– Mierda.
Arriba, Morelli se asomó por la ventana.
– ¡No te muevas!
La escalera de incendios del segundo piso se separó del edificio y cayó al suelo, hecha pedazos, y yo tras ella. Aterricé boca arriba y sentí que mis pulmones quedaban sin aire.
Permanecí allí, tumbada y aturdida, hasta que el rostro de Morelli surgió nuevamente, a pocos centímetros de mí.
– Mierda -susurró-. ¡Dios, Stephanie, di algo!
Miré hacia arriba sin poder hablar ni respirar.
Morelli buscó el pulso en mi cuello. A continuación puso las manos en mis pies y las subió por mis piernas.
– ¿Puedes mover los dedos de los pies?
Resultaba difícil con su mano tocando el interior de mi muslo. Sentía que la piel me ardía bajo su palma, y doblé hacia adentro los dedos de los pies hasta que sentí un calambre en las plantas. Recobré el aliento.
– Como tus manos sigan subiendo, te acusaré de abuso sexual.
Morelli se puso en cuclillas y sacudió la cabeza.
– Acabas de darme un susto de muerte.
– ¿Qué pasa? -oímos que preguntaba alguien desde una ventana-. Voy a llamar a la policía. No tengo por qué aguantar esta mierda. En este barrio hay reglamentos sobre el ruido.
Me apoyé sobre un codo.
– Sácame de aquí.
Morelli me levantó con gentileza.
– ¿Estás segura de que te sientes bien?
– No creo que se me haya roto nada. -Arrugué la nariz-. ¿Qué es ese olor? ¡Dios mío!, no me habré hecho caca, ¿verdad?
Morelli me hizo girar.
– ¡Vaya! Alguien en este edificio tiene un perro muy grande. Un perro grande y enfermo. Y parece que tú diste en el blanco.
Me quité la cazadora y la aparté de mi cuerpo.
– ¿Estoy bien ahora?
– Una parte te salpicó los téjanos por atrás.
– ¿Nada más?
– Tu cabello.
– ¡Quítamelo! -grité, histérica-. ¡Quítamelo!
Morelli me tapó la boca con una mano.
– ¡Cállate!
– ¡Quítame esa mierda del cabello!
– No puedo hacerlo. Tendrás que lavártelo. -Me arrastró hacia la calle-. ¿Puedes camihar?
Avancé a trompicones.
– Está bien -dijo-. Sigue así. Antes de que te des cuenta habrás llegado a la furgoneta. Luego iremos a donde puedas ducharte. Después de dos horas bajo la ducha estarás como nueva.
– Como nueva. -Me zumbaban los oídos y mi voz me sonaba lejana… como si procediese de un tarro-. Como nueva -repetí.
Al llegar a la furgoneta Morelli abrió la puerta trasera.
– No te importa ir atrás, ¿verdad?
Lo miré con la mente en blanco.
Morelli apuntó el haz de la linterna hacia mis ojos.
– ¿Estás segura de que te sientes bien?
– ¿Qué clase de perro crees que era?
– Un perro grande.
– ¿De qué raza?
– Rottweiler. Macho. Viejo y gordo. Con los dientes podridos. Debió de comer mucho atún.
Me eché a llorar.
– Joder. No llores. Odio verte llorar.
– Tengo mierda de perro en el pelo.
Con el pulgar me secó las lágrimas.
– Está bien, cariño. No es tan malo como parece, en serio. Lo del atún era una broma. -Me empujó para que subiera a la furgoneta-. Aguanta. Estarás en casa antes de que te des cuenta.
Me llevó a mi apartamento.
– Me ha parecido lo mejor. No querrías que tu madre te viese así, ¿verdad?
Buscó las llaves en mi bolso y abrió la puerta.
El apartamento me pareció frío y abandonado. Demasiado silencioso. Rex no corría en su rueda. No había una luz encendida para darme la bienvenida.
Me dirigí de inmediato hacia la cocina.
– Necesito una cerveza.
No tenía prisa por ducharme. Había perdido el olfato. Estaba resignada a lo que le había ocurrido a mi cabello.
Entré en la cocina arrastrando los pies y tiré de la puerta de la nevera. Ésta se abrió, la luz se encendió y, aturdida, clavé la mirada en un pie… un pie grande, mugriento y sangriento, separado de la pierna a la altura del tobillo, colocado al lado de la margarina y un frasco casi lleno de cóctel de arándanos.
– Hay un pie en mi nevera -balbuceé. Las luces parpadearon, sentí que se me entumecía la boca y caí pesadamente al suelo.
Me esforcé por salir del estiércol de la inconsciencia y abrí los ojos.
– ¿Mamá?
– No exactamente -dijo Morelli.
– ¿Qué paso?
– Te desmayaste.
– Fue demasiado. La mierda del perro, el pie…
– Lo entiendo.
Me levanté con las piernas temblorosas.
– ¿Por qué no vas a la ducha mientras yo me encargo de las cosas aquí? -Morelli me dio una cerveza-. Puedes llevarte la cerveza.
Miré el botellín.
– ¿La sacaste de la nevera?
– No. De otro lugar.
– Bien. No podría bebérmela si la hubieses sacado de la nevera.
– Lo sé. -Morelli me guió hacia el cuarto de baño-. Tómate una ducha y bébete la cerveza.
Dos polis de uniforme, un tipo del laboratorio forense y dos hombres trajeados se encontraban en mi cocina cuando salí de la ducha.
– Creo saber de quién es ese pie -dije a Morelli, que rellenaba un formulario.
– Yo también.
Me tendió el formulario.
– Firma en la línea de puntos.
– ¿Qué voy a firmar?
– Una declaración preliminar.
– ¿Cómo metió Kenny el pie en mi nevera?
– La ventana del dormitorio está rota. Necesitas un sistema de alarma.
Uno de los polis se marchó, con una gran nevera portátil de plástico.
Sentí náuseas.
– ¿Ya está? -pregunté.
Morelli asintió con la cabeza.
– He limpiado tu nevera por encima. Probablemente querrás limpiarla más a fondo cuando tengas tiempo.
– Gracias. Te agradezco la ayuda.
– Revisamos el resto del apartamento. No encontramos nada.
El segundo poli se marchó, seguido por lo que supuse eran detectives y el tipo del laboratorio forense.
– ¿Ahora qué? -inquirí-. No tiene sentido vigilar el apartamento de Sandeman.
– Ahora vigilaremos a Spiro.
– ¿Qué hay de Roche?
– Roche se quedará en la funeraria. Nosotros seguiremos a Spiro.
Tapamos la ventana rota con una gran bolsa de plástico, apagamos las luces y cerramos el apartamento con llave. En el pasillo había un grupito de personas.
– ¿Y bien? -preguntó el señor Wolesky-. ¿De qué se trata? Nadie nos dice nada.
– No ha sido más que una ventana rota -le expliqué-. Creí que era más grave, de modo que llamé a la policía.
– ¿Te robaron?
Negué con la cabeza.
– No se llevaron nada.
Hasta donde yo sabía, era verdad.
La señora Boyd no parecía creerme.
– ¿Qué hay de la nevera portátil? Vi a un policía llevar una nevera portátil a su coche.
– Cerveza -dijo Morelli-. Son amigos míos. Más tarde celebramos una fiesta.
Bajamos a toda prisa por las escaleras, con la cabeza gacha, y trotamos hacia la furgoneta. Morelli abrió la puerta del conductor y el hedor a mierda de perro nos obligó a apartarnos.
– Debiste dejar la ventana abierta.
– Esperaremos un momento. No hay problema.
Al cabo de unos minutos nos acercamos sigilosamente.
– Todavía huele mal.
Morelli puso los brazos en jarras.
– No tengo tiempo de limpiarlo. Intentemos ir con las ventanas abiertas. Puede que así el olor vuele hacia afuera.
Transcurrieron cinco minutos y el olor no había volado.
– Estoy harto. No aguanto esta peste. Voy a cambiarlo.
– ¿Vas a ir en busca de tu furgoneta?
Morelli dobló a la izquierda en la calle Skinner.
– No puedo. El tío que me prestó esta furgoneta tiene la mía.
– ¿Y el coche camuflado?
– Están reparándolo. -Giró en Greenwood-. Usaremos el Buick.
De pronto, aquel monstruo azul me pareció maravilloso.
Morelli aparcó detrás del Buick. Antes de que se detuviera, yo ya me había apeado. Inhalé una profunda bocanada de aire fresco, agité los brazos y sacudí la cabeza para deshacerme de los residuos del hedor.
Entramos simultáneamente en el Buick y permanecimos quietos un rato, disfrutando de la falta de olores.
Puse el motor en marcha.
– Son las once. ¿Quieres ir directamente al apartamento de Spiro o prefieres ir a la funeraria?
– A la funeraria. Hablé con Roche justo antes de que salieras de la ducha y Spiro todavía se encontraba en su oficina.
Cuando llegamos, el aparcamiento estaba vacío, aunque había varios coches en la calle, ninguno de los cuales parecía ocupado.
– ¿Dónde está Roche?
– En el apartamento al otro lado de la calle. Encima de la tienda de platos preparados.