– Apágala -chilló mi madre-. Harás que todos nos quedemos sordos.
Mi padre fingió que no la oía y centró su atención en la pantalla.
Para cuando me senté a cenar, apenas si podía evitar que mis dientes rechinaran y tenía un tic en el ojo izquierdo.
– ¿No es agradable? -comentó mi madre-. Todos cenando juntos. Es una pena que Valerie no esté aquí también.
Mi hermana, Valerie, llevaba unos años casada con el mismo hombre y tenía dos hijos. Valerie era la hija normal.
La abuela Mazur se sentó directamente enfrente de mí; con el cabello sin peinar, su imagen era pavorosa. Además, tenía la mirada perdida. Como diría mi padre, las luces estaban encendidas, pero no había nadie en casa.
– ¿Cuánta codeína ha tomado la abuela? -pregunté a mi madre.
– Sólo una pastilla, que yo sepa.
Me presioné el ojo con un dedo, para contener el tic.
– Parece tan… desconectada.
Mi padre dejó de untar con mantequilla su pan y alzó la mirada. Abrió la boca, a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y continuó con lo que estaba haciendo.
– Mamá -dijo mi madre-, ¿cuántas pastillas has tomado?
La abuela volvió lentamente la cabeza hacia mi madre.
– ¿Pastillas?
– Es terrible que una anciana no pueda andar a salvo por las calles -dijo mi madre-. Como si viviéramos en Washington, D.C. Ya verás, dentro de poco la gente empezará a disparar desde su coche. El barrio no era así en los viejos tiempos.
No quería destrozar sus fantasías acerca de los viejos tiempos, pero en los viejos tiempos había un coche de la mafia aparcado delante de cada casa, sacaban a la rastra al que allí viviera y se lo llevaban, a punta de pistola, a las praderas o al vertedero de Camden, para despacharlo como parte de una ceremonia. Normalmente las familias y los vecinos no corrían peligro, pero cabía la posibilidad de que una bala perdida entrara en un cuerpo equivocado.
Además, el barrio nunca había estado a salvo de los hombres de las familias Mancuso y Morelli. Kenny estaba más chiflado y era más descarado que la mayoría, pero sospechaba que no era el primer Mancuso en dejar una cicatriz en el cuerpo de una mujer. Que yo supiera, ninguno había agredido con un picahielos a una anciana, pero los Mancuso y los Morelli eran famosos por su temperamento violento, exacerbado por el alcohol, y por su capacidad de engatusar a las mujeres y convencerlas de que entablaran una relación abusiva con ellos.
Yo había tenido mis propias experiencias al respecto. Cuando Morelli me hechizó hacía catorce años, no fue abusivo, pero tampoco fue amable.
A las siete la abuela se durmió profundamente y comenzó a roncar como un leñador borracho.
Me puse la cazadora y cogí mi bolso.
– ¿Adonde vas? -quiso saber mi madre.
– A la funeraria de Stiva. Me ha contratado para ayudarlo a cerrar.
– Ése sí que es un trabajo. Trabajar para Stiva no es lo peor que podría pasarte.
Cerré la puerta a mis espaldas y aspiré una profunda y fresca bocanada de aire. Bajo el oscuro cielo nocturno me sentí más relajada.
Aparqué delante de la funeraria. Dentro, Andy Roche había vuelto a su posición al lado de la mesa del té.
– ¿Qué tal? -le pregunté.
– Una viejecita acaba de decirme que me parezco a Harrison Ford.
Cogí una galleta del plato que había detrás de él.
– ¿No deberías estar con tu hermano?
– Nuestra relación no era muy estrecha.
– ¿Dónde está Morelli?
Roche miró despreocupadamente alrededor y dijo:
– Esa es una pregunta difícil de responder.
Regresé a mi coche. Acababa de sentarme cuando sonó el teléfono.
– ¿Cómo está la abuela Mazur? -inquirió Morelli.
– Durmiendo.
– Espero que eso de irte a vivir a casa de tus padres sea provisional. Tenía planes para esos zapatos color cereza.
Aquello me sorprendió. Esperaba que Morelli vigilara a Spiro, pero en lugar de eso me había seguido. Y no lo había visto. Apreté los labios. ¡Vaya cazadora de fugitivos que estaba hecha!
– No tenía alternativa. Me preocupa la abuela Mazur.
– Tienes una familia estupenda, pero al cabo de cuarenta y ocho horas te convertirás en una adicta al Valium.
– Los Plum no tomamos Valium. Lo nuestro es la tarta de queso.
– Da igual mientras funcione -dijo Morelli, y colgó el auricular.
A las diez menos diez conduje hacia la entrada de coches y aparqué a un lado; dejé espacio suficiente para que Spiro pasara con dificultad. Cerré el Buick con llave y entré en la funeraria por la puerta lateral.
Spiro parecía nervioso al despedirse. No había rastro de Louie Moon. Y Andy había desaparecido. Me metí en la cocina y sujeté una funda de pistola a mi cinturón. Cargué el quinto proyectil en mi 38 y enfundé el revólver. Sujeté otra funda para el pulverizador de gas y una tercera para la linterna. Me dije que, a cambio de cien dólares por noche, Spiro se merecía el tratamiento completo. Como tuviera que usar el revólver tendría palpitaciones, pero eso era un secreto que no compartía con nadie.
La cazadora era lo bastante larga como para ocultar casi todo mi arsenal. Técnicamente implicaba que llevaba un arma oculta, cosa prohibida por la ley. Por desgracia, la alternativa generaría instantáneamente llamadas telefónicas por todo el barrio para informar de que llevaba un arma en la funeraria de Stiva. Comparado con eso, la posibilidad de que me detuvieran resultaba insignificante.
Cuando el último deudo se alejó del porche recorrí con Spiro las salas de los dos pisos superiores y cerré las ventanas y las puertas con cerrojo. Sólo dos salas estaban ocupadas. Una de ellas por el falso hermano de Andy Roche.
El silencio resultaba horripilante y la presencia de Spiro aumentaba la incomodidad que me provocaba la muerte. Spiro Stiva, el Sepulturero Diabólico. Tenía la mano sobre la culata de mi pequeño S amp; W y pensaba que no habría estado mal cargarlo con balas de plata.
Cruzamos a toda prisa la cocina y llegamos al pasillo trasero. Spiro abrió la puerta del sótano.
– Espera -dije-. ¿Qué haces?
– Tenemos que comprobar la puerta del sótano.
– ¿Tenemos?
– Sí, tenemos. Yo y mi jodida guardaespaldas.
– No lo creo.
– ¿Quieres que te pague?
La verdad era que no estaba tan segura de que quisiese.
– ¿Hay cadáveres allí abajo?
– Lo siento, se nos acabaron los cadáveres.
– Entonces, ¿qué hay?
– ¡Por Dios!, la caldera.
Desenfundé mi revólver.
– Te sigo.
Spiro miró el Smith amp; Wesson.
– Joder! Ésa sí que es una maldita pistola para mariquitas.
– Apuesto a que no dirías eso si te disparara en el pie.
Spiro me miró fijamente con sus ojos color obsidiana.
– He oído decir que mataste a un hombre con ese chisme.
No era algo de lo que quisiera hablar con Spiro.
– Bueno, ¿vamos a bajar, o qué?
El sótano era básicamente una estancia amplia, y más o menos lo que se espera de un sótano. Con la posible excepción de unos ataúdes amontonados en un rincón.
La puerta se encontraba directamente a la izquierda de la escalera. Me acerqué a ella y comprobé que el cerrojo estuviese echado.
– No hay nadie aquí -dije a Spiro, y guardé el revólver en su funda. No sé muy bien contra quién esperaba disparar. Kenny, supongo. Quizá Spiro. O algún fantasma.
Regresamos a la planta baja y esperé en el vestíbulo mientras Spiro chapuceaba en su oficina, antes de emerger con un abrigo puesto y una bolsa de gimnasia en la mano.
Lo seguí hacia la puerta trasera, que mantuve abierta mientras lo observé activar la alarma y presionar el interruptor de la luz. La iluminación interior se volvió más tenue y las de fuera permanecieron encendidas.
Spiro cerró la puerta y sacó del bolsillo las llaves de su coche.
– Iremos en mi coche. Tú vigila.
– ¿Qué tal si tú llevas tu coche y yo llevo el mío?
– De ninguna manera. Si voy a pagar cien dólares quiero que mi gorila se siente a mi lado. Puedes llevarte el coche después y recogerme por la mañana.
– Eso no formaba parte del trato.
– Lo harías de todos modos. Te vi en el aparcamiento esta mañana, esperando a que Kenny hiciera algo para poder llevar su culo a la cárcel. ¿Por qué tanto lío? ¿Por qué no puedes recogerme por la mañana?
El Lincoln de Spiro estaba aparcado cerca de la puerta. Lo apuntó con su mando a distancia y la alarma se apagó con un silbido. Una vez a salvo en el interior, encendió los faros.
Nos hallábamos sentados bajo un halo de luz en una zona vacía del camino. No era precisamente un buen lugar para rezagarnos. Sobre todo si Morelli no podía vernos.
– Arranca -le dije-. A Kenny le resultaría demasiado fácil pillarnos aquí.
Spiro encendió el motor, pero no arrancó.
– ¿Qué harías si Kenny apareciese de pronto y te apuntara con una pistola? -preguntó.