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Permanecí tumbada en la cama; escuché a mi familia entrar y salir del cuarto de baño… primero, mi madre, luego, mi padre y después de él, mi abuela. Al oír el crujido de los peldaños cuando la abuela Mazur bajó, me envolví en la bata acolchada color rosa que me habían regalado cuando cumplí dieciséis años y fui al lavabo. La ventana que había encima de la bañera estaba cerrada, pues fuera el aire era frío, con lo que el olor a crema para el afeitado y a enjuague bucal impregnaba el aire de dentro.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con una toalla y me puse téjanos y una sudadera de la Universidad de Rutgers. No tenía ningún plan especial para el día, aparte de vigilar a la abuela Mazur y seguir a Spiro. Eso, por supuesto, suponiendo que Kenny no se hubiera dejado capturar la noche anterior.

Bajé a la cocina y allí estaba Morelli, sentado a la mesa. A juzgar por los restos que había en su plato, acababa de comer huevos con beicon y pan tostado. Al verme, cogió su taza de café, se repantigó en la silla y me miró con expresión especulativa.

– Buenos días -dijo. Su voz sonaba tranquila y sus ojos no revelaban ningún secreto.

Me serví café en un tazón.

– Buenos días -respondí con tono de indiferencia-. ¿Qué hay?

– Nada. El cheque de tu comisión todavía anda por ahí.

– ¿Has venido a decirme eso?

– He venido por mi cartera. Creo que anoche la dejé en tu coche.

– Claro.

Con varias prendas de vestir.

Tomé un ruidoso sorbo de café y posé la taza sobre la encimera.

– Voy a buscarla -dije.

Morelli se levantó.

– Gracias por el desayuno -dijo a mi madre-. Ha estado estupendo.

Mi madre rebosaba de satisfacción.

– Puedes venir cuando te apetezca. Nos encanta que nos visiten los amigos de Stephanie.

Morelli me siguió fuera de la casa y aguardó mientras yo abría el coche y juntaba su ropa.

– ¿Es cierto lo que has dicho sobre Kenny? ¿No apareció anoche?

– Spiro se quedó hasta poco después de las dos. Parecía estar jugando con el ordenador. Eso fue lo único que Roche oyó. Ninguna llamada telefónica. Ninguna señal de Kenny.

– Spiro esperaba algo que no ocurrió.

– Eso parece.

El coche camuflado marrón se hallaba aparcado detrás de mi Buick.

– Veo que te han devuelto tu coche. -Tenías las mismas abolladuras y los mismos rasguños, y el parachoques todavía estaba en el asiento trasero-. Creí que habías dicho que estaban reparándolo.

– Así es. Repararon los faros. -Volvió la cabeza hacia la casa y luego me miró-. Tu madre está en la puerta, observándonos.

– Ya lo sé.

– Si no estuviese allí, te cogería y te sacudiría hasta que se te cayeran los empastes.

– Eso sería abuso de autoridad.

– No tiene nada que ver con ser poli. Tiene que ver con ser italiano.

Le di sus zapatos.

– De veras me gustaría participar en la captura.

– Hago lo que puedo para incluirte.

Nuestras miradas se encontraron. ¿Le creía? No.

Morelli buscó las llaves del coche en su bolsillo.

– Más vale que encuentres una buena explicación para tu madre. Querrá saber qué hace mi ropa en tu coche.

– No la sorprenderá. Siempre hay ropa de hombre en mi coche.

Morelli sonrió con malicia.

– ¿ Qué era esa ropa? -inquirió mi madre cuando entré en la casa-. ¿Pantalones y zapatos?

– Más vale que no lo sepas.

– Yo quiero saberlo -dijo la abuela Mazur-. Apuesto a que es de ordago.

– ¿Cómo está tu mano? -le pregunté-. ¿Te duele?

– Sólo cuando aprieto el puño, pero de todos modos esta venda es tan grande que no puedo hacerlo. Sería un engorro si fuese la mano derecha.

– ¿Tienes planes para hoy?

– Nada hasta la noche. Joe Loosey está todavía en la funeraria, y como sólo he visto su pene me gustaría ver el resto en el velatorio de las siete.

Mi padre se encontraba en la sala, leyendo el periódico.

– Cuando muera, quiero que me incineren -espetó-. Nada de velatorios para mí.

Mi madre, que estaba haciendo algo en la cocina, se volvió.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Desde que Loosey perdió su verga. No quiero arriesgarme. Quiero ir directamente al crematorio.

Mi madre puso delante de mí un plato lleno de revoltillo de huevo. Añadió beicon y pan tostado, y me sirvió un vaso de zumo.

Comí los huevos y reflexioné acerca de mis opciones. Podía encerrarme en la casa y hacer de nieta protectora. Podía llevar a la abuela conmigo mientras hacía de nieta protectora, o podía hacer mi trabajo y confiar en que ese día Kenny no hubiese incluido a la abuela en su lista.

– ¿Más huevos? -preguntó mi madre-. ¿Otra tostada?

– Ya tengo bastante.

– Estás en los huesos. Deberías comer más.

– No estoy en los huesos. Estoy gorda. No puedo abrochar el botón de arriba de mis téjanos.

– Tienes treinta años. A esa edad es normal ajamonarse un poco. Por cierto, ¿cómo es que todavía llevas téjanos? Las mujeres de tu edad no deberían vestirse como crías. -Se inclinó y examinó mi cara-. ¿Qué le pasa a tu ojo? Parece que está saltando otra vez.

De acuerdo, eliminaría la primera opción.

– Necesito vigilar a unas personas -comenté a la abuela Mazur-. ¿Quieres acompañarme?

– Supongo que sí. ¿Crees que se pondrá fea la cosa?

– No. Creo que será aburrido.

– Bueno, si quisiera aburrirme, me quedaría en casa. ¿A quién buscamos? ¿A ese desgraciado de Kenny Mancuso?

De hecho, pretendía aferrarme a Morelli. Supongo que indirectamente equivalía a lo mismo.

– Sí -respondí-. Buscamos a Kenny Mancuso.

– Entonces cuenta conmigo. Tengo algo pendiente con él.

Media hora más tarde estuvo lista para salir, con téjanos, chaqueta de esquiador y zapatos Doctor Martens.

Vi el coche de Morelli a una manzana de la funeraria de Stiva, en la calle Hamilton. No parecía que él estuviera dentro. Probablemente se encontrase con Roche, intercambiando anécdotas de la guerra. Aparqué detrás de su vehículo, con cuidado de no acercarme demasiado y destrozarle de nuevo los faros. Veía las puertas principal y lateral de la funeraria y la principal del edificio donde estaba Roche.

– Lo sé todo sobre esto de vigilar -declaró la abuela-. La otra noche en la televisión había unos detectives privados y lo contaron todo. -Metió la cabeza en el voluminoso bolso de lona que había llevado-. Tengo todo lo que necesitamos aquí. Revistas para matar el tiempo. Bocadillos y refrescos. Hasta un frasco.

– ¿Qué clase de frasco?

– Antes contenía aceitunas. -Me lo enseñó-. Es para poder hacer pis mientras vigilamos. Todos los detectives privados lo hacen.

– No puedo hacer pis en ese frasco. Sólo los hombres pueden hacerlo.

– ¡Maldición! ¿Por qué no me habré dado cuenta? Hasta tiré las aceitunas.

Leímos la revista y arrancamos unas recetas. Comimos los bocadillos y tomamos los refrescos. Después de esto último las dos tuvimos necesidad de ir al lavabo, de modo que nos tomamos un descanso y regresamos a casa de mis padres. Volvimos a Hamilton, aparcamos en el mismo espacio detrás de Morelli y seguimos esperando.

– Tienes razón. Esto es aburrido.

Jugamos al ahorcado, contamos coches y le arrancamos la piel a tiras a Joyce Barnhardt. Acabábamos de empezar a jugar a las veinte preguntas cuando miré por la ventana hacia el tráfico que se aproximaba y reconocí a Kenny Mancuso. Conducía un Chevrolet Suburban de dos colores casi tan grande como un autobús. Intercambiamos miradas de sorpresa durante el espacio del latido más largo de la historia.

– ¡Mierda! -grité, encendí torpemente el motor y me volví en el asiento para no perderlo de vista.

– ¡Mueve este trasto! -gritó la abuela-. No dejes que ese hijo de puta se escape.

Tiré violentamente de la palanca de cambio automático y estaba a punto de apartarme del bordillo cuando advertí que Kenny había cambiado de dirección en el cruce y se acercaba a nosotras. No había coches detrás de mí. Vi el Suburban virar hacia la acera y le dije a la abuela que se agarrara con fuerza.

El Suburban ciiocó contra la parte trasera del Buick, empujándonos hacia la parte trasera del coche de Morelli, que a su vez chocó con el que había delante. Kenny dio marcha atrás, pisó el acelerador a fondo y volvió a embestirnos.

– Vaya, esto se lleva las palmas -exclamó la abuela-. Soy demasiado vieja para saltar así. A mi edad los huesos son delicados.

Sacó del bolso un 45 de cañón largo, abrió bruscamente la puerta de su lado y se apeó.

– A ver si esto te enseña a comportarte -dijo al apuntar al Suburban.

Apretó el gatillo, del cañón salió una llamarada y el retroceso la hizo caer de culo.

Kenny pisó el acelerador a fondo y dio marcha atrás hasta el cruce y se alejó a toda velocidad.