a la funeraria un domingo por la mañana.
A las once llamé a mi madre por mi teléfono móvil para asegurarme de que la abuela Mazur estuviese bien.
– Ha salido. Me ausento diez minutos, ¿y qué pasa? Tu padre deja que tu abuela se largue con Betty Greenburg.
Betty Greenburg tenía ochenta y nueve años y era endemoniadamente dinámica.
– Desde su infarto en agosto, Betty Greenburg no recuerda nada. La semana pasada fue en su coche al parque Ashbury. Dijo que pretendía ir a una tienda y dobló en la esquina equivocada.
– ¿Cuánto hace que salió la abuela Mazur?
– Unas dos horas. Se suponía que iba a la panadería. Tal vez debiese llamar a la policía.
Oí un portazo y muchos gritos.
– Es tu abuela. Tiene la mano envuelta.
– Déjeme hablar con ella.
La abuela Mazur cogió el auricular.
– No te lo vas a creer. -Le temblaba la voz de ira e indignación-. Acaba de pasar algo terrible. Betty y yo salíamos de la panadería con una caja de galletas italianas recién hechas cuando el mismísimo Kenny Mancuso salió de detrás de un coche y, con todo el descaro del mundo, se acercó a mí.
"Vaya por Dios -dijo-. Si es la abuela Mazur."
"Sí, y sé quién eres tú -repliqué-. Eres ese inútil de Kenny Mancuso."
"Así es -dijo-. Y me convertiré en tu peor pesadilla."