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– No puede ver la entrada trasera desde allí.

– Cierto, pero las luces exteriores son sensibles al movimiento. Si alguien se acerca a la puerta trasera las luces se encenderán.

– Supongo que Spiro puede desactivar el mecanismo.

Morelli se repantigó.

– No hay ningún punto desde el que pueda observarse la puerta trasera. Aunque se sentara en el aparcamiento, Roche no la vería.

El Lincoln de Spiro se encontraba aparcado en la entrada. La luz del despacho estaba encendida.

Conduje el Buick lentamente hacia la acera y apagué el motor.

– Hoy se ha quedado hasta tarde. Normalmente a estas horas ya ha salido.

– ¿Tienes tu teléfono móvil? -preguntó Morelli.

Se lo di y marcó un número y, cuando contestaron, preguntó si había alguien en casa. No oí la respuesta. Morelli se despidió y me devolvió el teléfono.

– Spiro sigue allí. Roche no ha visto a nadie desde que cerró a las diez.

Aparcamos lejos de la iluminación de las farolas, en una calle lateral flanqueada por modestas casas adosadas, la mayor parte a oscuras. En el barrio la gente se acostaba y se levantaba temprano.

Morelli y yo permanecimos cómodamente sentados durante media hora, vigilando en silencio la funeraria. Éramos una pareja de guardianes de la ley.

A medianoche, nada había cambiado, y yo sentía el cuerpo entumecido.

– Algo va mal. Spiro nunca se queda hasta tan tarde. Le gusta el dinero cuando le resulta fácil conseguirlo. No es de los que se matan a trabajar.

– Puede que esté esperando a alguien.

Puse la mano en el tirador de la puerta.

– Voy a fisgar.

– ¡No!

– Quiero ver si los sensores de atrás funcionan.

– Lo echarás todo a perder. Si Kenny está fuera, harás que se asuste.

– Es posible que Spiro haya desactivado los sensores y que Kenny ya esté dentro.

– No lo está.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Instinto -respondió Morelli, encogiéndose de hombros.

Hice crujir los nudillos.

– Careces de algunos atributos esenciales para una buena cazadora de fugitivos -añadió con tono de burla.

– ¿Como qué?

– Paciencia. Mírate. Estás hecha un manojo de nervios. -Presionó la base de mi nuca con un pulgar y subió hasta el nacimiento del cabello. Los ojos se me cerraron y mi respiración se calmó-. ¿Te gusta?

– Mmmm.

Con ambas manos me dio un masaje en los hombros.

– Necesitas relajarte.

– Como me relaje más me derretiré.

Dejó de acariciarme, pero no apartó la mano.

– Me gustaría ver cómo te derrites.

Me volví hacia él y nuestras miradas se encontraron.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque ya he visto esa película y odio el final.

– Puede que fuera distinto esta vez.

– Puede que no.

Deslizó el pulgar por mi cuello.

– Algunas escenas no estaban nada mal… -susurró.

Aquellas escenas ya se habían desvanecido como el humo.

– Las he visto mejores.

– Mentirosa -dijo con una amplia sonrisa.

– Además, se supone que estamos vigilando a Spiro y a Kenny.

– No te preocupes. Contamos con Roche. En cuanto vea algo llamará a mi busca.

¿Era eso lo que deseaba? ¿Hacer el amor con Joe Morelli en el asiento de un Buick? ¡No! O quizá…

– Creo que me he resfriado -dije-. Puede que no sea el momento oportuno.

Morelli soltó una risita.

Puse los ojos en blanco.

– Qué infantil. Es exactamente la reacción que esperaba de ti.

– No es cierto. Esperabas acción. -Se inclinó y me besó-. ¿Qué te parece esto? ¿Es una reacción más agradable?

– Mmmm…

Me besó de nuevo y pensé, bueno, ¡qué diablos!, si quiere pillar un resfriado, allá él, ¿no? De todos modos, cabía la posibilidad de que yo no me hubiese resfriado.

Morelli abrió mi camisa y deslizó los tirantes del sostén por mis hombros.

Sentí que me recorría un temblor y decidí creer que se debía al frescor del aire… o sea, que no se trataba de una premonición.

– ¿Estás seguro de que Roche te avisará si ve a Kenny?

– Sí. -Morelli bajó la boca hacia mi pecho-. No tienes por qué preocuparte.

¡Que no tenía por qué preocuparme! ¡Había metido la mano en mis téjanos y me decía que no tenía por qué preocuparme!

Volví a poner los ojos en blanco. ¿Cuál era mi problema? Era una mujer adulta. Tenía necesidades. ¿Qué había de malo en satisfacerlas de vez en cuando? En ese momento tenía la oportunidad de experimentar un orgasmo de primera. Además, no es que me hiciera ilusiones. No era una bobalicona de dieciséis años que esperaba que la pidieran en matrimonio. Lo único que esperaba era un orgasmo fantástico. Y, ¡qué diablos!, me lo merecía. No tenía un orgasmo desde que Reagan había ganado las elecciones.

Miré de reojo las ventanillas. Estaban empañadas. Bien. De acuerdo, me dije, adelante. Me quité los zapatos y a continuación toda la ropa, a excepción de las braguitas negras.

– Ahora te toca a ti. Quiero mirarte.

Necesitó menos de diez segundos para desnudarse, cinco de los cuales los utilizó en deshacerse de las pistolas y las esposas.

Cerré la boca y me aseguré de que no me estuviera babeando. Morelli era más asombroso de lo que recordaba, y lo recordaba como un ejemplar sobresaliente.

Metió un dedo debajo de la tira de mi tanga y me lo quitó con un movimiento experto. Trató de montarme y se golpeó la cabeza con el volante.

– Hace mucho que no hago esto en un coche.

Saltamos hacia el asiento trasero y caímos juntos. Morelli llevaba una camisa de mahón, ahora desabrochada, y calcetines blancos, y de pronto me sentí insegura.

– Spiro podría apagar las luces y Kenny entrar por la puerta trasera.

Morelli me besó en el hombro.

– Si Kenny estuviera en la casa, Roche lo sabría.

– ¿Cómo lo sabría?

Morelli suspiró.

– Lo sabría porque ha puesto escuchas en la casa.

Me aparté.

– ¡No me lo habías dicho! ¿Desde cuándo tiene escuchas en la casa?

– No vas a armar un follón por eso, ¿verdad?

– ¿Qué más no me has dicho?

– Eso es todo. Te lo juro.

No le creía. Era un poli. Pensé en la cena de la noche anterior y en cómo había aparecido, como por milagro.

– ¿Cómo supiste que mi madre había hecho pierna de cordero?

– Lo olí cuando abriste la puerta.

– ¡Y un cuerno!

Cogí mi bolso del asiento del acompañante y dejé caer el contenido entre ambos. Cepillo, laca, lápiz labial, pulverizador de gas, un paquete de pañuelos de papel, pistola de descarga eléctrica, chicles, gafas de sol… micrófono de plástico negro. Mierda.

Cogí el micrófono.

– ¡Hijo de puta! ¡Has puesto un micrófono en mi bolso!

– Lo he hecho por tu bien. Estaba preocupado por ti.

– ¡Eres un ser despreciable! ¡Has violado mi intimidad! ¿Cómo te atreves a hacer algo así sin pedírmelo?

Además, era mentira. Temía que yo tuviese una pista sobre Kenny y no le hablara de ello. Abrí la ventana y arrojé el micrófono a la calle.

– Mierda. Eso cuesta cuatrocientos dólares -dijo. Abrió la puerta y salió para recuperarlo.

Cerré la puerta y puse el seguro. ¡Que se jodierá! Debí saber que no se podía trabajar con Morelli.

Pasé por encima del asiento y me senté al volante.

Morelli trató de abrir la puerta del acompañante pero tenía puesto el seguro, al igual que las otras tres y así iban a quedarse. Me daba igual que se le congelase la polla. Se lo tenía bien merecido. Puse el motor en marcha y me largué, dejándolo de pie en medio de la calle, en camisa y calcetines y con la picha a media asta.

A una manzana, en la calle Hamilton, me lo pensé mejor. Probablemente no fuese buena idea dejar a un poli desnudo en plena calle. ¿Qué pasaría si aparecía un tipo realmente malo? Seguro que Morelli no podría correr como estaba. De acuerdo, pensé, lo ayudaré. Di una vuelta en U y regresé al callejón. Morelli se encontraba donde lo había dejado, con los brazos en jarras y expresión indignada.

Reduje la velocidad, abrí la ventanilla y le arrojé la pistola.

– Por si acaso -dije.

Pisé el acelerador y me marché de allí.

14

Subí sigilosamente por las escaleras y solté un largo suspiro de alivio cuando me encontré a salvo en mi habitación cerrada con llave. No quería explicarle a mi madre por qué tenía el cabello hecho un nido de ratas para que pensase que había estado echándome un polvo en el Buick. Tampoco deseaba que, mediante su vista de rayos X, viese que mis braguitas estaban metidas en el bolsillo de la cazadora. Me desnudé sin encender la luz, me acosté y me tapé hasta la barbilla.

Desperté lamentando dos cosas: una, haberme marchado del puesto de observación y perder así la ocasión de pillar a Kenny; dos, haber perdido la oportunidad de usar el cuarto de baño y ser nuevamente la última de la fila.