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La abuela hizo una pausa y la oí respirar hondo para calmarse.

– Mamá me ha dicho que tenías la mano vendada. ¿Es cierto? -pregunté. No quería presionarla pero tenía que saberlo.

– Kenny me cogió la mano y me clavó un picahielo -respondió la abuela con la voz anormalmente aguda, densa a causa de tan traumática experiencia.

Empujé el asiento hasta atrás y puse la cabeza entre las rodillas.

– Hola. ¿Estás allí? -preguntó la abuela.

Inhalé hondo.

– ¿Cómo te sientes ahora? -inquirí-. ¿Estás bien?

– Claro que sí. Me arreglaron muy bien en el hospital. Me dieron ese Tylenol con codeína. Con una de ésas ni siquiera te darás cuenta si un camión te arrolla. Como estaba algo nerviosa, también me dieron unas pastillas para relajarme. Los médicos dicen que tuve suerte de que el picahielo no tocara nada importante. Se deslizó entre los huesos y entró limpiamente.

Más inhalaciones.

– ¿Qué pasó con Kenny?

– Se largó como el cobarde que es. Dijo que volvería. Que eso era sólo el principio. -Su voz se quebró-. ¡Figúratelo!

– Tal vez sea conveniente que te quedes en casa por un tiempo.

– Eso creo yo también. Estoy agotada. Me vendría bien un té caliente.

Mi madre cogió el auricular.

– ¿A qué está llegando este mundo? Atacan a una anciana indefensa a plena luz del día, en su propio barrio, ¡al salir de una panadería!

– Dejaré el teléfono móvil encendido. Manten a la abuela en casa y llámame si ocurre algo más.

– ¿Qué más puede ocurrir? ¿No basta con esto?

Colgué y enchufé el teléfono al encendedor del coche. Mi corazón latía tres veces más rápido de lo normal, y tenía las palmas húmedas de sudor. Me dije que tenía que pensar con claridad, pero la emoción me obnubilaba. Salí del Buick y me quedé en la acera, buscando a Morelli. Agité las manos encima de la cabeza, como para decir «aquí estoy».

En el Buick, sonó el teléfono. Era Morelli.

– ¿Qué? -Resultaba difícil saber si su tono era de preocupación o de impaciencia.

Le conté lo de la abuela Mazur y esperé; tras un tenso silencio, oí una maldición y un suspiro de indignación. Debía de resultarle duro. Al fin y al cabo, Mancuso era miembro de su familia.

– Lo siento -dije-. ¿Hay algo que pueda hacer?

– Ayudarme a capturar a Mancuso.

– Lo pillaremos.

Lo que no expresamos fue el temor de que quizá no lo atrapáramos lo bastante pronto.

– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Puedes seguir con el plan?

– Hasta las seis. Luego iré a casa de mis padres. Quiero ver a la abuela Mazur.

No hubo más actividad hasta la una, cuando la funeraria se abrió para los velatorios de la tarde. Dirigí mis prismáticos hacia las ventanas de la sala y vislumbré a Spiro en traje con corbata. Obviamente, guardaba ropa limpia en el local. Los coches entraban constantemente en el aparcamiento y se iban, y me di cuenta de que con tanto ir y venir a Kenny no le costaría pasar inadvertido. Podía ponerse barba o bigote postizos, llevar sombrero o peluca, y nadie se fijaría en alguien que entrara por la puerta principal, la lateral o la trasera.

A las dos crucé pausadamente la calle.

Spiro perdió el aliento al verme y se apretó instintivamente el brazo herido. Sus movimientos eran anormalmente bruscos, su expresión, sombría, y me dio la impresión de hallarme frente a una mente desorganizada, la de una rata en un laberinto, salvando obstáculos, correteando por los pasillos, buscando la salida.

Al lado de la mesa donde se servía el té había un hombre de unos cuarenta años, estatura mediana y más bien regordete. Llevaba chaqueta y pantalón. Lo había visto antes. Necesité un minuto para recordar. Estaba en el taller cuando sacaron a Moogey en una bolsa de plástico. Yo había supuesto que se trataba de un detective del departamento de homicidios, pero quizá fuera de la brigada antivicio, del FBI.

Me acerqué a la mesa y me presenté.

El me tendió la mano.

– Andy Roche.

– Trabajas con Morelli -dije.

Pareció confuso, pero se repuso al instante.

– A veces.

Lancé un anzuelo.

– Federal.

– Tesorería.

– ¿Vas a quedarte dentro?

– Todo el tiempo que me sea posible. Hemos traído un cuerpo falso. Soy el apenado hermano del difunto.

– Muy astuto.

– Ese tío, Spiro, ¿siempre está tan amoscado?

– Ayer tuvo un mal día, y no creo que anoche haya dormido mucho.

12

De acuerdo, Morelli no me habló de Andy Roche. ¿Por qué habría de extrañarme? Era su estilo. Morelli nunca mostraba sus cartas. Ni a su jefe, ni a sus compañeros, ni, obviamente, a mí. No era nada personal. Después de todo, nuestra meta era capturar a Kenny, y ya no me importaba cómo lo hiciésemos.

Me aparté de Roche y hablé un rato con Spiro. Sí, quería que lo acompañara a casa y me asegurara de que todo estaba en orden. Y no, no tenía noticias de Kenny.

Fui al lavabo y regresé al Buick. A las cinco acabé. No lograba deshacerme de la imagen del picahielos clavado en la mano de la abuela Mazur. Regresé a mi apartamento, metí unas cuantas prendas en el cesto de la ropa sucia, añadí maquillaje, gel y secador para el cabello, y arrastré el cesto hasta el coche. Regresé, cogí a Rex, conecté el contestador, dejé encendida la luz de la cocina y cerré con llave. El único modo que se me ocurrió de proteger a la abuela Mazur consistía en mudarme a casa de mis padres.

– ¿Qué es esto? -preguntó mi madre al ver la jaula del hámster.

– Me mudo a vuestra casa por unos días.

– Has dejado ese trabajo. ¡Gracias a Dios! Siempre he creído que podrías encontrar algo mejor.

– No he dejado mi trabajo. Ocurre, sencillamente, que necesito un cambio.

– He puesto la máquina de coser y la tabla de planchar en tu dormitorio. Dijiste que nunca volverías a vivir aquí.

Yo sostenía la jaula de Rex con ambos brazos.

– Me equivoqué. Estoy en casa. Ya me las apañaré.

– Frank -gritó mi madre-. Ven a ayudar a Stephanie. Ha vuelto para vivir con nosotros.

La empujé ligeramente, pasé por el lado de ella y subí.

– Sólo unos días. Es algo provisional.

– La hija de Stella Lombardi dijo lo mismo y después de tres años todavía vive con ellos.

Sentí deseos de soltar un alarido.

– Si me hubieses advertido -continuó mi madre-, habría limpiado la habitación y habría comprado una colcha nueva.

Abrí la puerta con una rodilla.

– No necesito una colcha nueva. Ésta está bien. -Sorteé las cosas que atiborraban la pequeña habitación y puse la jaula de Rex sobre la cama mientras quitaba lo que había encima de la única cómoda.

– ¿Cómo está la abuela?

– Durmiendo la siesta.

– Ya no -dijo la abuela desde su habitación-. Hacéis tanto ruido que despertaríais a un muerto. ¿Qué pasa?

– Stephanie se muda a casa.

– ¿Por qué? Esto es muy aburrido. -La abuela asomó la cabeza en mi dormitorio-. No estarás embarazada, ¿verdad?

La abuela Mazur se rizaba el cabello una vez a la semana. Entretanto, seguro que dormía con la cabeza colgando a un lado de la cama, pues los apretados ricitos perdían precisión a medida que avanzaba la semana, pero nunca se veían fuera de lugar. Ese día parecía que se hubiera puesto laca en el cabello y se hubiese quedado delante de un ventilador. Su vestido estaba arrugado, calzaba zapatillas de terciopelo rojo y tenía la mano derecha vendada.

– ¿Qué tal tu mano?

– Empieza a dolerme. Creo que necesito otra de esas pastillas.

Mi dormitorio no había cambiado mucho en los últimos diez años, ni siquiera con la tabla de planchar y la máquina de coser. Era pequeño y tenía una ventana. Las cortinas eran blancas con reverso de hule. La primera semana de mayo mi madre las reemplazaba por visillos. Las paredes eran de un rosado pálido y los marcos de la ventana, blancos; sobre la cama matrimonial había un cubrecama acolchado de flores rosadas. Los años y los muchos lavados habían suavizado su textura y su color. Tenía un pequeño armario empotrado lleno de ropa, una única cómoda de madera de arce y una mesita de noche, también de arce y, encima de ésta, una lámpara cuyo pie era una botella de leche. En la pared aún colgaba una foto de mi graduación y otra en uniforme de majorette. Nunca dominé del todo el arte de lanzar el bastón al aire y recogerlo, pero era la perfección personificada cuando entraba pavoneándome en el campo de fútbol. En una ocasión, durante una exhibición en el intermedio, perdí el control del bastón y lo lancé a la sección de los trombones. Me estremecí al recordarlo.

Arrastré la cesta de la ropa escalera arriba y la coloqué en un rincón. La casa se había llenado de olores a comida y del ruido metálico de los cubiertos.

Mi padre se hallaba frente al televisor, pasando de un canal a otro, y subió el volumen para competir con el ruido procedente de la cocina.