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No tengo otro. Los demás están hechos jirones. He pensado que después del salón de belleza podríamos ir de compras. He recibido el cheque de la pensión.

– ¿Estás segura de que tu mano está en condiciones?

Alzó la mano y observó la venda.

– Por el momento está bien. El agujero no es muy grande. A decir verdad, ni siquiera sabía que era tan profundo hasta que llegué al hospital. Ocurrió muy rápido. Siempre pensé que sabía cuidarme a mí misma, pero ya no estoy tan segura. Ya no me muevo como antes. Me quedé allí como una estúpida y dejé que me clavara esa cosa en la mano.

– Estoy segura de que no podías hacer nada, abuela. Kenny es mucho más alto que tú, y no tenías con qué defenderte.

Un velo de lágrimas le nubló los ojos.

– Hizo que me sintiese como una vieja tonta.

Cuando salí del salón de belleza, Morelli estaba apoyado contra el Buick.

– ¿De quién fue la idea de hablar con Cubby Delio?

– De Spiro. Y no creo que se limite a Delio. Tiene que encontrar esas armas para quitarse a Kenny de encima.

– ¿Dijo algo interesante?

Le referí la conversación.

– Conozco a Bucky y a Biggy -afirmó Morelli-. No se mezclarían en algo así.

– Puede que nos equivocáramos con respecto al camión de la mueblería.

– No lo creo. A primera hora de la mañana fui a la gasolinera e hice unas fotos. Roberta está casi segura de que el camión que vio era ése.

– ¡Creí que ibas a seguirme! -exclamé-. ¿Qué pasaría si apareciese Kenny y me atacara con un picahielos?

– Te seguí parte del tiempo. De todos modos, a Kenny le gusta dormir por la mañana.

– ¡Ésa no es una excusa! ¡Como mínimo deberías haberme dicho que estaba sola!

– ¿Qué planes tienes?

– La abuela acabará en una hora, más o menos. Le prometí que la llevaría de compras. Y en algún momento tengo que ir a ver a Vinnie.

– ¿Va a darle el caso a otro?

– No. Llevaré a la abuela Mazur. Ella lo pondrá en su sitio.

– He estado pensando en Sandeman…

– Yo también he estado pensando en él. Al principio creí que estaba escondiendo a Kenny. Pero puede que sea lo contrario. Puede que él lo jodiera.

– ¿Crees que Moogey se conchabó con Sandeman?

Me encogí de hombros.

– Tiene sentido. Quienquiera que haya robado las armas, tenía conexiones.

– Dijiste que Sandeman no daba muestras de riqueza repentina.

– Creo que a Sandeman la riqueza se le va nariz arriba.

13

– Me siento mucho mejor ahora que tengo el cabello arreglado -dijo la abuela al subirse con dificultad al asiento del acompañante del Buick-. Hasta le he pedido que le diera unos reflejos. ¿Se nota la diferencia?

Ahora no era gris oscuro sino color albaricoque.

– Tira al rubio rojizo -comenté.

– Sí, eso es. Rubio rojizo. Siempre quise tenerlo de ese color.

La oficina de Vinnie se hallaba calle abajo. Aparqué junto al bordillo y arrastré a la abuela conmigo.

– Nunca he estado aquí. -La abuela lo observó todo atentamente-. ¡Qué impresionante!

– Vinnie está hablando por teléfono -me informó Connie-. Te atenderá en un minuto.

Lula se acercó.

– Así que usted es la abuela de Stephanie. Me han hablado mucho de usted.

Los ojos de la abuela brillaron.

– ¿Ah, sí? ¿Qué le han dicho?

– Para empezar, me han contado que alguien le clavó un picahielos.

La abuela tendió la mano vendada para que Lula observase.

– Fue esta mano, y casi me la atravesó.

Lula y Connie contemplaron la mano.

– Y eso no fue todo -continuó la abuela-. La otra noche Stephanie recibió un pene por correo expreso. Abrió la caja delante de mí. Lo vi todo. Estaba clavado sobre un trozo de poliuretano con un imperdible.

– No me lo creo -dijo Lula.

– Lo juro. Cortado como si fuese un pedazo de pollo y clavado con un imperdible. Me hizo pensar en mi marido.

Lula se inclinó hacia ella y susurró:

– ¿Se refiere al tamaño? ¿Era tan grande el pene de su marido?

– ¡Que va! Así de muerto estaba.

Vinnie asomó la cabeza por la puerta y se atragantó al ver a la abuela Mazur.

– ¡Caray!

– Acabo de recoger a la abuela en el salón de belleza -le dije-. Y vamos a ir de compras. Se me ocurrió que podía pasar por aquí para ver qué querías, dado que estaba tan cerca.

Vinnie se estremeció. Llevaba el cabello peinado hacia atrás con fijador, y se veía tan negro y brillante como sus zapatos puntiagudos.

– Quiero saber qué pasa con Mancuso. Se suponía que sería una captura fácil y ahora corro el riesgo de perder mucho dinero.

– Estoy a punto de atraparlo. A veces estas cosas necesitan tiempo.

– El tiempo es dinero. Mi dinero. Connie puso los ojos en blanco. Lula preguntó: -¿Que qué?

Todas sabíamos que la agencia de fianzas de Vinnie contaba con el respaldo de una compañía de seguros.

Vinnie se meció sobre la punta de los pies, con los brazos a los lados. Tenía aspecto de gandul, y de roñoso.

– Este caso está fuera de tus posibilidades. Voy a dárselo a Mo Barnes.

– No conozco a ese tal Mo Barnes -le dijo la abuela-. Pero sé que no le llega a la suela del zapato a mi nieta. Es la mejor cuando se trata de cazar fugitivos, y serías un bobo si le quitaras el caso de Mancuso. Sobre todo ahora que trabajo con ella. Estamos a punto de atraparlo.

– No quiero ofenderla -dijo Vinnie-, pero usted y su nieta no podrían abrir una nuez con las dos manos, ya no digamos entregar a Mancuso.

La abuela se enderezó y alzó la barbilla.

– Ay, ay, ay -dijo Lula.

– A la familia nadie le quita nada -declaró la abuela con tono solemne.

– ¿Qué me ocurrirá si lo hago? ¿Se me caerá el pelo? ¿Se me pudrirán los dientes?

– Puede. Puede que te eche el mal de ojo. O puede que hable con tu abuela Bella. Puede que le cuente a tu abuela Bella que eres un fresco cuando hablas con las ancianas.

Vinnie cambió su peso de un pie al otro, como un tigre acorralado. Sabía que no le convenía molestar a la abuela Bella. Era más temible que la abuela Mazur. En más de una ocasión había cogido a un hombre adulto de la oreja, obligándolo a arrodillarse. Con los dientes apretados, Vinnie soltó un gruñido, retrocedió y cerró su despacho de un portazo.

– Vaya -comentó la abuela-. Típico del lado Plum de la familia.

Cuando acabamos nuestras compras ya era avanzada la tarde. Mi madre nos abrió la puerta y nos miró con expresión sombría.

– No soy responsable de lo que le han hecho a su pelo -dije.

– Es mi cruz -se quejó mi madre.

Al ver los zapatos de la abuela puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

La abuela Mazur calzaba unos Doctor Martens. Llevaba una chaqueta de esquiador forrada de plumón que le llegaba hasta las caderas, téjanos con el dobladillo enrollado y fijado con alfileres y una camisa de franela a juego con la mía. Parecía el personaje de una película de terror.

– Voy a echarme un rato antes de cenar -dijo-. Las compras me han agotado.

– Necesito que me ayudes en la cocina -me pidió mi madre.

Mala noticia. Mi madre nunca necesitaba ayuda en la cocina. Cuando la solicitaba era porque tenía algo en mente y pretendía obligar a una pobre alma a someterse a sus dictados. O cuando necesitaba información. «Toma un trozo de pastel de chocolate -solía decirme. Para a continuación añadir-: Por cierto, la señora Herrel te vio entrar en el garaje de Morelli con Joseph Morelli. Y ¿por qué tienes las braguitas al revés?»

La seguí hasta su guarida arrastrando los pies. Sobre el hornillo, el agua de las patatas hervía, y su vapor empañaba la ventana que había encima del fregadero. Mi madre abrió la puerta del horno para ver cómo iba el asado y el olor a pierna de cordero me envolvió. Sentí que mis ojos se tornaban vidriosos y abrí la boca a causa del estupor y la expectativa.

Mi madre abrió a continuación la nevera.

Unas zanahorias irían bien con el cordero. Puedes pelarlas. -Me dio la bolsa y un cuchillo-. Por cierto, ¿por qué te enviaron un pene?

Casi me rebané la punta del dedo.

– Mmmm…

– El remite era de Nueva York, pero el sello del correo era de aquí.

– No puedo hablarte de lo del pene. La policía está investigando.

– El hijo de Thelma Biglo, Richie, le ha dicho que el pene era de Joe Loosey. Y que Kenny Mancuso se lo cortó mientras vestían a Loosey en la funeraria de Stiva.

– ¿Quién le contó eso a Richie Biglo?

– Richie trabaja en la pizzería de Pino. Lo sabe todo.

– No quiero hablar del pene.

Mi madre me quitó el cuchillo.

– Mira cómo has pelado esas zanahorias. No puedo servirlas así. Algunas todavía tienen piel.

– De todos modos no debe quitárseles la piel. Deben rasparse con un cepillo, porque todas las vitaminas se encuentran en la piel.